Como el primer día en que nos conocimos; me detengo a observar sus ojos, ese color tan común entre tantas personas pero con un ingrediente diferente. No logro evitar ese contacto. No logro despegar mis ojos de su interior, ni entender cómo es que su presencia sella mis labios y solo me permite hacer afirmaciones, negaciones o gestos. Solo puedo observarlo detenidamente, no apartar la mirada, escucharlo. Es tan adictivo. No consigo contarle de mi vida sin ponerme nerviosa o con sucesos faltantes. Jamas lo comprendí ni lo comprenderé. 

Mi voz frente a él se torna débil, suave. Mis mejillas encuentran el rubor perfecto que no encuentro en ninguna tienda de cosméticos. Mi persona ya no me pertenece, él la moldea a su forma y yo, lo dejo. 

Recorro con mis dedos, su piel tan suave que equivale a cada flor que nace durante la primavera. Los besos que de su boca salen, me recuerdan a la frescura del viento cuando roza mi rostro en una noche de verano. Las estrellas que lleva dentro de sus ojos se mueven de un lado hacia el otro y la poca cordura que me queda, apronta sus maletas y se muda en su interior, solo porque le gusta el sabor de su boca; solo porque le gusta aquello que el corazón no es capaz de ver. 

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