En busca de la paloma o pretexto para viajar

En busca de la paloma o pretexto para viajar

Roberto

04/11/2022

Marcela era la novia de Nacho y asistiría a un simposio en la ciudad de Monterrey, a Nacho se le ocurrió seguirla y pasar con ella un par de días a sus anchas. Su noviazgo era complicado, pues los padres de Marcela no lo tragaban ni por equivocación. Nacho me invitó para acompañarlo, cuando platiqué a mi amigo Adolfo de nuestros planes, me comentó que su abuela vivía en Monterrey, sin mucho pensarle le propuse que se uniera con nosotros.

–Me late la idea, ¿y cuándo regresamos? –Me dijo Adolfo.

–Una semana a lo mucho. –Le aseguré sin saberlo yo mismo.

A Nacho le pareció buena idea, pues también llevaba amistad con él.

Marcela viajaría en avión, así que nosotros emprendimos este viaje un día antes por carretera. No puedo dejar de lado comentar que a Nacho le encantaba andar de pata de perro por aquello de aprovechar cualquier pretexto para viajar, como la vez que nos fuimos a desayunar auténticas chalupitas a la ciudad de Puebla o a comer tortas de jamón serrano en Perote o más aún ir a comer pescado blanco a Pátzcuaro, todos estos recorridos con varios cientos de kilómetros, ni del rogar me hacía para hacer segunda a estos gustos. Dice el dicho, el niño risueño y todavía le hacen cosquillas, la aventura siempre me ha parecido más interesante, no crea expectativas y por ende menos frustraciones. Sea lo de cada quién al volante mi compadre era muy bueno, años más tarde me dio clases de manejo y me animé a comprar mi primer automóvil, pero esa es otra historia, que ya habrá oportunidad de platicarla.

En fin emprendimos el viaje, juventud y música son mancuerna inseparable, pero la señal de la radio se perdía o distorsionaba conforme nos alejábamos de la ciudad en turno, así que había que buscar sintonizar y escuchar a los grupos de la época: Bee Gees, Rolling Stones, Beatles y muchos otros que destacaban en aquellos años. Fue también por la radio que nos enteramos del primer gasolinazo en todo el país, el precio se elevó a las nubes, pero para nuestra fortuna en algunas poblaciones aún no llegaba la noticia y la gasolina se conservaba sin cambio, así que ahí andábamos en busca de gasolineras pueblerinas, para reabastecernos.

Llegamos a la casa de la abuela de Adolfo; anciana hermosa, cabecita de algodón y corazón de miel, quién nos recibió sorprendida, pues Adolfo nunca le avisó de nuestra llegada. A la mañana siguiente ya nos tenía preparado un rico desayuno; el resto del día, sin planes turísticos recorrimos la ciudad del tingo al tango; por la tarde pasamos por Marcela al hotel donde se alojaba, Nacho solo la veía al término de sus sesiones, caminaban acaramelados y después a alguna cafetería; a mi parecer no le veía gracia haber viajado tan lejos para eso, pero al fin de cuentas, yo no era el culeco, bueno digamos enamorado.

A la clausura del simposio, Nacho acompañó a Marcela para comprar ropa en Laredo, EEUU. Adolfo y yo por falta de papeles, nos quedamos de este lado en Nuevo Laredo y en una cantina de esas que abundan en la ciudad, disfrutamos de unas chelas bien heladas para mitigar aquel calor sofocante. Al cabo de algunas horas regresaron satisfechos por sus compras, Marcela cargada con varias bolsas y Nacho presumiendo una Coca Cola en lata, era toda una novedad que aún no se introducía en México y Nacho lo guardo por años, como trofeo. Al regresar a Monterrey, directo al aeropuerto y adiós paloma.

Nosotros nos quedamos un día más, visitamos una cascada “La cola de caballo”, (caída de agua de veinticinco metros de alto), que al desparramarse y con un poco de imaginación hacía honor a su nombre; antes de partir no perdonamos el disfrutar una riñonada de cabrito asado, comida famosa y típica de esta región.

Llegó el momento del regreso, pero decidimos tomar otra
ruta para disfrutar de la playa; al despedirnos, la abuela, nos santiguó con
múltiples bendiciones hasta perderla de vista; no niego una lágrima traicionera
escurrir por mi mejilla.

Cuando llegamos a Tampico, puerto del noreste de México en
Tamaulipas; imposible nadar, las olas eran enormes; el clima nos jugó una mala
pasada, había «Norte»; así se conoce al temporal del Golfo de México, con
vientos y lluvias continuas; no perdí la oportunidad de sentir la lluvia sobre
mi cara, siempre he disfrutado esa sensación. Esa noche dormimos en un hotel de
paso, Nacho y Adolfo, al verme acostado sobre las cobijas de la cama, no
repararon en escupir sarcasmo por mi excentricidad.

– ¡Compadre!, no te vayas a contagiar de sífilis por acostarte
como Dios manda. –dijo Nacho.

Lo de compadre era un pacto que teníamos.

Cuatro años más tarde, ya casado con Marcela, apadrinaron a mi
primer hijo; a la comadre no la volví a ver, su matrimonio claudicó a los tres
años; por algo pasan las cosas, yo digo qué para bien, pues Nacho encontró a su
media naranja y quien le diera sosiego a su impetuosa juventud.

El recorrido continuó por la costera esperando mejoría del
clima, pero el mal tiempo siempre estuvo encima de nosotros, a veces aguaceros
y otras chipi-chipi, el pavimento estaba muy resbaloso; estábamos en el tramo
entre Ciudad Victoria y Tampico y un pesado tráiler delante de nosotros se iba patinando
y balanceándose como en cuerda floja.

– ¡Se va a voltear!, ¡se va a voltear! –Decía Nacho alarmado.

La habilidad del operador evitó el accidente y, logró
estabilizar aquel monstruo motorizado, yo creo que ese aviso sirvió para
reducir la velocidad y no arriesgar nuestro pellejo.

Llegamos al puerto de Tuxpan en Veracruz, con su exuberante
vegetación y palmeras cocoteras, los lugareños las trepan descalzos con una
habilidad increíble; en la playa, el mar seguía encabritado. Continuamos el
viaje al Puerto de Veracruz, con su cocina típica mexicana y los exquisitos
pescados y mariscos: chilpachole de jaiba, pulpos en su tinta, huachinango a la
veracruzana y qué decir de los langostinos; comento de estas exquisiteces por
haberlas probado en otras ocasiones, pues en este, nuestro viaje, nuestros
recursos económicos no daban para semejantes lujos. Esta ciudad
está repleta de Historia y sabor provinciano, después de un rico café en
la Parroquia, recorrimos los portales, el malecón y vámonos más al sur, al
mágico Catemaco.

Su laguna con sus islas de monos y garzas es indescriptible;
rodeada por la reserva de la biosfera de los Tuxtlas.

El pueblo es famoso por sus leyendas de curanderos y brujerías, su especialidad los hechizos y amarres para atraer al ser amado, o limpias para ahuyentar las malas vibras; aunque soy escéptico de tales prácticas, por su fama, este lugar lo visitan de los lugares más remotos de todo el planeta.

Ese día comimos en una palapa a la orilla de la laguna y probamos el guiso conocido como carne de chango; cuentan que antes era carne de mono araña, y que más tarde la sustituyeron por carne de cerdo, que ahumada con ramas de guayabo lograban cierta semejanza en sabor al platillo original; la sirven asada, es de color rojizo, acompañada de frijoles negros refritos en manteca y, resulta imposible no chuparse los dedos.

Nunca paró de llover y yo con mi necedad de saborear el mar, por lo que Nacho enfiló camino al Pacífico; tomamos la carretera del Istmo de Tehuantepec, antes de llegar, está la ventosa, ahí no encuentras palmera o árbol vertical, todos inclinados debido a los fuertes vientos que prevalecen casi todo el año, más vale cruzar esta zona a baja velocidad, si no quieres pasar un mal rato.

A Salina Cruz llegamos a la media noche, la playa desierta, el clima delicioso, el mar alumbrado por la luna nos regalaba chispas luminosas que danzaban al vaivén de las olas. ¡Por fin el mar apacible!, Todo el trayecto los había atosigado con buscar una playa para nadar. Nacho y Adolfo se confabularon y alevosamente me aventaron al agua, la verdad lo disfrutamos, poco nos importó la noche para nadar un buen rato y disfrutar de aquella playa sin más testigos que la noche misma. Al salir del agua nuestros cuerpos brillaban fluorescentes por el fenómeno de bioluminiscencia que contiene el agua; Adolfo ni tardo ni perezoso nos hizo notar que en nacho y en mí, aquel resplandor era más notorio por nuestra piel morena. 

—Les queda bien ese resplandor, para no pasar inadvertidos en la oscuridad. —Dijo en tono sarcástico.

Buscamos una posada para quitarnos el agua de mar y descansar unas horas. Al día siguiente hicimos parada en Ixtepec a donde vivía Jaime “El Turco”, amigo de nacho, y en compañía de las primas de Jaime, sin mucho preámbulo, se organizó un paseo al río con buen abastecimiento de cervezas cortesía del anfitrión, como era de esperarse nos alcanzó la noche y Jaime nos consiguió alojamiento. Al día siguiente enfilamos a la ciudad de Oaxaca, tierra de mi abuelo paterno, quien me heredo el gusto de apreciar la artesanía: el barro negro, los bordados, la orfebrería en oro y plata y, qué decir de su comida: las Tlayudas, los tamales oaxaqueños, los moles: el negro, el amarillo, el coloradito; las nieves de Garrafa, lástima de antojos; juntando el poco dinero de los tres apenas nos alcanzaba para la gasolina de regreso, pero eso no fue impedimento para visitar Mitla y Monte Albán con sus misterios y riqueza cultural prehispánica Zapoteca.

No hubo más alternativa, tomamos camino hacia la Ciudad de
México (nuestra casa). Al paso de los años volví a cada uno de estos
paradisíacos lugares, recordando el inolvidable y fugaz viaje que recorrimos
contrariados por el mal tiempo, pero que sirvió de pretexto para convivir y
conocer esos paisajes, gastronomía exquisita, pueblos mágicos y artesanía única
en el mundo.

Gracias mi estimado Compadre. Por estar en esos años de mi vida,
por tu afecto y amistad invaluable.

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