Castigo del alma

Castigo del alma

Rick Diaz

31/10/2022

Llegamos a Rag’q cuando el sol se ocultaba. El viaje duró casi cinco horas; sólo pensaba en llegar al hotel para descansar. Mi compañero tenía la pila puesta, no sé de dónde saca tanta energía, pero quería salir en busca de diversión. Le propuse dejar primero las cosas en el hotel, cruzando los dedos para que se distrajera y ya no queden ganas de salir.

El lobby tenía poca iluminación, haciendo el lugar tétrico; nos acercamos al mostrador para registrarnos, el gerente nos exhortó a leer el reglamento.

—Ahí vienen todas las reglas que deben ser cumplidas al pie de la letra, ya que todo en este país está regido por ellas, sin excepción alguna— nos dijo.

—¿Qué pasa si una de ellas se desobedece? — preguntó mi camarada.

—El castigo depende de la regla que se rompa.

—Qué pasa si…

—Luego vemos; anda, ya vámonos, estoy cansado y quiero dormir un poco— lo interrumpí para llevarlo a empujones.

Ya en la habitación, comencé a sacar mis cosas de la maleta cuando sonó la puerta; a pesar de saber de quién se trataba, me atreví a preguntar deseando que no fuera mi compañero.

—¡Soy yo, apresúrate, salgamos por unos tragos! — desafortunadamente lo recordó.

—Creo que me quedaré, no tengo ganas de salir— me acerqué a la puerta.

—¡No aceptaré un no por respuesta, así que abres la puerta o entro por ti!

Solté un desganado suspiro, lo que menos quería era que se pusiera pesado; así que dejé mis cosas, le pedí un minuto, pasé al baño para arreglarme un poco el cabello y salí.

Caminamos en busca de algún antro, cantina o bar; las calles se iluminaban por farolas que, al parecer, ya estaban cansadas de brillar; el empedrado, mojado, hacía sonar aún más fuerte nuestros pasos. Todo estaba tranquilo, solitario, cerrado. Después de media hora sin encontrar nada, decidimos regresar al hotel.

En el camino, encontramos a un sujeto con andar apresurado; se me hizo extraño que sus pasos no sonaran; vestía muy elegante: sombrero de copa, frac, bastón y capa.

—¡Disculpe! — gritó mientras se adelantaba mi compañero.

El tipo se detuvo sin darnos la cara.

—Estamos en busca de algún bar, pero todo está cerrado— fue a su encuentro.

—Conozco un lugar; incluso voy para allá ¿Me acompañan? — inclinaba su sombrero, como ocultando su identidad.

—Por supuesto… ¡Vamos! — jaló mi camisa.

Dimos varias vueltas por las calles; según mi brújula nos estábamos alejando del hotel, por un momento creí que quería perdernos o confundirnos. Se adelantaron charlando de algo que no entendía, mientras que yo trataba de reconocer los edificios, señales, callejones o casas para poder regresar… y es que no tenía migajas de pan.

—¿Falta mucho? — le pregunté al extraño.

—No, estamos cerca— dijo sardónico con su voz grave, seductora.

Giramos a la derecha antes de llegar a una glorieta donde una estatuilla levantaba su mano, posando para detenernos.

—Por aquí— señaló la puerta de un edificio antiquísimo.

La entrada al lugar estaba bajando unas angostas escaleras; en la entrada del lugar no había puerta, era como una especie de cueva que expelía humedad, frío y miedo.

—¿Qué tan seguro es el lugar? — pregunté.

—Deja de ser un aguafiestas y entra de una buena vez— me empujó mi compañero.

Adentro, el lugar era lúgubre e iluminado por luces rojas que dificultaban la vista; sonaba música clásica, algo como Chopin, tal vez Franz Liszt, lo que me erizaba la piel.

—¿Qué les ofrezco para tomar, señores? — se deslizaba entre la oscuridad el sujeto con capa.

—Yo quiero un whisky en las rocas, por favor— sonrió mi amigo.

—Yo…— dudé mientras miraba a mi alrededor, —estoy bien por el momento.

—No seas tan recatado, pide algo.

—No tengo mucha confianza, mejor me abstengo.

El tipo llegó con el vaso que le habían pedido.

—¡He aquí un buen whisky! — exclamó bajando el cáliz donde tintineaban los hielos.

Un par de tragos más tarde, mi camarada comenzó a sentirse mal: tosía ligeramente, el sudor cubrió su frente y todo él temblaba.

—¿Qué le pusiste en su bebida? — le reclamé al catrín.

—A decir verdad, sólo le di agua.

—¿Agua?, ¿entonces por qué está así?

—Supongo que… — soltó una risilla burlona, —no leyeron las reglas de este país.

Recordé al portero del hotel, quien nos había advertido sobre eso. No conocía aquellas normas; mi desesperación por ver a mi camarada en ese estado me llevó a abalanzarme en contra del sujeto elegante.

—¿Qué le está pasando a mi amigo? — lo tiré al suelo, amenazándolo con mi puño en el aire.

—Simplemente está recibiendo su castigo— dijo sin dejar de sonreír.

Mi compañero comenzó a toser sangre.

—Explícate— le acerté un golpe en la cara.

—¡Ja, ja, ja! — su dentadura estaba ensangrentada. —Rompió una de las reglas establecidas en el código.

—¿Qué regla es esa? ¿Cómo puedo salvarlo? — lo golpeé de nuevo.

—Muy bien, ya me estás hartando— enfureció, —tu amigo ya no tiene salvación y yo soy el encargado de que cumpla su castigo.

—¿Quién demonios eres? — antes de poder darle un puñetazo más, el catrín ya estaba de pie, como si su cuerpo se hubiera convertido en humo y se desvaneciera, sin rasgo alguno de la golpiza que le estaba dando.

—Yo, ¡mi querido idiota!, soy el recolector de almas.

Desesperado y asustado, me levanté en busca de mi compañero quien yacía sobre la mesa. Me sentí pusilánime. No sabía si rezar, cruzar los dedos o rogar por su vida. Asustado, me acerqué para comprobar que… había fallecido. Apreté los ojos abrazando al cuerpo inerte, llorando su partida.

Sin darme cuenta, todos en el lugar desaparecieron, también se llevaron la luz con ellos. A tientas, busqué un interruptor por la pared, afortunadamente lo encontré a unos metros; para cuando encendí la luz, el cuerpo de mi compañero se había esfumado.

Melancólico, regresé al hotel. En el lobby, tras su mostrador, me encontré con el portero.

—¿Todo bien, joven?

—A decir verdad… no.

—¿Qué le sucede? ¿Y su compañero?

—Tengo una pregunta para usted ¿Qué regla se tiene que romper para que le roben el alma?

—Me temía que sucediera eso cuando los vi salir— miró a todos lados, averiguando si había más oyentes; —acérquese, por favor.

Arrastrando los pies, lo obedecí.

—Esa regla no está en la hoja que le entregué— susurraba, —eso sólo puede pasar cuando se encuentra con el Diablo.

—Espere un momento, ¿quiere decir que con tan solo verlo se llevará mi alma?

—Exactamente.

Me quedé sin palabras; sentí cómo la sangre bajaba a mis pies, me mareé, tenía la frente fría.

—¿Se encuentra bien, joven?

—No, no estoy bien, necesito salir de este pueblo lo más pronto posible.

—Tendría que esperar un par de horas más— miró su reloj de mano, —el transporte sale a las seis y punto del día.

—No puedo esperar, no tengo tiempo. ¿Podría prestarme su carro?

—Disculpe, pero… no tengo auto.

—¡Alguien…! — ahora yo buscaba a oyentes, —¡alguien debe tener un vehículo que pueda usar!

—Espere un momento, creo que el chico de mantenimiento tiene una camioneta…— salió del mostrador.

—¡No tarde, por favor! — grité cuando desapareció tras la puerta.

—¿Joven?, aquí están las llaves de la camioneta… ¿Joven?…

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