El ensayo

     Fue por Santa Leticia cuando llegamos a la pequeña villa prepirenaica. Tras reposar el almuerzo con que la corporación local nos agasajó como bienvenida, calcé las chanclas y entré en el aseo. Refrescadas axilas y rostro, distribuí a uno y otro lado, como pude, la ensortijada cabellera que  había heredado de mi madre. Al levantar el mentón, el espejo me devolvió, en su mirada,  el bulevar Primorsky por donde paseaba hasta el año pasado. Cuando regresé al cuarto, el tríptico editado por los patrocinadores, dormitaba en la mesilla junto a la botella de agua, devolviéndome a la misión que nos había llevado hasta ahí.

     Faltaba una hora para el encuentro con los anfitriones. El estuche del violonchelo, posado en una columna, parecía invitarme a un nuevo diálogo. Puse la funda sobre la cómoda. Sobresalía por ambos lados de la misma; no obstante, debido al minimalismo de la decoración, le permitía una amable estabilidad. Al tomar el chelo en mis manos para liberarlo de su estuche, recordé cuando sacaba de la cuna a mi hermano pequeño para despedirme, antes de salir hacia el conservatorio. La precariedad del ventanal coló una brisa amiga que me rescató de la somnolencia

     Abracé el Stradivarius, regalo de mi abuelo Mitislav. El arco se deslizó arrancando la primera nota que sentí como fugitiva, quizá propiciada por las horas de traqueteo del expreso con el que llegué a la población. Tensé las clavijas, y las siguientes notas, súbitamente, una tras otra, me guiaron a través del adagio en sol menor: el vello se me puso en pie. Es una sensación difícil de contener. Me pasa todas las veces: serpentea por toda mi geografía hasta coronarse en la nuca.

     Desde la salita contigua, un inesperado aplauso me devolvió a la primera vez que toqué en el metro de Odessa. «Primero se detuvo, con su papá, un querubín que no tendría más de seis años. Fueron llegando después más personas, hasta juntar un corrillo de unas diez almas –entre ellas, la de Silvina– ».

       Abrí la puerta y allí estaban los dueños del hostal, otros inquilinos y mis compañeros de cuarteto. –Muchas gracias, Thank you, Duzhe dyakuyu, –Agradecí, agachando levemente la barbilla varias veces–. Tomé dos sorbos de agua y pedí unos minutos a mis camaradas. Volví a acomodar el chelo en su funda. Me acordoné los zapatos, cogí el estuche, el sombrero y la cartera; y con dos vueltas de llave dejé el apartamento. Fuera, ya me esperaban los chicos.

      La calleja se abrió a una plazoleta donde los chopos indicaron, con su sombra, el palacio de los Condes de Igriés, donde daríamos el recital. Silvina nos esperaba ya en la puerta del vetusto edificio. Cuando la vi esa tarde, no pude evitar fijarme en la hebilla que adornaba su cintura: aparecía el mismo cisne que lucía el cinturón de mi bisabuela, el que llevaba en el instante previo a despeñarse el carrito con su primer bebé, en aquella terrible escena de la escalinata de El acorazado Potemkin.

     

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