Uno, dos, tres… Brian Óldreg abrió los ojos en contra de toda su voluntad, 5:57, todavía faltaban tres minutos, pero un despertador natural, motorizado por el instinto y la costumbre, hizo que se despertara más o menos a la misma hora de cada día, como cada día; entonces aprovechaba esos últimos minutos para cerrar los ojos, para contar los segundos y sentir el cálido abrazo de la misma almohada que había sido incómoda la noche anterior. Sus párpados eran dos cortinas de seda adheridas con perfección a sus pupilas, su iris, su mirada perdida.

Cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco… Seguía contando. Ahora ya estaba despierto, y sabía que por mucho que lo deseara ya no podía dormirse. Debía ir a trabajar, sí, y el mero hecho de haberlo pensado mancilló por completo aquel margen de tiempo entre el arrebatado deseo de descanso y el súbito abandono de la necesidad. ¡Bip!¡Bip!¡Bip!-¡Bip!¡Bip!¡Bip!-¡Bip!¡Bip!¡Bip!-¡Bip!¡Bip!¡Bip! Setenta y dos, setenta y tres… ¿De verdad había contado tan despacio? Abrió los ojos y observó la luz roja y parpadeante del reloj, que pitaba insoportable con su tediosa alarma. Pulsó el botón y el ruido cesó; en sus oídos se extinguía un pitido apenas imperceptible, pero pesado si uno se percataba de su presencia. Las plantas de sus pies tocaron el suelo y el frío de los azulejos lo estremeció, erizando el vello de su nuca.

Uno, dos, tres… abre la nevera… cuatro, cinco, tuesta el pan… seis, siete… Ya estaba vestido; llevaba algo sencillo, más simple que informal, pues en el trabajo tendría que cambiarse de nuevo; otra piel, otro olor, otro estado de ánimo estarían dentro de aquel traje durante ocho horas, como ayer, como mañana, otra persona. Uno, dos… huele a pan quemado.

El señor Óldreg salió a la calle. Un amanecer nublado. A lo lejos, más allá de la basta ciudad, las nubes refulgían ante la rojiza luz del alba, se dejaban prender de calor y ardían libres, en paz… y el edificio que las tapaba era gris, muy gris, el asfalto de la carretera gris también, incluso el cielo era gris allí arriba, y ninguna de las luces que moteaban la selva de hierro ardían realmente. Emprendió sin demora el camino a la estación.

El tren llegaba unos cuantos minutos tarde, era previsible, pero Brian siempre se ponía un poco nervioso por si lo perdía, no podía evitarlo.

Había dos hileras de asientos, una en cada pared del vagón, de modo que los pasajeros quedaban encarados durante todo el trayecto. Los que no leían preferían dormir o escuchar música, los que observaban a los demás rehusaban las miradas cuando éstas les eran devueltas y, cuando el revisor, un señor gordo con ojeras y pocas ganas de conversación entró en el vagón, algunos de los que estaban allí se escurrían por la puerta que llevara a un vagón más lejano, seguramente aquellos que no habían pagado el billete. El señor Óldreg no tenía problema en pagarlo cada día, para ir y para volver, pues no podía quejarse de los ingresos en su cuenta cada fin de mes. Cuando viajaba leía el periódico, le gustaba sobre todo leer la sección de deportes e informarse sobre su equipo favorito, no porque él practicara algún deporte, sino porque disfrutaba del sentimiento de competitividad y la satisfacción que le aportaban sentirse parte del grupo, él también era el equipo, aunque no hiciera nada por ello realmente, salvo observar.

Tres paradas más y entonces tendría que coger el autobús hasta llegar al trabajo. Enfrente, un niño lo observaba, debía rondar los doce años. Su pelo era oscuro y enmarañado, sus piernas colgaban y se balanceaban por debajo del asiento y sus ojos reflejaban algo que Brian no habría sido capaz de reconocer, algo puro, tan inocente como ignorante y que, aun así, parecía saber algo esencial que a él se le había olvidado.

-¿Qué hace aquí?- preguntó el chico. Brian se sorprendió por la repentina pregunta e hizo ademán de inclinarse hacia adelante para escuchar mejor la voz del niño, que se interrumpía con las sacudidas del tren sobre la vía. El ensimismamiento se rompió.

-¿Perdón, cómo dices?- respondió marcando la sección del tiempo con el pulgar y apoyando el codo sobre su rodilla.

-Digo, ¿que qué hace aquí?- ¡menuda pregunta! Al escucharla se sintió un tanto molesto, pero lo que más sintió fue pereza, pues no podía ser rudo ni descortés con él, pero lo había interrumpido para nada y, a esa hora de la mañana, eso era lo último que quería, era algo que no debía ocurrir, porque nunca ocurría. ¿No era evidente por qué estaba allí? La situación simplemente sobraba y el tren se acercaba cada vez más a su destino. De todos modos, ¿Qué hacía ÉL allí?

-Pues, me dirijo a mi trabajo.- El chico continuó observándole, como esperando una respuesta más desenvuelta. El silencio de su mirada persistente y curiosa terminaron por hacerle sentir incómodo… -¿Y tú… a dónde vas, qué haces aquí?

-Espero- dijo como si fuera lo más obvio, pero sin resultar nada pedante.

-Ahá… ¿y a qué esperas?- dijo mientras desplegaba su diario, obviamente decidido a ignorar la respuesta. Un roce con un tramo de vías oxidadas y otra sacudida del vagón ahogaron estas palabras, pero decidió que no valía la pena repetir la pregunta, de modo que se centró de nuevo en su lectura. Varias veces había tratado de leer algo diferente y, guiándose por las listas de libros más reconocidos, acababa hecho un lío, y no entendía el significado de las palabras cuando Bukowski i Baudelaire le daban la respuesta, se perdía con Dostoyevski y, por alguna razón, se sentía incómodo al leerlo, se sentía aludido; trató de leer a Sófocles y a Virgilio, pero aquellas eran historias demasiado distantes para él; y el colmo llegó cuando, por pura casualidad, Cioran cayó en sus manos.

-¿De qué trabaja?- la voz del niño volvió a destacar de entre los demás sonidos del tren. Aunque no lo estaba mirando, estaba claro que se lo estaba preguntando a él. El señor Óldreg, que se cubría la cara con el diario abierto, asomó primero su entrecejo y, tras un breve suspiro, mostró sus ojos cansados.

-Trabajo en unos almacenes para materiales de construcción, yo los vendo y decido cómo tienen que estar ordenados-. Cuando percibió que el niño no lo había entendido, probó con otra cosa- …trabajo en algo así como un despacho, y hablo mucho por teléfono. Ahora, por favor, te agradecería que me dejaras leer mi diario.- Enseguida ignoró al niño que seguía observándolo.

-¿Usted es el jefe?

-Ah… no.

-¿Le gustaría?

-¿El qué?- contestó aún sabiendo a qué se refería.

-Ser el jefe.

-No, estoy bien así.

-Pues no parece muy contento.

Algunas de las personas que lo oyeron no pudieron evitar un amago de sonrisa y una mirada curiosa que pronto se volvieron a disipar.

¡Pero vaya con el niño! ¡Que descaro! ¿Acaso no podía uno leer en el tren sin que un mocoso lo estorbara constantemente? Poco tiempo le quedaba para llegar al trabajo, faltaba una sola parada y aquel chico le había estropeado la mayor parte del recorrido. Al final no pudo más.

-¿Pero y a ti qué te importa? Vamos niño, no me molestes. ¿Y tú que haces aquí de todos modos? ¡Bah! ¡no me importa!- la gente del tren ignoraba su conversación pero él se ruborizaba por alterar el ambiente. Otra sacudida del vagón.

-¿Qué edad tiene?

-Pero bueno…- sintió que la cara le ardía, pero sin voluntad alguna de afrontar un problema innecesario y prolongar la discusión, decidió volver a ceder y dar por terminada la charla, inspiró y habló mientras soltaba el aire- tengo cuarenta y cuatro.

-¿Y no está harto de ser usted?

Uno, dos, tres… el tren llegaba a la última estación; cuatro, cinco, seis… Brian se levantó y se agarró a la barra de metal junto a la puerta; volvió la mirada al niño, pero pronto la desvió; siete, ocho… las puertas del vagón se abrieron y la multitud que estaba en el andén se intercambiaba con los que salían del tren, y los que salían del tren cruzaban de una jaula a otra. Los edificios se volvían a alzar ante él, y el humo ascendía hacia sus cimas, y la gente caminaba en un embrollo de ruido y hierro. Entonces no pudo moverse, algo se lo impedía, no era nada físico, sino un sentimiento profundo que le hacía incapaz de obedecer sus propias intenciones, que aplacaba todos sus otros sentimientos, y odió a la gente, odió al asfalto, y odió al niño por todo lo que le habían hecho.

-¿A dónde lleva este tren?- Volvió a sentir la misma voz infantil.

-No lo sé- dijo parado donde estaba.- ¿Por qué estás aquí?¿no tendrías que prepararte para la escuela?- volvió a preguntar. Esta vez lo preguntaba enserio.

-No lo sé… sí… me gusta la escuela pero… no quiero que me obliguen a hacer nada que no quiera hacer.

La puerta se cerró. Brian volvió a sentarse justo en el mismo asiento que había ocupado. Durante largo rato ambos estuvieron callados y, las veces que cruzaron las miradas, Brian fue capaz de no apartar la suya, si no que analizaba la del niño y trataba de verse reflejado en ella. Miraba por la ventana y volvía a mirarlo a él. Le reconcomía pensar en lo que le había dicho. ¿Por qué lo había echo? ¿Por qué no lo podía haber dejado en paz? ¡Que estupidez estaba cometiendo! ¡Anteponiendo sus sentimientos al deber! ¡Eso no era lo correcto! ¡No podía llegar tan tarde al trabajo! Y sólo con pensarlo le entraban náuseas y pánico, se sentía poseído por la culpa. Pero cuando la puerta del vagón volvió a abrirse en la siguiente parada, Óldreg tampoco bajó, ni en la siguiente, ni en ninguna otra… aquello que se lo impedía era demasiado fuerte y, aun así, no lo comprendía, o no quería hacerlo; estaba ahí para vigilar al niño que viajaba solo, estaba ahí porque se había vuelto loco, todas las respuestas eran válidas hasta que de nuevo el remordimiento volvía a asaltarlo. Las paradas fueron quedando atrás y, entonces, el tren continuó su ruta hacia las afueras de la basta ciudad.

Tras varios kilómetros el niño se levantó de su asiento y se sentó junto a Óldreg.

-Debería venir más por aquí.

-¿Has venido antes?

-Bueno… lo hago a veces. No todas las jaulas tienen barrotes.

-¿De dónde has sacado eso?

El tren volvió a sacudirse y, con el ruido, las palabras volvieron a quedar sepultadas en el silencio. Ya no había nadie en el vagón. Fue entonces cuando el muro que había en el exterior terminó y Brian quedó estupefacto cuando el sol entró por las amplias ventanas y su luz los calentó a ambos. Incluso tuvo que proteger sus ojos con el dorso de la mano. La luz lo abrazaba junto a todas sus preocupaciones, que se consumían con aquel fuego, que le hacía sentir un calor tan agradable y olvidado. Y entonces decidió que estaba bien allí y que no quería volver a casa. No quería volver a ver su televisión, ni volver a tomar aquellas pastillas para dormir, ni volver a tener que contestar el teléfono de forma constante. El chico cerraba los ojos y tomaba la luz como si la absorbiera por cantidades. El océano se extendía hacia el horizonte, donde las nubes terminaban de arder y la bola de fuego, implacable e inmemorial, brillaba con majestuosidad llenándolo de gozo.

Luego vino el túnel.

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