El pesar de Íito – Parte 1

Descendían por la ladera este de Lendma, la Solitaria, reina entre las Montañas del Sur. Se habían retrasado mientras preparaban las defensas del Templo, allá, en la cima más alta de las hijas de Jami.

Caminaban con paso lento y firme hacia la última batalla. Tras ellos quedaban los aprendices más jóvenes y unos pocos viejos para activar las defensas. Las posibilidades de ganar eran escasas, la Orden de Gaho lo sabía. Esconder los Libros de los Padres y las pocas armas que quedaban fue la prioridad. “Guardar sabiduría y fuerza para otros. Eso debemos hacer” había dicho Íito.

-¿Cómo se encuentra tu niño?

La joven frunció los labios.

-Siempre antes de una pelea te pones sentimental.

El viejo no respondió.

El camino viraba lentamente a la derecha a medida que avanzaban, descendiendo por las majestuosas Naioti y los verdes bosques que se extendían a sus pies.

-Ya estamos a suficiente distancia.- dijo Íito al cabo de varias horas. Metió la mano bajo la manta con la que se abrigaba y tanteó su cuerpo.

-Deja, yo lo hago.

Güillitei ya tenía su vara en alto. Era entera de metal, como el árbol del que había sido arrancada, y despidió un fuego anaranjado, que ascendía circular, formando una columna tan alta como un hombre.

-Más, niña. Eso no lo verán.

Güillitei obedeció. Al cabo de unos segundos una niebla rojiza comenzó a cubrir el pico de Lendma y a extenderse por sus laderas. Recién entonces guardó la vara.

-Pensaba ir a ver al niño, pero no he tenido tiempo.

-Quieres que me enfade ¿verdad?- dijo mirándolo con esos fieros ojos de miel. Era, definitivamente, una mujer muy hermosa.

Reanudaron el paso. Ella por fin habló de lo que la tenía molesta. Cuando lo hizo llevó su mano a la frente con un movimiento involuntario.

-Estoy preocupada por Prinai. Es su primera batalla y… no creo que esté lista. Es una niña- hizo silencio para poder concentrarse y decir lo que pensaba- La estamos matando Íito.

-No. No es así Güillitei. No debes temer por ella, puede cuidarse. Nunca antes he visto ese control del aire.

-Es una niña. Deberíamos haberla dejado en el Templo, después de todo recibió la vara hace muy poco tiempo.

-No nos lo hubiera perdonado.

-Lo sé. Es que… es que me recuerda tanto a mamá…

Íito le pasó el brazo sobre los hombros y la atrajo a sí.

Sólo lo que quedaba de camino podrían pasar juntos, y después debían separarse para cubrir tareas diferentes. Íito dirigiría a Los Siete Nacientes en una avanzada desde el aire y Güillitei comandaría la última línea de defensa, que no era la última línea de defensa del Acantilado Negro sino de todas las Naioti, tierras del Pueblo del Águila y cuna de grandes hechiceros.

Sólo lo que quedaba de camino, e Íito no creía poder decirle todo lo que debía. No creía poder decirle nada.

La niebla descendía rápidamente y ellos apuraron el paso, aunque era muy lejana todavía. El viejo miró sobre su hombro y al hacerlo pudo oler humedad y pipa. Sonrió a Güillitei sin que ella lo note.

-¿Crees que la niebla alcance en caso de que perdamos?

Eso fue cuanto pudo decirle. El gran capitán de los Nacientes nunca había sido bueno con las palabras. Ni con el amor.

Güillitei no respondió. En eso, como en tantos otros rasgos de su persona, era muy parecida a su Maestro. En cambio envió una plegaria desesperada al Sol Emperador con el más profundo de los silencios. El Sol la escuchó. Estaba prestando atención. Miles de veces el Disco se había asomado y entristecido de decepción. Primero vio como los moinanos ensuciaban los oídos y los odios del Rey de los Pumas mientras lo llenaban de riquezas y adulaban sin disimulo. Luego vio al sonso gobernante recordar de súbito la importancia del Río Inmanente, que el abuelo de su abuelo, Erjídin el Constructor, había reclamado para los pumas después de llenarlo de muelles y canteras. Vio como se hería el orgullo del Rey de los Pumas cuando se hablaba de la grandeza de sus antepasados, del esplendor de los tiempos de antaño. Le vio ceñudo y se preocupó.

También veía a los águilas, que cansados de cultivar en precarias terrazas de tierra compacta, bajaron por el Paso de Poityan y se adentraron en la meseta de los Pumas en búsqueda de pasto para los animales y un suelo sin piedras para sembrar sus frutos.

Vio como unos vientos se empecinaban en llevar nubes de agua a Yuigal, la capital de los pumas, que pronto vio a su Río sagrado arrasando feroz todo a su paso, destruyendo las plantaciones y las construcciones que encontraba.

Vio sonreír a los Señores de Moiná en la oscuridad de sus castillos.

La Guerra Plana fue corta, y los pumas no tardaron en recuperar sus tierras. El mismo Rey de Moiná envió a su sobrino a hacer entrega de armas y maestros, y la Corte del Puma no se preguntó por qué el Guardián del Pueblo gruñía a los mensajeros ni por qué los mensajeros no traían comida para la población hambrienta.

El Sol los vio festejar disfrazados de guerreros extranjeros.

Vio sonreír a los Señores de Moiná en la abundancia de sus mesas.

Vio al Rey de los Pumas ponerse sus mejores galas y dirigirse a las Murallas de Niebla que hacían impenetrable al Reino de Moiná. El Rey se humilló y pidió ayuda. Pidió pan para su gente. Pidió herramientas para reconstruir las casas. Pidió dinero para las viudas. Y los Señores de Moiná dijeron que su Rey era todopoderoso y piadoso, y que iba a ayudar. Pero necesitaba un favor. Algo muy pequeño a cambio. Necesitaba las Naioti. Quería las Montañas del Sur.

El Sol vio al Rey de los Pumas volver cabizbajo a casa, y vio movilizar las tropas que Moiná ya tenía preparadas. Las vio dirigirse al sur por la orilla del Duimaré bajo la temerosa mirada de los pumas, ocupados en reconstruir los corrales y plantar las hortalizas.

Dicen las mujeres águila que el Sol lloró e intentó cerrar los ojos el día que empezó la Guerra Alta.

De eso ya habían pasado doce giros del Disco y Güillitei e Íito estaban preparándose para una nueva batalla. El Acantilado Negro sería el primero y el último lugar donde se pelearía esa guerra. Casi todas las Naioti estaban bajo control moinano, pero el área que rodeaba a Lendma había reunido a la resistencia, y la protegía con el poder del Templo de Gaho, el Árbol Frío.

El Sol vio a Otimeo, Señor de las Montañas, sobrevolando sus huestes de nobles guerreros, de hechiceros y campesinos. Lo vio blandir la espada y gritar aguerrido. Los hombres le respondían golpeando sus cascos de plumas negras, y se aferraban a su grandeza, rogando que alcanzara para salvarlos. El filo del arma de Otimeo era legendario.

Vio sonreír a los Señores de Moiná en sus tiendas lejos de la batalla.

Cuando se ocultó esa noche los últimos batallones de Moiná habían llegado desde el Bosque Consagrado y todos se preparaban para la inminente batalla.

Etiquetas: fantasía magia

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