Tenía apenas ocho años la primera vez que vi un orgasmo. Mi hermana menor estaba de cumpleaños y todos en la casa salieron temprano. La única que se quedó fue la tía Cecilia, estaba aspirando el piso cuando bajé las escaleras. Me habían acomodado en la mansarda de la casa para hacerle espacio a las visitas. La casa era pequeña, pero me gustaba el entretecho, era como tener una casa en el árbol y las noches eran frías, eso también me gustaba.
La tía recorrió con sus ojos mi cuerpo flacuchento y detuvo con el pie la aspiradora. No había visto esa mirada en sus ojos, esa mirada penetrante. Solía ser más bien risueña, relajada, casi nunca había tensión en sus gestos. Pero ahora era distinto, su mirada se detuvo unos segundos en mi calzoncillo abultado, se tomó la cabeza con las dos manos y se las frotó en la cara.
- ¡A bañarnos! Dijo mientras prendía el calefón con un fósforo.
Eso, no era algo raro para mí. Mi madre solía bañarse conmigo y cuando era más pequeño mi tía María me había bañado también un par de veces.
Cuando entramos al baño, la tía Cecilia se quitó apurada la camiseta rosada y el pantalón de buzo gris y los dejó arriba del guater, se arrodilló frente a mí, me quitó la ropa con las dos manos y la arrojó al piso. Era la primera vez que veía unos senos tan de cerca. Eran como dos melones, grandes y redondos, con un enorme pezón café clarito que los cubrían casi hasta los bordes. La tía Cecilia no tenía hijos, pero si tenía la barriga un poco suelta y se le hacía un rollito justo arriba de los vellos de la pompa. Así le decía mi madre a la vagina, decía que sonaba más bonito.
Una vez que me quitó la ropa, corrió la cortina de la ducha y se arrodilló de nuevo para abrir la llave. Su trasero también era grande, blanco y rosado, y se le asomaban, entre las piernas, los labios gordos de la pompa.
Se me hizo como un nudo en la garganta. No era la primera vez que veía a una mujer desnuda, pero si era la primera que lo hacía de tan cerca. Antes había visto a mi madre y a otras mujeres que salían en las revistas que compraban, a escondidas, los niños más grandes del colegio. Pero nunca había visto a una mujer real, con los vellos de sus brazos erizados, con manchitas rojas cubriendo parte del trasero y de los senos, y con los vellos rubiecitos y crespos de la pompa.
Se metió a la tina y se paró justo debajo de la lluvia, y yo, yo me paré justo frente a ella. Hacía frío, el agua tibia llegaba a mi cuerpo helada después de rebotar sobre los hombros de ella. Al principio no me miraba, se refregaba la espuma del champú con una esponja por los brazos estirados, por el pecho y entre medio de sus senos. Al llegar abajo, untaba levemente su vagina con espuma y sonreía.
Al recordarlo, puedo sentir mi pene haciendo espacio entre mis piernas. Pero eso es ahora, en ese momento no sabía si mirar o taparme los ojos. No sabía, si me regañaría por mirarle sus partes mientras las jabonaba o si le gustaría saber que me excitaba hacerlo. Aunque pensándolo bien, ahora ya con el paso de los años, no era excitación lo que sentía. Era algo todavía más paralizante, un ardor en el pecho y en los ojos, la boca secándose y la sensación de no querer mover las piernas por miedo a derrumbarme.
Lo que vino después me cuesta incluso ahora describirlo.
Volvió a untarse la vagina con la esponja, pero esta vez la untó completa. Los vellos rubiecitos ahora estaban blancos, cubiertos con la espuma. Abrió los ojos, me miró, dejó la esponja en una esquina de la tina, estiró un brazo y acaricio suavemente mis testículos. Con la misma mano que acarició mi pene, se quitó un poco de espuma, me la pasó por encima de los labios, sonrío, volvió a cerrar los ojos y metió dos dedos hasta el fondo de su vagina. La espuma se deshizo por completo y pude ver por primera vez el interior de una mujer, esa piel viva, enrojecida, cuya belleza solo puedo comparar con el mar de San Andrés, Colombia.
Cerró otra vez los ojos, apretaba sus tetas y las juntaba en el medio de su pecho con una sola mano, con la otra, se frotaba cada vez más rápido, se detenía unos segundos, apretaba fuerte la mano contra la vagina, suspiraba hondo y seguía frotando.
Las areolas se pusieron más oscuras y porosas, y sus pezones se estiraron al máximo, tanto que parecían dolerles cuando los tocaba. Mordía el labio inferior de su boca y su nariz se arrugaba en un claro gesto de dolor, pero luego se dibujaba una sonrisa en su cara.
Así pasaron unos cinco o diez minutos. Su vagina estaba cada vez más roja y las manos se le estaban cansando cuando me abrazó. Apretó su vagina contra mí, a la altura del ombligo, me tomó la cabeza y la puso entre sus senos. Podía ver como estiraba su cuello y dejaba escapar grandes bocanadas de aire, sentía su corazón latiendo en mis mejillas y el peso de mis brazos atrapados en los suyos.
De pronto vi pasar ese destello, venía desde el centro de su cuerpo iluminando cada parte, pasó frente a mis ojos y explotó entre medio de los suyos. Mi corazón se detuvo unos segundos. Intentaba respirar el poco aire que cabía entre sus senos, paralizado, enfermo de tanta belleza.
Ella, no dejaba de temblar. Puso el mismo dedo que se había metido por encima de mis labios y me hizo un gesto de silencio.
– A Nadie Javier. A nadie.
Me dio un pico, tomó la toalla que estaba colgada y salió del baño. No recuerdo que hice después. Seguramente de ese día, he guardado solamente los cinco o diez minutos más hermosos de mi vida.
Puedes oir el relato aquí. ( Mayores de 18 años)
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