El ataque ya estaba planificado. Previo a esto: sólo tenían una convicción, que era la de llevar adelante el golpe del modo más efectivo, sin conocer, más que por el rumor de un batidor adyacente, ninguna de las peculiaridades del inmueble a atacar, ni de sus cohabitantes.
La primer parte del plan consistió en estudiar los alrededores en busca de la más leve señal de astucia por parte de los vecinos, de algún dejo de entendimiento acerca del acaecimiento de lo que era inevitable en sus mentes. Estudiaron el centro de jubilados de la esquina, y cada uno de sus más ínfimos movimientos: a qué hora sería el baile del sábado, quién era el proveedor de los corderos y los pollos que terminarían asados en estacas, cruces y parrillas de estilo por los especialistas encargados a esos menesteres, cuánto valía la tarjeta: dato no menor para saber acerca de la calidad y cantidad de la concurrencia que asistiría, el domicilio de los mozos, y otras informaciones influyentes en el éxito de su plan.
Estudiaron, por supuesto, al pizzero de al lado, y allí recabaron datos similares, haciendo especial énfasis en el precio de venta de la promoción de las dos grandes de mozzarella; es para todos conocido que el éxito de un local dedicado a la elaboración y expendio de este tipo de manjares culinarios es mensurable por la rentabilidad de sus promociones, y que entre todas ellas, la relación precio – costo de la grande de mozzarella es el indicador más confiable.
Claro está que también se avocaron al estudio del verdulero de la cuadra, del poeta de a la vuelta, del pintor del barrio y del humilde zapatero que mantenía el local en su vivienda, frente al verdulero. Del primero aprendieron de memoria la rutina de los trabajadores que, mañana a mañana, procedían a la descarga de la verdura que consumiría la vecindad en la semana: estudiaron la procedencia de los camiones, de qué mercado central procede la mercadería, quién la cosechaba y quien la sembraba; que a veces, en todos los rubros, no son los mismos los que siembran y los que cosechan. Asimismo, memorizaron los nombres de los terratenientes desde donde la verdura se vendía al mercado central, las relaciones de poder en torno a esos negocios. Todos estos eran datos fundamentales a la hora de concretar el ataque. Ellos entendían, con cada fibra de su ser, que la clave para que el plan sea el perfecto medio para la concreción del ataque era el extremo conocimiento de todos los secretos del objetivo.
Del poeta de a la vuelta comprendieron que era un muchacho bohemio, que, aunque incomprendido por algunos vecinos, era respetado por casi todos: de las reuniones en su hogar se dijo que los, por momentos, ruidosos contertulios jamás se verían privados, mientras estuviesen, de agua o alguna bebida alcohólica, o algún juego de naipes para pasar el rato. Incluso compraron su último libro, y en voz alta procedieron a leerlo, ese que habla sobre agua, bebidas alcohólicas o juegos de naipes, y muchas y pintorescas historias que indistintamente tienen a estos tres conceptos por pilares, tanto como a la belleza de la naturaleza, la amistad y el amor del que son capaces los individuos del género humano, tanto entre sí como en relación a los animales, las plantas y todos los seres vivos. En fin, no alcanzaron a comprender con plenitud estas ideas, pero alguna semilla de duda iban sembrando en su semblante, que se observaba cuando en las reuniones surgían comentarios interesados en la vida o los pareceres de tal o cual personaje literario creado por nuestro afable poeta a lo largo de sus piezas de literatura.
Todas estas informaciones, aun así, les parecían cruciales para concretar el ataque.
Del pintor del barrio comprendieron cuánto es el disfrute personal en la observancia de que la obra propia puede contentar a los ajenos, siempre a través de la realización de una labor digna, que se transformara en una buena paga: feliz se veía al pintor saliendo de la verdulería, feliz se veía al pintor entrando a la heladería frente a la plaza, sentado con sus pequeños hijos, quienes disfrutaban del refrescante helado un día de calor, quizá sin consciencia superficial de los esfuerzos de su padre para que ese momento pueda ser posible, pero sí con la consciencia profunda de los niños, quienes se saben en el lugar correcto de la existencia sin la adulta necesidad de espetar verbalmente consideraciones filosóficas.
En este punto las dudas habían inundado las últimas asambleas de esta asociación delictiva: así aún, decidieron seguir adelante, investigando el prontuario del zapatero.
Él, humilde, hacía tacos y media suelas a diestra y siniestra, para los banqueros, los médicos, los abogados, los jubilados y las jubiladas que querían lucir con su vestimenta ese sábado, etcétera. En una palabra: para todo el barrio, tanto como para algunos otros vecinos de la ciudad que llegaban bien recomendados.
De él aprendieron lecciones de humildad cuando lo vieron reparar, ad honorem, el balón de futbol de un niño del barrio que, con su pelota recién adquirida y por fallo de un improvisado defensor, en el campito donde se erige la estatua de la Virgen, había ido a parar debajo de las ruedas de una camioneta que por allí andaba paseando. Siguieron al niño, y comprendieron la alegría suya y la de sus correligionarios, al ver el renovado esférico deslizarse sobre el verde del campito y los pies atestados de los niños, que se morían y hubieran dado todo por hacer el gol más lindo del infinito partido que allí transcurría.
Algo en ellos había producido ya un impacto cierto, pese a que ellos no sabían bien de qué se trataba.
El día del ataque había llegado, recabada ya toda la información posible. Ese sábado esperaron la hora en que el perro duerme la siesta, tal y como habían calculado. La cuestión problemática fue cuando Claudio se salió del libreto y tocó el timbre de la casona, ante la atenta mirada del resto del grupo. La señora de la casa salió al llamado y Claudio, quien debía asestar el golpe inicial, no hizo más que inventar una excusa para abrazarla y conversar con ella por un considerable rato, acerca del barrio, de la verdulería, del zapatero, del pizzero, del poeta y de la fiesta que esa noche se celebraría en el centro de jubilados de la esquina. Nadie hizo nada en ese momento, ni siquiera intervino en lo más mínimo, ni con el menor ademán, y el febo ardió allí arriba unas horas más hasta caer, como es de costumbre, luego de que se despidieran Claudio y la señora.
Ahora ellos, todo el grupo, gozaban por entero del conocimiento que necesitaban, mas se habían desprendido de la convicción primigenia, la que en primer momento los había unido, y los hizo fuertes como conjunto.
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