Muy mala suerte
En el caso de Alberto Silva no habría nada más apropiado para decir que la calle fue su verdadera Universidad, ya que todo lo que había aprendido para bien o para mal se lo debía a ella.
Desde los tres años su madre le enseño a pedir limosnas a las mujeres que llevaban a sus hijos a los areneros de las plazas. Un tiempo más tarde perfeccionó su actividad de un tipo mal entrazado al que llamaba tío en la técnica del mangazo. De él aprendió a pasearse disfrazado de pobre chico marginal golpeado por manos adultas, por los vagones atestados de pasajeros en las horas pico de los trenes suburbanos.
Si bien en algunas ocasiones fingía como actor consumado ya preparado para la actuación, en otras solo exhibía sin pudor las marcas del cinturón de cuero dejadas por el supuesto tío la noche anterior en su piel de las piernas.
Debido a ese u otros motivos desgraciados abandonó la escuela en tercero porque le costaba aprender las lecciones. Cuando se hizo mayorcito abandono la casa de su madre ubicada en un barrio marginal y comenzó a trabajar por cuenta propia: Primero hizo de campana para la banda de chavales del barrio, luego robó estéreos y canillas de bronce, y más tarde se hizo experto en la sustracción de celulares novedosos.
Como un estigma que lo acompañaba de la época de hambrunas infantiles era extremadamente delgado lo que con el tiempo le sumo ventajas ya que se especializó en saltar con facilidad todo tipo de tapias. Tenía facilidad para trepar sin ningún tipo de problemas por techos alambrados y paredes lo que le valió el apodo entre sus pares de gato.
Durante unos días se le ocurrió relojear la casita más linda y cuidada de ese barrio tan elegante.
Parecía que iba a ser un golpe fácil ya que la vieja vivía sola y no tenía perros. Nunca salía más allá del jardín ya que parecía que tenía miedo de cruzar la puerta cancel para ir a la calle.
Los proveedores le alcanzaban todo lo que necesitaba. Nadie la visitaba y tampoco parecía ser muy querida de los vecinos ya que algunos cuando pasaban por su vereda la cruzaban apurados, mientras la mayoría prefería bajar rápidamente a la calle. Seguro que la desgraciada era huraña y avara. Pensó que lo más probable es que estuviera llena de joyas.
Así que se decidió a entrar por el árbol de la vereda. Una de las frondosas ramas colgaba hacía el techo al que se trepo con facilidad. Había resultado pan comido.
Con un trapo que llevaba como cinturón rompió el vidrio de la ventana, metió el brazo con cuidado, giró la falleba abrió la ventana y salto a la habitación.
Estaba vacía, así que tranquilamente se puso a revisar todos los cajones de la cómoda y del ropero, poniendo la ropa bien lavada y planchada arriba de la cama.
No tuvo que buscar mucho, ya que en un cajón había una caja de madera de la India donde estaban los dólares junto a algunas bisuterías sin valor.
Cuando en la puerta se dio vuelta para bajar la escalera la vio de pie frente al primer escalón para comenzar a subir. La vieja en vez de angustiarse y ponerse a llorar solicitando piedad, (cosa que siempre le reventaba), esbozó una sonrisa. Pensó que tal vez lo confundía con un conocido que venía a visitarla sin anunciarse por lo que decidió seguirle la corriente para que el despojo fuera más fácil. Mientras bajaba ágilmente la escalera, ya abajo y al lado de ella le pidió con su acostumbrada voz imperiosa que le diera más plata.
Ella asintió con la cabeza mientras le dijo que se sentara mientras le ofrecía una coca cola que estaba arriba de la mesa del comedor como esperándolo. Le acercó un vaso y le sirvió en plato pequeño que parecía de loza japonesa una porción de una torta de frambuesa que parecía recién salida del horno.
No dudó un instante en sentarse cómodo a probar esa delicia mientras de reojo miraba a la vieja que parecía complacida.
Se atragantó llevándose al buche varios pedazos de torta y tomó la gaseosa de un saque. Recién entonces le volvió a repetir que le diera la guita. Ella entonces se dirigió parsimoniosamente al bargueño que estaba al lado del televisor y retirando una caja de metal plateado se la alcanzó con manos temblorosas.
La abrió y para su sorpresa pudo constatar que en su interior había una cantidad importante de euros y joyas de oro. Se los puso en el bolsillo, se dirigió entonces al teléfono y arrancó el cable de la instalación.
Como le dio lástima la anciana que tan bien lo había tratado, abandonó rápidamente la casa abriendo la puerta con la llave que tenía puesta en la cerradura del lado de adentro mientras una sensación nauseosa lo acompañaba.
Sin mediar una palabra la vieja lo saludó con la mano mientras imperceptiblemente miraba la hora del reloj cucú ubicado arriba del televisor. Salió al jardín lleno de todo tipo de plantas y flores de la que se destacaba por su aroma una dama de noche y un jazmín blanco, y se dirigió a la puerta de calle notando que estaba un poco mareado. La casa estaba rodeada con un seto de ligustrina lo suficientemente bajo para pasarlo por encima.
Debía apresurarse a salir rápido ya que sentía un poco abotagado, pensó que quizás eso era debido a la fuerte calefacción que había en el interior de la casa.
Obviamente se sorprendió cuando vio que la anciana en vez de estar asustada esperando que se fuera lo observaba detenidamente tras los visillos de macramé de tela blanca tras la ventana.
Apuró entonces su paso hacía la puerta cancel mientras unas terribles arcadas lo llevaron a expulsar un vómito sanguinolento encima de un primoroso macetero de primaveras. Apenas pudo abrir la puerta cancel cuando se desplomó con el cuerpo sobre el césped del jardín y la cabeza sobre las baldosas antiguas de la vereda.
Nunca pudo saber que había tenido muy mala suerte, ya que la anciana era la conocida Ana María Santiesteban. Conocida por estar bajo arresto domiciliario y después de haber pasado en la cárcel más de quince años por ser aún más conocida como la famosa envenenadora de Villa Oteiza.
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