—No. No. Ni siquiera lo pienses.
—Puta compadre. Sólo hasta fin de mes. Para el pago te los devuelvo. Sólo necesito cinco lucas.
—Lo mismo dijiste el mes pasado y aquí estoy esperando a que me pagues. Olvídalo. Me voy, tengo que comenzar mi turno de noche.
Ya afuera miro el reloj, ocho y media. Chucha que está oscuro y helado, me recuerdo cuando recién ha pasado media hora de iniciado el servicio.
—«hasta mañana para terminar a las ocho» —pienso.
Dos cuadras adelante unos borrachos, seguimos. No olvido volver a mirar el reloj, las diez veinticinco.
—¿Tienen hambre? —Pregunto al Detective sentado atrás y al conductor a mi lado.
Nos salimos del área de patrullaje rumbo a la Avenida La Feria con Carlos Valdovinos.
Tres hamburguesas y seis empanadas de queso he pedido. En el auto el conductor pregunta cuánto me debe.
—Nada. Yo invito.
Luego de comer, regresamos al área asignada.
Las doce. El reloj hace su lento recorrido.
—¿Un cigarrillo? —pregunto. —¡Detective! ¿Fuma? —Insisto. Parece dormir. Da un salto, se inclina hacia adelante, coge uno.
—Oiga jefe. Sé que no es asunto mío —comienza diciendo el conductor.
—¿Qué pasa, Aguilar?
—El detective Rojas está bien cagado. Digo económicamente.
—Él se las busca. Le gusta la vida fácil.
No más comentarios.
—Para en la esquina —le ordeno a quien conduce.
—¿Dónde las putitas? —pregunta Aguilar.
—¿Dónde más va a ser? Ahí mismo.
Hay cinco paradas en la esquina. Ninguna intenta correr, me conocen. A mí me interesa una, le dicen La Negra.
—Hola. ¿Cómo estás? —me pregunta ella.
—Dándole. Luchando con la noche y el frío.
Me bajo y estiro las piernas.
—¿Cómo va el negocio? —Pregunto
—No está mal. Para ser… —me toma la mano, mira la esfera de mi reloj y pregunta:
—¿Qué hora es?
Enciendo la pantalla y miro. La una diez, le respondo.
Del otro lado el Detective y el conductor, se están entendiendo con otras de las muñecas. Vargas luego sube al auto acompañado; el vehículo comienza a bambolearse. Afuera se oyen los quejidos del goce. El conductor con La Chica Rosa lo hacen de pie, apoyados contra una de las puertas. No sé quienes o si todos se quejan, pero igual me excito.
—Negra. ¿Tiramos un polvo?
Ella misma me abre el pantalón, la toma y le corre el forro hacia atrás. Luego levanta una pierna y se lo introduce.
—Me gusta tu cosa —lo dice mirándome de frente con los ojos vidriosos.
—¿Por qué? —me aventuro a preguntar.
—Es tiesa y dura —se queja y aprieta.
—Me estoy corriendo —dice. Luego la siento mojada y la sigo.
De vuelta al patrullero y listos a continuar con la ronda.
—Muévete —le digo al chofer.
—Jefe —me detiene. —La Negra lo está llamando.
—Espera —le digo. A mi orden detiene el automóvil.
—Ya vuelvo —les dejo saber y camino hasta donde está.
—¿Qué pasa?
—¿Me prestas cinco lucas?
Miro mi billetera; llevo un billete de diez mil y dos de mil.
—Sólo cinco —insiste cuando le paso los diez.
—Quédatelos. Está bien.
Terminé el servicio y el mes siguió con su mismo curso. Dentro de él, era Junio, vendí dos vehículos. Sí, tengo un trabajo extra, vendo y compro autos usados. A mis colegas después de recibir su sueldo mensual, también les presto dinero. Lo hago al 7% de interés; no me gusta abusar, pero tampoco es gratis.
Rojas insistió en que le prestara dinero.
—Cuando me pagues lo del mes antepasado y el anterior —le respondí.
Oscurece, ya pronto darán las ocho y delante otro turno de noche me espera. Me toca el mismo grupo: tripulante al detective Vargas, conductor Aguilar.
Las doce daban cuando volví a pensar en La Negra. Pasaba tiempo de no verla.
—Aguilar. Tuerce donde La Negra.
—Jefe. ¿Vamos por un polvo?
Sonrío, miro a Vargas. El joven en el asiento trasero ya está preparado, se soba las manos, me mira y también sonríe.
Esta noche es Aguilar a quien le toca dentro del auto. Vargas se ha ido a un rincón oscuro. ¿A mí? A mí me gusta agarrarme a La Negra de pie; una paraguaya como se dice. Se llama Isabel, ella se llama Isabel. Me lo dijo cuando la conocí. Ya de eso van como cinco años.
—Sigue —me mira fijo a los ojos. —¡Por Dios! Que la tienes dura. ¡Sigue!
Yo no quiero detenerme. Ella lo sabe. Mira hacia abajo y la imito. Estamos en una guerra de bandos; los dos nos tomamos un descanso tras corrernos.
—¿Cuándo te vuelvo a ver? —Pregunta.
—En dos semanas más estoy nuevamente de servicio.
Me besa y regresamos a nuestro territorio, ella de puta, yo de poli.
—Jefe.
—¿Y ahora qué te pasa? —le pregunto al conductor.
—La Negra. La negra lo está llamando. Ésa parece que siempre queda con ganas —se ríe.
—No hueveés. Espera aquí, ya regreso.
—No se demore mucho en la segunda —insiste Aguilar queriendo bromear.
Camino los pocos metros que nos separan. Ella hace los propios.
—¿Qué hay? Isabelita.
—No le vayas a decir a nadie mi nombre. Ya sabes. Aquí están tus diez mil pesos. Gracias.
—No tienes que devolvérmelos. Son tuyos.
—Me gustas tú y tu cosa, no tu dinero —me dice. —Nos vemos en dos semanas.
Me deja un beso sobre los labios con sus dedos.
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