Ya de crío, Martín era considerado por su entorno como un niño ¨rarito¨ con numerosas manías. Desde pequeño decía a sus padres buen día al despertar y buena noche al irse a dormir, pues opinaba que dar los buenos días o buenas noches en plural era incoherente.

Así de inofensivas eran sus rarezas. No ofendían a nadie.

Incomodaban más las preguntas que no paraba de formular a todas horas y que todos esquivaban por aburrimiento.

¨Oye mamá ¿Por qué nos dicen que nos dan la vida, si luego de mayor hay que pagarla trabajando?

Ó, si los gatos tienen siete vidas ¿Cómo sé cuántas le quedan al mío?

La adolescencia no alteró su carácter, pero sus preguntas se volvieron más juiciosas y Martín menos maniático.

Cuando a los veintidós terminó la carrera, encontró trabajo y se fue a vivir con su novia Julia, sus padres se felicitaron porque, al final, su hijo les había salido de lo más normal.

Y todo parecía serenidad, hasta que una mañana escuchando la radio, Martín descubrió que en España se cometen doce suicidios diarios.

Y ahí se desencadenó todo.

Tal fue el impacto de la información recibida y tanto le impresionó saber que cada dos horas una persona se quitaba la vida en su país, que desde entonces ya no paró de estar pendiente del reloj.

Cada dos horas paraba lo que estuviese haciendo y pensaba: “joder, ahora mismo hay alguien matándose”. Y dos horas después: Hala, otro que se va al hoyo”.

Y así cada dos horas, hasta que el sueño, por la noche, le vencía y lograba descansar un rato.

Martín estaba exasperado. Quería parar de contar y no podía. Prescindió de cualquier dispositivo que le indicase la hora, pero daba igual. Tenía ese tramo de tiempo bien aprendido y cada dos horas puntuales, el pensamiento recurrente volvía causándole cada vez más angustia e infelicidad.

Al principio, aunque fue un sinvivir, Martín se cuidó mucho de no comentar nada a nadie, pues le avergonzaba profundamente que pensaran que había perdido la cabeza

A la semana, no pudo más y decidió contarle a su novia lo que le estaba ocurriendo, ya que además ella, no hacía más que insistirle en que le veía raro, serio y muy callado.

Julia le consiguió inmediatamente una cita con un psiquiatra, pero no funcionó.

Martín cada día estaba peor. Después de aquel primer psiquiatra, hubo otros, pero aparte de prescribirle ansiolíticos para que durmiera mucho y pensara poco, ninguno hallaba remedio.

Martín incluso llegó a pensar en suicidarse para acabar paradójicamente con la obsesión de contar suicidios. Así el último que contaría, sería el suyo.

La solución llegó de la manera más casual. Julia, desesperada por ayudar a su novio, empezó a frecuentar blogs de psicología y a comentar el problema de Martín por si alguien había vivido algo parecido y podía aportar algo.

La mayoría de respuestas fueron descartadas por estar llenas de buenos deseos y lugares comunes. Sólo una de las respuestas le sorprendió. Se trataba de un psicólogo, ya jubilado. Su propuesta consistía en sentar a Martín delante del ordenador a las ocho de la mañana, abrirle un documento excel y encargarle un registro de suicidas.

¨Cada dos horas que apunte un muerto en cada fila y añada columnas con la edad, sexo, ubicación geográfica y motivo de suicidio, para elaborar una estadística. Cómo no dará con los datos reales, que se los invente…Total, ninguna estadística es cierta”

En menos de una semana el problema estaba resuelto.

Martín no pudo soportar la presión de tener que hacerlo por obligación. No volvió a contar un muerto.

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