LA CHICA DEL CANAPÉ

     Junto al escaparate y aprovechando la profundidad del pórtico, se había instalado la Micha desde que llegó desahuciada de la capital. Su paupérrimo domicilio ahora lo formaba: unos cartones que hacían de gotelé en el diminuto cubículo de madera de aglomerado; por techo, unos retales de formica sacados de una escombrera local; y un hule, con motivos florales, que hacía las veces de alfombra del improvisado hogar. Toda su decoración consistía en una fotografía de su difunto marido y una arrugada y descolorida estampilla de Santa Ana, prendidas ambas al cartón con dos clips que encontró, abandonados a su suerte, junto a las puertas de la escuela de Villaencinas.

     El reguero de agua aquel veinticuatro de diciembre jugaba a brincar sobre el límite de la acera, donde la vieja mercería dormía la ausencia de pedidos desde hacía ya un lustro. Un peldaño, que alcanzaba escasamente ocho pulgadas de altura, protegía a Juana de las escorrentías cual beatífica hornacina. Las noches de raso y la universal precariedad en que había caído, habían perfilado en su rostro unas finas líneas como dinteles en el pórtico de su mirada. Armonizaban éstas con sus numerosas y rutilantes canas, cuya verticalidad descendía hasta descansar en sus hombros, como una plateada cascada cuyo final se amansara en una sombría laguna.

     A eso de las siete de la tarde continuaba el aguacero. Juana sollozaba desconsoladamente en su improvisado camarote. Una de sus manos sujetaba firmemente el dueto de imágenes desprendidas del cartonaje. Mientras, un aroma de dulces navideños se colaba entre el persistente olor a humedad. Dos mujeres bajaban por la calle parapetadas en sus paraguas. Eran doña Engracia y Jacinta, su asistenta, que venían de recoger del obrador un encargo de galletas, rosquillas y mazapanes. Una súbita y anhelante mirada al viejo local les percató de una tenue luz y los suspiros procedentes de la mercería. La asistenta, que iba sujeta al brazo de su señora, tiró levemente de ella y se acercaron.

     –¿Qué pasa, Juana? ¿A qué se debe este sentido llanto? –Se interesó Jacinta, que la había visto alguna vez merodear por la plaza–

     –Mire señora a lo que he llegado: hace dos años ya que el cáncer se llevó a mi hombre, y en enero cerraron los almacenes donde ganaba para pagar la hipoteca, el sustento y poco más.

     –¿Y no encontró trabajo desde entonces? –Interrogó ásperamente doña Engracia

     –No señora, aún estoy pendiente de los juicios y esto me impide la búsqueda de empleo. La empresa dio en quiebra y el dueño está en busca y captura; por si fuera poco, sabe usted, el banco no perdona y para ellos la justicia va más ligera –contestó Juana con dolor, pero algo más serena por el interés que había concitado en ellas–. Las dos mujeres se miraron entre sí: Jacinta, con rictus interrogante. Doña Engracia, algo reticente, condescendió: –Levántese y acompáñenos, la noche está muy húmeda y no puedo permitirme asistir a la misa del Gallo con usted durmiendo a la intemperie– Juana no sabía si dar crédito a sus oídos.

     Al llegar a la hacienda La Deseada, la imagen de la virgen de la Natividad presidía el recibidor con un centro de orquídeas blancas que destacaban sobre la túnica celestial de la imagen, junto a dos cirios que iluminaban la capillita. Doña Engracia dio instrucciones a la asistenta para que acomodara a la muchacha en el cuarto de Ermelinda, la hija del aparcero, que vivía en Estrasburgo desde que le contrataron como intérprete en el Parlamento. – Muéstrale a nuestra invitada donde asearse; y búscale una ropa adecuada para compartir mesa con el servicio. Al regresar, era otra Juana. En el aseo encontró y se aplicó un perfume de jazmín con notas de frambuesa. Recogido el pelo en un moño italiano, se enfrentó al espejo, que le devolvió  un juvenil y renovado aura. Cuando Jacinta le vio, esbozó una sonrisa de satisfacción y la presentó al resto de la dependencia.

         Por la cocina, comenzaba a ondear un incipiente aroma al asado de cordero y la asistenta, la cocinera y su hija, preparaban viandas con una amena agilidad. Un ahumado de bacalao, recién abierto, despertó el ánimo de la afortunada huéspeda, que pidió incorporarse a los preparativos como agradecimiento por la hospitalidad. Jacinta le proporcionó un mandil con el que preservar la vestimenta de inoportunas manchas. Recordó Juana, en ese momento, cuando estuvo sirviendo para la marquesa de Torrecilla, en Madrid. Cortó unas rebanadas de pan que puso en el tostador. Entretanto, cogió unos dientes de ajo y sal que fue triturando en el almirez al tiempo que añadía pausadamente el aceite de oliva solicitado minutos antes a la cocinera. Las mujeres estaban expectantes. Al rato, extrajo una cucharadita de la emulsión y después de olerla la probó, entornando los ojos con delectación. Reservó la mezcla en un pequeño bol de cristal y pidió una cebolla que partió para caramelizar. Tras esto, cogió los panecillos del tostador, los untó con la mezcla reservada, incorporó unos delgados cuadraditos de ahumado de bacalao y sobrepuso unas briznas de la cebolla caramelizada. Llegó en ese momento doña Engracia, a la que ofreció en primicia el resultado del montaje preparado.

     Miró a la indigente, observó el canapé y probó. Una levísima y aprobatoria sonrisa rompió la severidad del semblante que caracterizaba a la mujer. Se interesó si conocía algunos más, lo que dio oportunidad a Juana de recobrar una olvidada gloria. Probaron también sus nuevas compañeras, que degustaron y aceptaron alegremente la novedad. A órdenes de la matriarca, se pusieron a elaborar estos canapés y otros tantos que acertó a improvisar, tanto para sus invitados como para el servicio.

     Fuera de la hacienda, el viento había abrazado el temporal y desplazado río abajo, fuera de los confines de Villaencinas. La Osa Mayor comenzó a relumbrar inundando de inusitada alegría las almas de la pequeña villa. Las tazas de café quedaron a medias al oír el repiqueteo de las campanas en la iglesia de la Natividad. Su jubiloso tañido llamaba a misa del Gallo. Doña Engracia recordó el abrigo azul cobalto que ya no usaba y que podía ser de la talla de Juana. Cuando se lo puso, la chica quedó impecablemente vestida. La muchacha quiso abrazarla en señal de agradecimiento, pero doña Engracia eludió la afectividad estirando suavemente los brazos junto a una leve sonrisa. Juana colgó el gabán en la percha y, con la ayuda de la asistenta, la cocinera y la hija de ésta, recogieron la mesa, pidiendo permiso a la matriarca para asistir al oficio. Al llegar, el templo estaba ya a rebosar. Cuando tomó el agua bendita, la Micha no pudo evitar sentirse mirada por la concurrencia; se persignó y, ya en el hueco que le dejaron, se arrodilló, ajena a la nueva situación y rezando por quien ella sabía que merecía la pena orar.

© Victor Manuel Valenciano, Diciembre 2022

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