Cuando la vimos, no entendíamos qué hacía esa construcción de piedra allí. La contemplamos absortos en pensamientos. Estaba construida con forma de pirámide. Sus paredes eran escalonadas y de piedra negra de basalto. Al tocarlas desprendían hollín, como si hubiera estado expuesta al fuego. Alguien encontró la abertura; aunque era de día, encendimos un farol y entramos de a uno por la estrecha entrada. Nos deslumbró el brillo del oro aguardando nuestra presencia, como en el mejor sueño de nuestro capitán. Había cabezas de bronce y oro, monedas y pepitas, dagas de oro, cristales de diversos colores brillantes, instrumentos y extraños artefactos de metal, extrañas inscripciones en las paredes, y un misterioso cadáver con la piel y las ropas pegadas a los huesos, recostado, amenazante aún en su pasividad. Resolvimos llevarnos todo lo que pudiéramos. Furtivamente comenzamos a extraer los maravillosos objetos. Éramos 4 hombres en ese momento. Habíamos salido a excursionar las entradas naturales que nos proveían los frondosos árboles cuando hallamos la pirámide oculta entre la vegetación. Enviamos a alguien a llamar a los demás en la costa. Mientras esperábamos, contábamos todas las cosas que haríamos al regresar a España. Repartiríamos el oro mucho antes de tocar nuestra tierra, en algún puerto del África.

Unos 20 hombres llegaron en ayuda al lugar donde estábamos. Elaboramos un plan para transportar el tesoro desde la pirámide hasta la costa de la manera más sencilla. Trazamos unos caminos en la pendiente del cerro. Por allí deslizaríamos las cajas de madera que transportarían el oro. Buscamos árboles gruesos, y los cortamos para hacer troncos con los que haríamos rodar las cajas hasta dejarlas en la orilla del mar.

De los 100 hombres que habíamos llegado a estas costas, un mes después éramos 36 debido a una extraña enfermedad que diezmó la tripulación. De los 36, sólo 25 pudieron cargar el oro a la embarcación, incluyéndome. Los demás no tenían la fuerza necesaria debido a los síntomas de la mortal enfermedad. Nos demoramos varios días de trabajo debido a la cantidad de peso que transportamos por la pendiente del cerro de suelo blando.

Mientras muchos morían, nosotros cargábamos el tesoro en la bodega de vinos. Con sogas y poleas subimos las cajas de madera al barco y las bajamos a la bodega de éste. Habíamos quitado los vinos, trasladándolos a la parte anterior del navío para distribuir el peso total. No podíamos calcular si nos hundiríamos o no, todas las mediciones se hacían a ojo. Nuestro capitán nos alentaba para ir más deprisa; había mandado explorar las cercanías y habían encontrado grupos numerosos de indios armados con arcos y flechas, aun pacíficos, que no habían notado nuestra presencia.

Una vez terminamos de cargar, soltamos amarras y nos pusimos rumbo a Cabo Verde. Tuvimos que dejar en la costa a quienes estaban enfermos. En ese momento, unos indios aparecieron de la espesa arboleda que nos ocultaba a la vista, y nos lanzaron flechas. Disparamos contra ellos pero ya estábamos demasiado lejos para alcanzarlos. Muchos murieron en cubierta por efecto de sus veloces y certeras flechas.

Luego de partir, los días fueron calmos y monótonos. El sol salía y se ponía rigurosamente; los cielos estaban despejados; el viento nos favorecía y la costa que dejábamos atrás era ya una mancha oscura sobre el azul del agua. Pasaron muchos días de perpleja tranquilidad.

Sostenía una moneda de plata cuando ocurrió el desastre. Nos acercábamos a la línea del Ecuador. Era la madrugada de un jueves, y quedarían más de 20 días para pisar tierra firme. Durante el día pudimos ver a la luna en su perigeo. No nos asustó porque las aguas estaban en calma, pero durante la noche se desató una tormenta voraz. El mar nos avisaba que no éramos bienvenidos, y nos azotaba con ráfagas de viento y marea que deformaban las velas de los mástiles y nos lanzaba de un lado a otro en nuestros camarotes. Estábamos siendo tragados por la oscuridad y el mar furioso. Mientras adentro se nos apagaba la última luz y el agua entraba por arriba y se filtraba por los costados, afuera llovía y las olas golpeaban el casco con severidad, tanto que movían las toneladas de oro haciéndolas chocar contra las paredes internas de la embarcación. Apenas veíamos lo que pasaba, sólo formas y oscuridad, mientras escuchaba los gritos y las blasfemias de quienes estaban conmigo, y el crujido de las maderas romperse.

Se escuchó una explosión en la bodega donde se encontraba el vino. Una bola de fuego inundó nuestros ojos. Había fuego sobre toda la proa y con esa luz pudimos ver el desastre por unos momentos. Los cadáveres flotaban, los mástiles estaban quebrados y el barco se partía en dos mitades. Agarrado a una escalera pude ver como las cajas de madera se habían destrozado y el tesoro se deslizaba por el piso de la bodega y caían al agua. Pronto el agua inundó todo lo demás, y apagó el fuego. Me sostuve en una tabla, para no ahogarme. La tormenta seguía. El mar lo devoraba todo. En la oscuridad algo golpeó mi cabeza.

Cuando desperté estaba flotando. Milagrosamente mi cuerpo quedó atado con una soga a un palo de uno de los mástiles. No podía desatarme, la soga se había enredado y no veía a nadie. Ya era de día y la tormenta había pasado. Los restos de la embarcación flotaban a la deriva. Estaba muy cansado y dormí todo ese día. A la noche desperté, recordé que había guardado mi moneda de plata en un bolsillo. Con mi brazo izquierdo lo busqué y lo saqué del agua. La mitad de mi cuerpo estaba en el mar. Mis piernas estaban congeladas, pero aún las sentía. En la oscuridad unas manos me sostenían las piernas y tiraban de ellas hacia abajo. Pataleé con horror para quitarme las manos de encima. Me desvanecí.

Cuando desperté nuevamente tenía la moneda en mi brazo casi inmóvil. El brillo de la luna se reflejaba en ella. Hacía colores, figuras, formas extrañas. Recordé que la moneda la hallé en la mano del muerto en la pirámide. En la moneda vi el rostro, su rostro todo esquelético mirándome y riéndose. No podía dejar de verlo, estaba absorto. La figura movía sus dedos con uñas largas y afiladas. Veía más figuras, casas, personas. Estábamos llegando a España, con todo el oro que nos habíamos repartido. Las mujeres nos rodeaban y cantaban. Fuimos a jugar con el dinero a unas partidas de cartas. Ganaba más dinero, y todos bebían y gritaban.

Desperté de la alucinación. Seguía siendo de noche y el mar reflejaba las estrellas como puntos luminosos en danza. El frío continuaba congelándome. Las horas pasaron, no tenía sueño; pero la luna no se movía, seguía allí. Pasaron los días, y la luna seguía inmóvil. El sol no salía. El mar estaba calmo, y no podía ver tierra, sólo el agua negra que se fundía con el cielo. Tuve miedo de resbalar por el borde del mundo y caer hacia los cielos, hacia la nada. Me movía, junto con el palo que me arrastraba; creí estar cerca del borde. Miraba la moneda de plata y veía su rostro esquelético riéndose. Y esas manos que me tiraban hacia abajo.

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