Existió una vez una empresa con empleados muy eficientes. Cada cual hacía su trabajo maravillosamente, pero no era esto lo más importante, además eran empleados cálidos, eran empleados generosos que estaban dispuestos a brindarse en horas extras, en proyectos voluntarios, etc. En otras palabras, su compromiso con la empresa era grande, la consideraban como su segunda casa y todo esto era así porque se sentían felices. Su jefe los trataba siempre con dignidad, respeto y amor, los recompensaba cuando hacían méritos, los alentaba y les infundía ánimos cuando las cosas se ponían difíciles, desafiaba al sistema y a los inspectores para ponerse a favor de ellos y si alguna vez alguno tenía un problema lo llamaba a su oficina y resolvía allí, en privado, el conflicto. En consecuencia: la empresa era próspera.
Un día, cuando el jefe se retiró, llegó un nuevo mandatario que quiso enfocarse sobre todo en (¿los negocios?) Descuidó inmediatamente el capital humano. Se acabaron las recompensas y los reconocimientos por la dedicación generosa. Los permisos se denegaron rápidamente y empezaron a divulgarse leyes que siempre habían existido pero que antes nunca habían importado por no resultar necesarias ante tanta buena disposición. Incluso se llevó a cabo una reunión institucional donde se maltrató a todos por igual (a los responsables junto con los irresponsables) generando un descontento significativo. En muy poco tiempo los empleados comenzaron a cumplir estrictamente con sus tareas y exigieron a toda costa que se respetaran sus derechos. Se acabaron las horas extras, los proyectos voluntarios y la empresa, lógicamente, decayó en su rendimiento. Incluso cuando el malestar se hizo intolerable, muchos empleados renunciaron y se fueron a trabajar a otras empresas. Al final resultó que el jefe se quedó sin gente a quien mandar y tuvo que resignarse al retiro (junto con la mala fama) mientras sus empleados, dispersos, volvían a brillar por su propia fuerza laboral y llevaban a otras empresas al éxito y a la prosperidad….
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