El Oficinista (Cuarta Parte)

El Oficinista (Cuarta Parte)

Mientras descansaba de mi agotador día de trabajo tocaron a la puerta.

—Quiero conversar con usted —me dijo un señor con tono un tanto amistoso—. Vestía correctamente, es decir de manera formal. Era de estatura por sobre la media y su edad no superaría los treinta años. Tenía buen aspecto y al parecer de grandes dotes sociales. Se veía extrovertido, cuestiones que le favorecían en sus relaciones y que al mismo tiempo le permitían hacer gala de ello. Aunque lo había visto más de una vez en la oficina, no había tenido la oportunidad de conversar largamente con él. Sabía, eso sí, de la labor que cumplía en la empresa minera y que tenía al menos apariencias de ser un funcionario eficiente y con buena reputación. Lo hice pasar y con el deseo de escucharlo atentamente.

—Remigio Escudero Redondo es mi nombre, me señaló con un nuevo apretón de manos. Yo al mismo tiempo indique el mío y le invité a tomar asiento.

—He venido a ofrecerle mi amistad. Sé que hace poco tiempo que ha llegado al pueblo y es bueno que no se sienta tan solo. Yo llevó casi cuatro años por acá, en este lugar tan alejado de todo. Claro, vivo muy ocupado, no quedándome tiempo para pensar en ello ya que mi labor en la compañía es muy demandante. Debo estar viajando a Lota, Concepción y Curanilahue. Mi vida es muy agitada. Todo esto no me ha permitido aún fundar una familia. Tengo muchas amistades. También en este tiempo he tenido la oportunidad de conocer muchas mujeres; pero todavía no logro decidirme —me señalo Escudero, con la mayor confianza, como si hubiese sido su mejor amigo.

—Mi novia actual vive en Lota —continuó, conversando con la mayor familiaridad—. Ella es una bella mujer, siempre me espera. Es hija de un próspero comerciante. Espero de aquí a dos años trasladarme a la Compañía de Lota y tomar la decisión de casarme ya que usted verá que soy bastante mayorcito.

Aquí en Plegarias participo en reuniones sociales, también me dedico a leer y a estar un tanto informado, bueno, llegan semanalmente algunas revistas; los diarios los leo casi dos o tres días después que han ocurrido los hechos. Bien, como ve esta es parte de mi rutina… y usted, cuénteme que hace en sus momentos de ocio. Le he visto muy interesado en la joven Consuelo —me señaló con la mayor seguridad y un tanto de desatino.

—Sabe… debo felicitarlo, ella es muy bonita. Aparte que su padre viene trasladado de Lota y trae muy buen expediente. Es un funcionario con experiencia, destacado y reconocido en la compañía —me señaló con un tono bajo, casi en silencio, como entregándome la mejor primicia… y al mismo tiempo queriendo destacar que había hecho una buena elección.

—Sabe, señor Escudero, don Remigio Escudero… mis temas personales no los converso con cualquiera, ni con personas que vengo conociendo recién. Casi no los converso, o si los toco sólo es con mis íntimos amigos y que en realidad son muy pocos. Así es que prefiero que cambiemos de tema. Hay muchas cosas interesantes de las que se puede conversar y que no hacen incomodar a nadie.

—Disculpe Ernesto, pero en ningún caso ha sido la intención de incomodarle. Pero bueno, vengo a lo que vengo… —me señaló un tanto ruborizado y titubeante.

—El motivo de estar en su casa es por una situación muy particular —me habló Escudero como olvidando o queriendo hacer olvidar prontamente el exabrupto—.

Mañana la compañía y autoridades harán el anuncio. Sí, mañana al mediodía se sabrá la mejor noticia para Plegarias. Todo el pueblo sabrá que muy pronto vendrá la mayor autoridad que jamás haya estado a este sitio. Más bien, vendrán dos altos personeros. El gran anhelo de los plegarinos es sentirse tomados en cuenta, que más allá sepan que ellos existen y que son un grupo humano muy esforzado y pujante, que entregan lo mejor de sí para con sus familias y el país.

—La verdad… —dije con una expresión de ignorancia— no había pensado en ello. Tal vez porque vengo de Santiago no lo había considerado importante. Allá las autoridades están a la vuelta de la esquina, no causan extrañeza a nadie; pero como lo plantea usted…sí, por supuesto… en este lugar tan alejado, casi sin figurar en el mapa no es usual la visita de alguna autoridad de alto rango. Me parece que sí, es una importante noticia, como un hecho histórico para este campamento minero. Discúlpeme por no haberme puesto en lugar de sus habitantes —aseveré un tanto confundido y como disculpándome de mi torpeza.

—No se preocupe, usted es recién llegado y no tendría por qué saber de la peculiaridad del pueblo —me indicó con la mayor seguridad el funcionario de la compañía.

—Lo que tanto se estaba esperando se hará realidad… Por tanto vengo a solicitarle a usted, señor Olmo, pudiera ayudarnos y pudiera integrarse al comité de la organización de recepción de tan ilustres visitas. Viene nada más y nada menos que un ministro de estado… el Ministro de Economía y Comercio, señor Boris Cervera Moliner, además junto a él, lo acompaña el presidente de la Compañía Carbonífera de Lota, el mismísimo Federico Barroso Girón. ¡Grandes visitas, como podrá ver!

—Usted como forastero y hombre de ciudad será muy importante para nosotros su opinión, serán valiosísimos sus conocimientos sobre el particular —me reiteró Escudero—.

—Por supuesto —dije sin siquiera pensarlo—, claro. No faltaba más. Estoy a sus servicios; eso sí, creo que aquí las opiniones más importantes son las de los propios pobladores, a ellos se les debe respetar lo que piensan y quieren. Podré asesorarlos en cierto modo, pero nada más. La noche había avanzado apresuradamente. La conversación no podía extenderse por más tiempo. Remigio Escudero dio largos pasos que en breves instantes hicieron que se perdiera entre la niebla y las últimas humaredas que emanaban de las chimeneas.

Mientras cerraba la puerta y comenzaba a apagar la luz sentí que mi presencia en este lugar le estaba dando mayor sentido a mi vida, permitiéndome servir en lo que más pudiese a los demás. Mi labor en la nueva oficina, más aún si trabajaba solo, era cada día mayor. Jornada a jornada más personas llegaban a esta sucursal. Era momentos en que se estaba iniciando la nueva política nacional del seguro social obligatorio, especialmente en lugares apartados como éste. Me correspondía también asistir a los domicilios de las personas enfermas o más ancianas, lo que me permitía estar en contacto permanente con los habitantes.

Plegarias, a pesar de ser un pueblo tranquilo, era muy dinámico. Había gran movimiento de personas durante todo el día. La actividad minera, el abundante comercio —con sus grandes centros de abastos, que se complementaban con la presencia permanente de muchos comerciantes ambulantes —conocidos como faltes—, el transporte —que era el único medio ferroviario gratuito del país —además muchos otros servicios lo hacían un lugar muy entretenido para vivir. No se conocía de aburrimiento ni menos de soledad, se convivía en ambiente de armonía y de mucha familiaridad. Todos se conocían, teniendo una muy buena comunicación, destacándose por sobre todo su espíritu solidario.

El día de la asamblea para organizar la bienvenida había llegado, —esta vez nos reuniremos en el salón social de la empresa —decía el comunicado que recibí—. Cuando ingresé al local había una gran cantidad de personas. Había discursos, intercambio de opiniones. Era un ambiente muy agitado, donde todos querían participar.

—¡Haremos los arcos!

—Nosotros los haremos en la maestranza! —opinó uno de los hombres y que para ser tomado en cuenta se puso momentáneamente de pie.

—¡Por supuesto que son importantes los arcos para dar la mejor bienvenida!

—Muchas gracias don Armando por su disposición —repuso uno de los que dirigía la reunión.

—Las flores las recolectaremos de todos los jardines y si nos faltan las iremos a buscar a los campos —señaló una entusiasta anciana.

—Haremos muchos arcos. También decoraremos el salón, la estación, los vagones del tren. Necesitaremos muchas flores y guirnaldas —recalcó Escudero, que en ese momento también se encontraba presidiendo la reunión.

—¡También deberemos preocuparnos de lo que le serviremos a las autoridades! —manifestó uno de los asistentes.

—El pan y los dulces los haremos un grupo de vecinas. Pediremos donaciones a los comerciantes —habló la tímida voz de una viejecita que vestía de riguroso negro.

—¡Sí!, ¡sí!… Hay mucho por hacer…. Deberemos ver los números artísticos para el acto y la velada. También los discursos, las palabras de bienvenida. Pero vamos en forma ordenada —dijo Escudero, que muy bien manejaba la reunión, más aún si se desarrollaba en un ambiente efervescente por la exaltación que provocaba la visita.

—También es bueno que veamos lo de nuestra ropa, para tener tiempo de enviarla a confeccionar a las modistas y sastres. Las telas se deben encargar a los faltes o bien ir a comprar las directamente a Concepción, Lota o Curanilahue.

—Es importante que acordemos qué color elegiremos para pintar las casas y las distintas dependencias del pueblo — aseveró un entusiasta vecino.

—Creo que el color más bonito para pintar las casas sería de color azul —dijo uno de los más ancianos.

—¡No! —respondió otro desde el final del salón— El color azul es muy frío.

—¿Por qué no pintamos terracota? Es un color alegre y muy bonito— habló desde las primeras filas una mujer.

—Pero es un color muy fuerte —discreparon algunos—.

—¿Por qué no, de color blanco…? El blanco es un color neutro y resaltará desde muy lejos —señalaron otros.

—¡No! El color blanco es demasiado delicado para nuestra zona —reprocharon disconformes voces. —Y entre los abucheos y murmuraciones se puso abruptamente de pie un vecino:

—Yo propongo que pintemos los techos de rojo y las cubiertas de café claro o crema—.

—¡Sí! ¡Sí…! ¡Muy bonito color!

—Tendremos el pueblo más hermoso… no habrá otro igual…!

Por fin, después de un largo debate hubo consenso. Luego comenzaron a dar ideas para sus trajes: Qué modelos, qué colores, qué telas… Seguidamente se discutió sobre la comida. En fin… Era un ir de opiniones que hizo retrasar la ya extensa reunión. Los puntos pendientes quedarían para la próxima reunión.

Al día siguiente se acordó los adornos que se pondrían en casas y en calles: pendones, banderines, lienzos con frases alusivas. Se acordó que el tren con sus coches de decoraría con grandes cintas y escarapelas. Los lienzos irán a los costados con elocuentes frases. También llevará muchas guirnaldas. Llevaremos limonadas y jugos para servirle a las ilustres visitas y su comitiva. Tenemos que coordinar muy bien con el jefe de estación de Curanilahue para que cuando llegue el tren se haga inmediatamente el transbordo a nuestro tren.

—¡El maestro de ceremonia será usted! —me señaló de manera efusiva el administrador.

—Usted reúne los requisitos para que prepare lindos discursos y además dirija este importante evento. Confiamos en usted, es la persona adecuada.

Todos estuvieron de acuerdo. No podría decir otra cosa, ni menos dar cualquier excusa. Me vi en la obligación de aceptar. Lo hice con gusto. También me propusieron para integrar el comité de compras. Debía encargarme en adquirir una variedad de productos, entre ellos, alimentos, licores, vajillas, telas y otras tantas cosas más. Para estas compras hicimos viajes a Concepción, Lota y Curanilahue, que de preferencia era los días sábado. El dinero había sido recaudado de los aportes de la propia compañía —que era el mayor—, de los distintos beneficios realizados y también de donaciones de algunos vecinos. Esa mañana, muy temprano, partimos rumbo a Curanilahue. El maletín con el dinero era mi responsabilidad, también lo que debía comprar. Como que todos habían depositado la confianza en mí.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS