[escribe Li Wang]
No conozco demasiado a mis padres. Nunca he tenido la oportunidad. Ellos se deshicieron de mí demasiado pronto. No estoy seguro de si se creían de verdad que yo estaba predestinado para algo importante o si fue la necesidad —tengo tres hermanos— la que les obligó a enviarme al monasterio. Nunca se lo echado en cara. Si pensaban que yo estaba destinado a hacer cosas importantes deben estar muy decepcionados conmigo.
Cuando me venían a ver, cosa que hacían muy de vez en cuando, no había muestras de afecto. Todo se rodeaba de rituales de respeto y la distancia entre nosotros siempre ha sido grande. Cuando cumplí los trece años dejaron de visitarme. Ese día fue la primera vez que intuí unas lágrimas en los ojos de mi madre. Mi madre siempre estaba callada, en un segundo plano, mirándome a hurtadillas, lanzándome tímidas sonrisas cuando nuestras miradas se cruzaban. Una vez fuera del monasterio tardé un par de años en ir a visitarlos. No me sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarme a mi propia familia. A mis hermanos no los conocía y aunque el taoísmo te enseña muchas cosas, entre ellas el desapego, pensar en mi familia, verlos y charlar con ellos, me producía un desasosiego que en esos momentos de mi vida no sabía manejar.
Me gustan las piedras. Me invitan a la reflexión y me calman.
Me gusta leer poesía de la Dinastía Tang.
Me gustan las risas de los españoles.
Me gusta el recuerdo de los ojos de mi madre mirándome a hurtadillas.
Me gusta practicar Qigong.
Me gustan las mujeres españolas, sobre todo la mía.
Me gustan las estelas que los aviones dejan en cielo.
Me gusta madrugar.
No me gusta el fútbol.
No me gusta discutir.
No me gusta que la gente no tenga paciencia. No me gustan las prisas.
No me gustan las redes sociales, soy muy meticuloso con mi privacidad.
No me gustan las flores en un jarrón.
No me gustan los establecimientos que llaman «chinos».
No me gusta la mafia china.
No me gustan las cagadas de los perros en mitad de la acera.
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