El Oficinista (Primera Parte)

El Oficinista (Primera Parte)

Abrí el telegrama. Lo leí ansiosamente. Su escueto mensaje decía: “Ha sido aceptado. Su destinación, Curanilahue. Debe arribar antes del jueves. Prosperidad. Atentamente, Administrador Caja del Seguro Obligatorio. Santiago, 21 de abril de 1950.” Era toda la información que disponía el escrito; sin duda sería por las razones de siempre, el escaso presupuesto de la administración pública. A mis dos maletas: trajes, abrigos, camisas, es decir toda la vestimenta de trabajo y la habitual. En el baúl: zapatos, útiles de aseo, sombreros, paraguas, máquina de escribir, objetos personales y tantas otras cosas más. De la reserva del pasaje del tren se había encargado el propio servicio. Lo precipitado de la disposición hizo apresurarme en todo. Al menos, mis buenos hábitos de orden favorecieron este trámite en un dos por tres. Mi viaje lo había organizado en menos de cuatro días. Llegué a la Estación de Concepción pasadas las ocho de la noche, cuando ya se había oscurecido y después de un larguísimo viaje desde la capital. Busqué alojamiento en el mismo sector. El hotel se encontraba ubicado frente a la muy concurrida Plaza España, donde se vienen a encontrar las calles Barros Arana con Arturo Prat. Mi tren a Curanilahue saldría al día siguiente, a las siete de la mañana. Los primeros ruidos de la ciudad y el movimiento de trenes de la estación despertaron mi sueño reparador. La estación se encontraba completamente repleta de pasajeros, algunos venían, otros tantos iban a distintos destinos. El tren de mi ramal se ubicó veinte minutos antes de salir. —¡Concepción – Curanilahue!— exclamó enérgicamente el viejo conductor, acompañándose de silbatos del pito. A las siete de la mañana en punto comenzó a marchar rumbo a destino la ruidosa locomotora a vapor con casi una decena de coches, uno de primera clase; el resto, de segunda. Mi asiento quedó ubicado al lado derecho, junto a la ventana y por donde únicamente entraba la claridad de algunos focos del recinto ferroviario, el resto era la tenue luz artificial del vagón, que con los efluvios que lanzaban los pistones hacían que la temprana mañana se viera mayormente brumosa. No había sido fácil despedirme, especialmente de mi madre. Sabía que pronto habría de llegar el momento de la partida. Estábamos conscientes de lo que significaba mi alejada destinación. Atrás había quedado aquel niño consentido y luego ese joven soñador. Bueno, sentí mucha pena. Se me resecó la garganta, mis piernas no las podía sostener. Tuve que sacar con disimulo el pañuelo. Recordaba la emoción que habría sentido mamá cuando leyó la carta que con el conmovedor mensaje le había dejado bajo su almohada. Mientras lo escribía derramé muchas lágrimas sobre la tinta fresca. Hube de rehacerlo más de dos veces. Me iba de casa y tal vez sería por largo tiempo o para siempre, uno nunca sabe lo que nos deparará el destino; además se suma a ello las distancias considerables que se dan en el país. Todo queda lejos. Siempre se habla de cientos o miles de kilómetros entre ciudades o pueblos, y para qué hablar de la topografía, de los tan accidentados paisajes, de los ríos, fiordos, quebradas, montañas, acantilados y el soberbio clima meridional. Desde algún tiempo me sentía preparado para asumir la gran responsabilidad de concretar mi proyecto personal, ir a forjarme el futuro. De seguro para ella seguía siendo su hijo pequeño, un tanto indefenso. Era preciso partir —le decía a mamá en la carta—, ya era un hombre y cuando pensara en mí en las noches tristes que se sintiera segura porque yo estaría bien, acompañándola a la distancia. Es así la vida. Yo aún joven, tenía que partir a fabricarme el futuro. Había sido buen alumno en la secundaria. Con mi sexto de humanidades me encontraba preparado, teniendo todas las herramientas necesarias para trabajar en cualquier dependencia fiscal o particular. Oficinista, sí, este era el oficio que siempre había soñado, lo mismo que deseaban mis padres.

—Irá a la Caja del Seguro Obligatorio, usted es un joven competente, Ernesto, y merece estar ahí —me había señaló mi profesor. Empleado de la Caja del Seguro Obligatorio decía mi contrato y también los registros de esta institución estatal cuando efectué un reemplazo. En seis meses de trabajo había aprendido casi todo el oficio de esta repartición, más aún si esta era su casa matriz. Así partí al sur. Ya había averiguado las condiciones climáticas y características del lugar. Sabía de las inclemencias del tiempo, también de lo remoto y aislado del mismo, como de su actividad económica. Ya me había memorizado su latitud y longitud aproximada. Había sido fácil. Treinta y siete latitud sur; setenta y tres longitud oeste. A pocos kilómetros de haber salido el tren, éste disminuyó repentinamente la velocidad. Chepe decía un gran letrero en esta pequeña estación, rótulo completamente de madera con letras en relieve, indicando además, altitud —12msnm— y distancia —3 km—. Luego de escasos minutos reinició su marcha ingresando a un estrecho túnel que con la nube de humo impedía verlo todo. Después del estruendoso ruido, la leve claridad. Y más expectación… seguidamente del túnel de más de doscientos metros, el extenso y angosto viaducto de casi dos mil metros sobre el ancho río Biobío, que junto a la ligera bruma puso mayor dramatismo al viaje. Cuando miré hacia la superficie no vi rieles ni durmientes, sólo vi el caudal de las aguas, como si la locomotora con sus coches navegara sobre él. El paso sobre este larguísimo puente fue muy lento, haciéndose interminable la cruzada y prolongando el susto. Recién había iniciado el trayecto y ya me sentía inseguro por lo que vendría.

—Destino. Su boleto, señor— me señaló uno de los inspectores que vestía de riguroso negro. —Curanilahue, señor —respondí sin equivocarme en la pronunciación.

—¡Ah! Curanilahue, fin del ramal—respondió el inspector más viejo—.

Pasé el pequeño boleto de cartón piedra que en casi toda su extensión decía 1ª Clase. Perforó éste en un pequeño borde con la corta boletos.

—Me podría indicar cuando estemos a punto de llegar —señalé.

—¿Es nuevo por aquí? —me dijo.

—Sí, recién destinado a ese lugar— respondí.

—Lo felicito por su espíritu de servicio y sacrificio —me señaló—, moviendo la cabeza, cuyo ademán interpreté como que la decisión de venirme no había sido la mejor elección.

—Estamos iniciando el viaje, falta mucho por llegar, son noventa kilómetros y si no hay novedad estaremos por allá alrededor de las dos de la tarde— me señaló amigablemente el funcionario.

En ese momento dudé un poco de mi proyecto laboral a causa de su comentario subliminal… enseguida, olvidé su observación.

Luego de haber cruzado el amplio río, me sentí en tierra firme, lo que me llevó de manera natural y segura a posar todo el peso de mi cuerpo sobre la acolchada butaca.

Minutos después de situarnos en la ribera sur del gran torrente nos deteníamos en una nueva estación, Biobío señalaba su letrero, de las mismas características de la estación anterior. En esta parada estaban los mínimos pasajeros en el andén. No más de cinco bajaron al pequeño poblado, donde destacaba el campanario de una sencilla iglesia de madera. Escuché al inspector que señaló: —San Pedro—, dio un silbato y la locomotora de manera casi automática comenzó a avanzar con sus pesados movimientos de inicio. El viaje lo sentía más seguro, la mañana se había hecho notar con blancas nubes y algo de sol. La locomotora nos desplazaba por una gran planicie que estaba rodeada a corta distancia de hermosos bosques. Y así, luego, con el mismo ritual de los tripulantes y con el idéntico paisaje y topografía, primero la Estación Lomas Coloradas y en breve, la Estación Escuadrón.

—¡Un café! ¡Un café…! —pedí al joven garzón que ofrecía desayuno—.

Seguí al mismo tiempo contemplando el paisaje de a mi alrededor y disfrutando de la cálida bebida. Terminando la explanada nos introdujimos a una localidad más poblada, Coronel decía la estación. Aquí la detención fue mayor, e incluso la locomotora abandonó los coches para ir abastecerse de agua a la gran copa que se ubicaba a un costado del recinto. Al mismo tiempo funcionarios cargaban y descargaban mercaderías y distintos bultos del vagón de carga. Los encargados de la estación entregaban sus distintos códigos con sus señales de manos y banderines, lo que junto al silbato reiterativo del inspector, hacían reanudar la marcha rumbo al sur.

Después de cruzar por medio de este centro urbano, que no era menor, comencé repentinamente a observar el mar hacia el mismo costado de mi ventana. Vi una pequeña playa de arenas negras y luego, una grande, de blancas. En esos instantes el tren comenzó a disminuir su velocidad, habíamos ingresado a otro lugar, esta vez a la muy conocida comuna de Lota. Aquí se distinguían muchos cerros, siendo la superficie plana muy escasa. La vía ferroviaria pasaba muy cerca de calles y casas. Se notaba que esta estación era muy importante por la gran cantidad de pasajeros, por el movimiento de carga y la infraestructura misma. Luego de detenerse por un buen tiempo se restableció el viaje, introduciéndonos por un amplio túnel junto a los roqueríos y a los oleajes del agitado mar. Y en breve una nueva estación: Colcura. Se detuvo no más allá de escasos minutos para luego continuar —para mí, la aventura.

Se reinició el viaje y de nuevo el mar. El tren comenzó a acercarse cada vez más a la costa y a sus acantilados. Lo curvo de la vía me permitía tener el panorama completo desde la locomotora hasta el último coche. Los vaivenes eran cada vez más irregulares y los bamboleos hacían llevar los cuerpos de los pasajeros en la misma dirección de esos bruscos movimientos. Cruzamos muchos estrechos túneles de roca y adoquines, orillamos muy de cerca el mar, incluso las chispas de agua y espuma de los oleajes salpicaban casi la totalidad de las paredes de los vagones. El humo, la cercanía de las olas, los abundantes túneles, las curvas de las vías, los innumerables acantilados y tantos otros accidentes de la particular topografía, lo hacía un lugar único, que incluso ni lo había escuchado o leído en literatura alguna. El peligro estaba al acecho a cada metro que avanzaba el tranvía.

Me preguntaba por qué el destino me había traído hasta aquí — cuestión que me planteé más de una vez en el trayecto de esta arriesgada ruta. Pasamos uno de los tantos túneles, y la tranquilidad llegó a mi cuerpo… habíamos llegado a una extensa playa junto a un valle.

Pregunté por el lugar, me respondieron —Chivilingo, este lugar se llama Chivilingo—.

Me relajé con los olajes que rompían suave contra la amplia playa. Pero luego de esta breve llanura nos introducíamos de nuevo a otro de los ajustados túneles, afectando de manera instantánea la intensidad de las luces de los vagones, lo que producía un escenario casi terrorífico. Y después de este túnel lo mismo del penúltimo tramo: más oleajes, más acantilados, más curvas, más túneles… Cuando cruzamos un túnel más, comencé a observar un espacio más abierto, llegábamos a una nueva estación, cuyo letrero indicaba: Laraquete.

Ya había contado doce túneles entre el Cerro Chepe y el poblado de Laraquete, siendo este último uno de los más largos, casi quinientos metros. Muy característico fue ver a muchas mujeres con canastos vendiendo a lo largo del andén tortillas y maricos, transacción que se hacía a través de las ventanas de los coches.

El tren se había detenido más de lo habitual en esta estación, luego me di cuenta que esto obedecía a que aquí se producía el cruce de trenes. Se tenía que esperar el tranvía que venía en dirección contraria —de Curanilahue a Concepción— ya que la vía del tren era una sola en este ramal.

Siguió la marcha. Ya me sentía seguro porque por fin estábamos en tierra firme. A medida que avanzaba la locomotora nos íbamos alejando de la costa. A mi vista estaba una extensa planicie y a lontananza me indicaba que la topografía irregular y accidentada había desaparecido, salvo el alejado cordón montañoso que corría paralelo a la vía, hacía el oriente.

El tren nuevamente disminuyó la velocidad y se detuvo no más que tres minutos, estábamos en otra estación llamada Los Horcones. Enseguida, a unos pocos kilómetros nos deteníamos nuevamente, Carampangue era esta estación. Todo este trayecto era una extensa llanura que había favorecido al recto trazado de vía férrea. En esta estación bajaron muchos pasajeros, que harían combinación con un corto ramal que llevaba a la comuna de Arauco. Pero mi tranquilidad había terminado. Se había terminado la llanura.

Llegábamos a la estación de Peumo, —poblado Ramadillas, indicaron pasajeros—.

Se preparaban a descender. Luego de la detención cruzamos un caudaloso río y comenzamos a introducirnos en un tupido bosque o mejor aún, en una casi impenetrable selva. Este trayecto era inclinado, se avanzaba constantemente en ascenso y corriendo en sentido contrario a la dirección de las aguas del río. Las líneas iban tomando las mismas curvas pronunciadas del río. Aquí debo reconocer que sentí un poco de temor porque el tren apenas tenía fuerza para avanzar.

La locomotora en momentos tuvo intentos de detenerse. Su caldera, sin duda, hacía disminuir abruptamente el nivel de agua al ir consumiéndose el vapor para el demandante accionar de los pistones. Las sucesivas ráfagas del vapor de escape hacían producir de manera excesiva un sonido estridente en la locomotora.

—¡Activar las areneras! —se escuchó de uno de los tripulantes.

—¡Descarrilamos! ¡Descarrilamos! —señaló una asustada voz.

En efecto, uno de sus vagones se había salido de los rieles. Habíamos descarrilados en este tramo de bosque impenetrable, quedando abandonados en esta inaccesible jungla. En breve nos hicieron bajar de los distintos coches, mientras los maquinistas y demás tripulantes hacían distintas maniobras, apoyados de muchas herramientas para reintegrar las ruedas a los respectivos rieles.

El viaje se restableció. Enseguida comencé a sentir que este largo tramo con su inclinación más acentuada se estaba terminando. Estación Colico anunciaba el letrero de una nueva estación. Habíamos llegado a un pequeño poblado, pero seguíamos en medio de un paisaje selvático. Después de una breve detención continuábamos el viaje. El tren había aumentado la velocidad, su zigzagueo constante y su gran humareda que lanzaba con pujanza permitía percibir su agilidad que había adquirido en este trecho.

—Estamos pronto a llegar. Llegaremos en pocos minutos a destino —me señaló el sobrecargo.

Las continuas curvas y semicurvas, los bamboleos constantes, las subidas y descensos no daban una sola pista que pudiéramos estar llegando al fin de la ruta. Después de un tanto de la accidentada marcha observé entre las montañas un poblado. Algo, que no puedo describir exactamente, me envolvió. Sentí un poco de miedo e incertidumbre, tal vez era una mezcla entre lo desconocido y la inseguridad. Me dirigí al baño. Humedecí mi rostro y cabellos, también acomodé el nudo de la corbata. La locomotora seguía la vía hacia el sur, descendiendo suavemente hasta llegar a encontrarse con el río Curanilahue. Mientras me dirigía a mi asiento comencé a ver a los lejos varios cerros, algunos de ellos con algunas casas que parecían colgadas de sus laderas.

La locomotora disminuyó la velocidad notoriamente. Cruzamos un puente y luego se dirigió por medio del caserío, hasta la punta de riel. Estábamos en la última estación de término. Hasta aquí se extendía el ramal. El día se presentaba nublado, con algo de brisa, pero a pesar de ello la temperatura del ambiente se hacía agradable.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS