Las hojas crujientes cubrían toda la avenida, y la convertían en un río rugiente de rojo y amarillo. El cielo era azul y la luz era igual a la del recién acabado verano, pero tenía esa tonalidad fría que ya indicaba el cambio de estación. Mientras me abría paso haciendo susurrar al suelo con mis pisadas, pensaba en que pronto los días se acortarían y convertirían las tardes en noches prematuras, haciendo de la ciudad un lugar un poco más triste.

No solo le hacía falta el mar, sino también el verdor de los bosques, y la gente siempre apresurada se dirigía a algún sitio que sin lugar a duda se encontraba lejos. Todo esto se intensificaba cuando los días se acortaban.

Sin embargo, a pesar de la insignificancia que en ocasiones te hacía sentir, la ciudad también podía dedicarte una mañana de aire frío y transparente bajo un cielo que parecía desbordarse de la ausencia de nubes, o una tarde naranja con horizontes en llamas.

Había llegado a una zona sin hojas sobre la acera (no porque no hubiera habido, sino porque las habrían barrido), y faltaba poco para llegar a mi destino lejano. Lo sabía porque ya veía su silueta al final de la calle, mientras cambiaba el peso de un pie al otro, a pesar de que no debería de haber esperado siquiera unos minutos.

Nada más llegar, la silueta se dio la vuelta y su sonrisa contrastó con el aire frío del primer día de otoño. Era por la tarde, todavía no se había vuelto roja, y las nubes se apretaban sobre el horizonte como si no quisieran dejar ponerse al sol.

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