Sol volvía a su casa, después de un paseo por su nuevo barrio. Hacía unos días que se había mudado. No estaba contenta con el cambio.
Tenía quince años.Caminaba, escuchaba a su corazón: _» Todo va a estar bien».
¡Eso se iba repitiendo cuando de repente se vio rodeada, casi en la puerta de su casa, por un grupo de chicos… ¡Con asombro y algo de miedo, notó que tenían bombitas de agua en sus manos y hasta había uno con un balde!!! Era Carnaval.
Sol desconocía esas costumbres de los barrios de Buenos Aires ya antes vivía en pleno centro de la ciudad.
De nada sirvió que les pidiera que no la mojaran, cuando ya se veía perdida, de pronto escuchó: – «Déjenla». Al atreverse a mirar, descubrió a un chico alto, lindo…Los demás parecían respetarlo. Todos desaparecieron rápidamente, también su príncipe salvador.
A partir de ese día inventaba todo tipo de excusas para salir de su casa: el quiosco, la librería, cualquier cosa valía. Sí, tenía la íntima convicción de que lo iba a volver a ver. Trataba de recordarlo, algo más alto que ella, rubio, con una linda sonrisa, la que le regaló el día que la rescató de la catarata de bombitas. Así fue que el día llegó e inesperadamente chocó con él a la vuelta de su casa.
El la saludó, se llamaba Juan. Una breve charla y cada cual siguió su camino. Con los días volvieron a encontrarse, cada vez hablaban un poco más, eran los dos muy tímidos.
Los encuentros se hicieron habituales todas las tardes, después del almuerzo, compraban golosinas y caminaban por el barrio sin rumbo alguno.
A esa altura Sol estaba convencida de que eso tenía que ser el amor, el corazón que literalmente le saltaba al verlo, sus nervios, aunque los disimulaba bien y sonreía feliz.
Una de esas tardes se dieron un beso, tierno, inocente, el primero para los dos. Se sentían ahora mayores y con un secreto que los desbordaba.
En un gesto de osadía, un día pintaron con aerosol rojo sus nombres en una pared, no muy lejos de donde vivían, se sentían más unidos todavía, si es que eso era posible.
Pronto terminó el verano, comenzaron las clases y un día la madre de Sol, le comunicó que volvían a vivir al centro. Su primer pensamiento fue Juan. Se despidieron con la promesa de verse lo más seguido que pudieran. Los separaba media hora de colectivo…y así fue que siguieron viéndose. Encontraban sus tiempos, pero se veían menos, pero ¡cómo se extrañaban!
Así pasaron algunos meses, hasta que Sol hizo algo de lo que después se arrepentiría por mucho tiempo. Se reunió con Juan y haciéndose la adulta, le dijo que no podían verse más, la distancia, sus amigos distintos, sus lugares, ya nada era igual. Esa fue su explicación, se despidieron. Sol lloró íntimamente todo el camino de regreso a su casa.
Nunca volvieron a verse, de eso a la fecha pasaron como veinte años.
Hace poco Sol volvió al lugar donde habían pintado sus nombres, ya no estaba aquel grafiti adolescente, el único que había hecho en su vida.
Era de esperarse, el tiempo le dio un golpe de realidad brutal.
¿Qué habría sido de Juan?
Emprendió otra vez su regreso al centro, donde hoy sigue viviendo, con la certeza, la misma que siempre la acompañó, que su corazón y la vida de vez en cuando le dan sorpresas inesperadas.
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