Se acercan lenta y parsimoniosamente a mí, pacientes de su propia existencia, resignados al tiempo inalterable que los rige. ¡Malditos sean! Los cálidos dedos del astro rey se cuelan a través de un resquicio en la cortina para hacerme consiente, muy a mi pesar, de mi propia vergüenza. Otra vez pasa de las doce del día. Un día más sin ser capaz de levantarme a tiempo, un día mas sin cumplir mis propios objetivos matinales. La vida me ha probado que cuando el alma no encuentra ánimos de deslizarse a nuestro presente, las cálidas emanaciones del fogón de los sueños nos resultan infinitamente más agradables.

Hago un esfuerzo por desprenderme de las sábanas, mi cuerpo se encuentra atado, como si mi parte inconsciente hubiese buscado la forma de perpetuar mi estado de abandono durante la noche. Vueltas y mas vueltas, abrir los ojos a la oscuridad solo para percatarse uno de lo incomodo de la posición actual y girar el cuerpo en el sentido opuesto. Dormir se ha convertido para mí en un baile antinatural. Finalmente me desprendo de la trampa autoimpuesta y me deslizo en dirección a la ventana. Encorvado, consciente de los pestilentes vahos que emanan de mi boca “el aliento de perro”. Corro la cortina con desdén para poder volver a la oscuridad. La oscuridad, la dama silenciosa, a la que considero mi gran amiga a pesar de comprender el daño que me hace. Me dirijo al cuarto de baño, apago el insistente llamado de la naturaleza, enjuago mi boca sin hacer caso del espejo. Él, requiere mi atención, me llama, me grita que mi cuerpo se está muriendo, yo, me escapo de su presencia tan pronto como me es posible.

Ahora paso a la sala de mi casa, es un reguero de sueños, de basura y de ropa sucia. ¿Qué será eso que me impide pensar claramente? A veces me pasa que pasan imperturbables las horas y mi mente no puede escapar de si misma de manera que mi cuerpo se queda inerte, enhiesto, parado en medio de la sala o de la cocina o del cuarto de baño. Hoy no, hoy puedo arrojarme a la existencia, sopesar entre la vida y la muerte. La decisión, como siempre, reposa sobre el estante de la esquina, el único espacio ordenado de la casa, enmarcada en cedro. Enciendo un cigarrillo, lo coloco entre mis labios e inspiro el color de la vida. El siguiente paso es conseguir una buena taza de café que me ayude a diluir las neblinas que se extienden por toda la casa y por el mundo allá fuera. El mundo, hermoso y odioso.

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