Recién al tercer día de mudarse, cuando se quedó sin cigarrillos, decidió bajar a la calle. Podría haberlos pedido por alguna de esas aplicaciones, pero la idea de salir a explorar la cuadra y encontrar algún quiosco de 24 horas le resultó estimulante, pensó además que a esas horas de la madrugada la calle iba a está desierta y eso lo reconfortó un poco.

Sale al pasillo y cierra lentamente su puerta, gira la llave haciendo una breve pausa entre las dos vueltas. Apenas dá un paso y las luces automáticas se encienden; blancas y frías dejando ver todo el recorrido que tiene que hacer hasta llegar al ascensor. Son cuatro puertas, cuatro departamentos, cuatro mirillas “¿Habrá alguien despierto? ¿Alguien mirara por las mirillas? ¿Por qué mirarían? ¿y si miran? ¿Qué van a ver?” Las mirillas son como ojos que pueden o no estar mirando. Las miradas se sienten como espinas en el cuello, aunque solo las imagine.

“Ojalá no se abra ninguna de esas cuatro puertas, ni escuche ningún ruido dentro, ojalá nadie salga al pasillo, no quiero cruzarme con nadie, hoy no.”

Todo el edificio es nuevo, el ascensor llega rápido y sin hacer ruido, la puerta se abre sola. Entra y se gira, toca el botón con el número cero, mientras la puerta se cierra se queda viendo el pasillo, la luz automática se apaga. Oscuridad.

Es la primera vez que toma el ascensor, en las paredes del cubículo, a su izquierda y su derecha se ubican dos espejos, enfrentados entre sí. Se ve a sí mismo, desde las rodillas y hasta por encima de su cabeza, reflejado en el reflejo, en el reflejo del reflejo, y hasta el infinito. “Que derroche de buen gusto” dice con tono irónico sin que nadie lo escuche, se ríe de su propio comentario mientras se da cuenta de que es la primera vez en tres días que pronuncia algún sonido. Pensarlo lo incomoda.

El descenso de hace largo. Se mira a sí mismo, de frente y de espaldas, delgado y pálido, con el cabello desordenado y el rostro grasoso, no le gusta lo que ve. En infinita sucesión, su imagen se hace cada vez más pequeña hasta perderse en el fondo de aquel pasillo, como cayendo en un poso. Instintivamente acerca su rostro al cristal tratando de ver el final de ese túnel, pero tanta cercanía rompe esa magia. Mira por sobre su hombro, tratando de descubrir algo diferente en el otro espejo, pero son solo decenas, cientos, miles de él mismo devolviéndole la mirada con la misma sospecha.

No quiere ver los ojos que lo miran, si no los mira, ellos tampoco lo ven. Clava la mirada fija en la pantallita que le indica en qué piso está. Se abre un abismo de tiempo entre el seis y el cinco, y el cuatro, y el tres. Las espinas en el cuello.

Al fin la planta baja, el hall y la calle desierta, inhala profundo el aire húmedo y caliente, camina algunos minutos, en línea recta. “Dos Camel de 20” dice, apoyando unos billetes arrugados sobre el mostrador de vidrio. Se da media vuelta y enciende un cigarro, antes de terminarlo ya está de nuevo frente a su edificio.

Prefiere evitar el ascensor esta vez “¿supongo que puedo subir ocho pisos? No es tanto”. Encara las escaleras, sube dos escalones y le parece escuchar una voz, o pasos, o algo que vienen de arriba.

Presiona el botón para llamar al ascensor, la puerta se abre automáticamente.

Presiona el ocho. Se queda viendo la pantallita. Siente esas cosquillas, esas espinas en su cuello. Alza su brazo y se frota la nuca, el cuerpo le pesa como si cargara con el ascensor. Todo es tan lento.

La curiosidad lo vence, y hecha su mirada al fondo del pozo a su derecha. Frunce el ceño tratando de encontrar a su último yo visible. Existen infinitos más infinitos, e infinitos pequeños, y ese pequeño pasillo infinito se rompe en su mirada. Allá, tras miles de él mismo, está él, pálido, delgado, con el cabello desordenado y el rostro grasiento, impaciente con la vista fija en la pantallita, esquivándole la mirada.

Vuelve a mirar la pantallita. Pone toda su atención ahí, ve como los puntos negros forman un cinco, luego un seis, luego un siete. El tiempo se estira. Se descubre a si mismo negándose lo que vio, “esas cosas son de películas y cuentos”. Reúne valor, antes de llegar al ocho levanta la mirada. Nadie se la devuelve, sola infinita sucesión de él mismo con los ojos fijos en la pantallita. 

Después de una pequeña eternidad, la pantalla dibuja un ocho, las puertas se abren. Sin levantar la mirada sale al pasillo, las luces automáticas se encienden, sin girarse camina hasta su puerta, silenciosamente y se mete al departamento.

Ve las puertas del ascensor cerrarse después de quedarse solo en el cubículo. Presiona el cero. Mejor subir por las escaleras.

Etiquetas: fantasía

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