Leo lo que escribió el poeta acerca del silencio: “El silencio es el tiempo de Dios (…) una comunión con el pan de vida (…) la espera del señor, el silencio, es el encuentro con Dios…”

¿Quién podría negar esta consigna? ¿Acaso no buscamos, los hombres, la cercanía con la divinidad, la unión absoluta con Dios? Sin embargo, existe una contradicción: Dios nos hizo hombres y nuestro destino es vivir cada día como hombres, con las pasiones y agonías de los hombres. Así es como vivimos la inmensa mayoría. Pero más aún: así es como queremos vivir. Por eso, quizás, de todas las palabras con las que el poeta pretende alentar el silencio, las que más me pesan en el alma ahora son: “El silencio me empapaba como sangre y chorreaba calladamente (…) sentí la necesidad de conversar porque me sentía solo y me crecía por dentro la nada…”

Si Dios hubiese preferido para los hombres el silencio, quizás no nos habría regalado el milagro del lenguaje y la palabra. Por mi parte, siendo apenas un hombre (y no deseando ser otro del que soy) lo envidio mientras leo sus palabras que nos impulsan al silencio. Lo envidio profundamente en ese despojo de las cosas humanas, tanto que parece libre, sin dolor, sin penas y, en cambio, yo sé que alguna vez quisiera vencer definitivamente este silencio que no se parece a ningún encuentro con Dios, sino a la nada más terrible, una nada cruel y dañina que aparece en mi vida de vez en cuando, caprichosamente, este silencio que me recuerda, en todo caso, la mayor expresión de soledad que he conocido: “Señor, señor, ¿por qué me has abandonado?”

Etiquetas: tristeza soledad

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