Érase que se era una vez en una tierra muy, muy antigua, y tan, pero tan, pero tan, pero tantísimo lejos, que ni siquiera podemos llegar a ella con el pensamiento, y mucho menos nos la imaginamos. Y eso ya es mucho decir. Pero no obstante haremos un esfuerzo. De lo contrario no podríamos terminar este cuento. Y ya lo empezamos, ¿no es verdad?
Pues bien, en esa era había muchas casas, de las cuales la mayoría estaban perdidas a causa de que las direcciones eran tan, pero tan, pero tan largas, que a los remitentes no le quedaban fuerzas para nada más luego de intentar escribirlas, ni tampoco espacio en el sobre de la carta.
Claro está que en una ciudad así hasta los adultos se perdían. Y los repartidores de leche ni se digan.
En esta tierra muy, pero muy lejana, tampoco había coches de alquiler, ni sistemas de correo o transportación colectiva o individual, porque nadie sabía en verdad para dónde iba y ni siquiera si había llegado allí. Era entonces muy peligroso intentar encontrar la casa de alguien. O la propia.
Para evitar que crean que exagero, aquí va un ejemplo: la casa que nos interesa en este cuento estaba en el centro de un bosque en el otro extremo de la era, a dos tiros de piedra mojada de la entrada de la finca de Don Ásemos Poco y Seguido.
La dirección es la siguiente, por si quieres escribirles:
Avenida rural “De la papa bien hervida y aprovechada para célebre consomé por su excelencia la efervescente señora Alcaldesa Doña María Manivelas de Aluminio Inoxidable, esposa del excedente Don Plutarco de Alquimia Rebosada y Hernandantez Máximo”, Número 1 y 2, 3 y 4, 7 y 8, 15 y 16, 31 y 32, 63 y 64, 127 y 128, entre el callejón de “Espalda al Occidente con brisa al Poniente, como aquel quien viene de la Playa Marada, dobla en la esquina posterior a la siguiente y sigue recto dos o tres burujones de pasos hasta donde Genarvio Vicencio amarró la yegua para darle pasto a su vaca vasca”, y “Paseo de Don Hemenegildo Ercilurrutigastañazagogeascoa, magnífico héroe y poeta empedernido Villazón”.
“Villazón” son las iniciales de la última residencia conocida del reconocido poeta melancólico del mismo tono, Don Ercilurrutigastañazagogeascoa, y que significan “Vivienda de Invierno Lastimero y Lamento del Alma Zublime Ondulante en Negación”. Pero lo escribimos así con el deseo de abreviarla.
Quiero decir, abreviar la dirección y no la residencia, aunque ésta fue en verdad bastante breve, pues el renombrado poeta se mudó el mes pasado para París, en un territorio que no acepta remitentes. Allí encontró trabajo de Vigilante Nocturno y Encendedor de Lámparas en un museo de arte un poco oscuro.
Debo aclarar antes de que nadie pregunte que es bastante obvio que “Zublime” constituye una exclusiva licencia literaria del emigrado artista, a quien curiosamente hoy le llamaban Gildo.
Debo también añadir que aún más extraordinario es que en esta tierra no se miden las distancias por las estrellas, o las revoluciones del astro diurno, ni por las facetas de la esfera nocturna, ni tampoco por vibraciones mecánicas perfectamente espaciadas y controladas.
En esta tierra lejana se miden por el desgaste de los zapatos, lo cual constituye una gran responsabilidad pública.
En fin, allí mismo vivía la abuela de nuestro cuento.
No, no en la casa del señor poeta Don Hemenegildo Ercilurrutigastañazagogeascoa, alias Gildo, del que hemos hecho referencia, y quien no tiene nada que ver con este cuento porque ya se marchó a una región cultural parisiense. Sino en el número 1 y 2, 3 y 4, 7 y 8, 15 y 16, 31 y 32, 63 y 64, 127 y 128, de la Avenida rural, en la esquina del callejón Espalda y Paseo Villazón, haciendo este cuento unos metros más corto.
De vuelta pues a nuestra historia, érase pues una niña preciosa de ojos tan azules que parecían negros, de cabello tan rizados que parecía un erizo, y de piel tan delicada y blanquecina que parecía una botella de leche sin etiqueta.
Esta niña era la nieta de su abuelita, por supuesto, que no puede ser la abuela de ella misma, ni la abuela de su respectiva abuela, ni tampoco la nieta de la nieta de la abuela de su abuela, porque entonces ya tendríamos cuento de tanta confusión. Pero eso sí, esta nietecita es de ojos azules oscuros, cabello erizado y blanca como la leche.
Y la niña era muy feliz, y criaba perdices y codornices con su familia en la casa cuya dirección ahora no recuerdo, pero que no es la Número 1 y 2, 3 y 4, 7 y 8, 15 y 16, 31 y 32, 63 y 64, 127 y 128, ni tampoco estaba en la avenida “De la papa bien hervida y aprovechada para célebre consomé por su excelencia la efervescente señora Alcaldesa Doña María Manivelas de Aluminio Inoxidable, esposa del excedente Don Plutarco de Alquimia Rebosada y Hernandantez Máximo”, ni en el callejón de “Espalda al Occidente con brisa al Poniente, como aquel quien viene de la Playa Marada, dobla en la esquina posterior a la siguiente y sigue recto dos o tres burujones de pasos hasta donde Genarvio Vicencio amarró la yegua para darle pasto a su vaca vasca”, o en el “Paseo de Don Hemenegildo Ercilurrutigastañazagogeascoa, magnífico héroe y poeta empedernido Villazón”.
“Villazón”, bueno, ya saben lo que significa, así que no lo voy a repetir, porque Gildo se marchó a París.
Ahora pues, una vez y como era ya costumbre, el primer jueves de cada mes la niña, digamos, de once años, y cuyo nombre es Ada Giomerez, iba a visitar a su abuelita en la misma dirección del párrafo de antes, como ya hemos explicado, y quien no tenía intención ninguna de mudarse para otra parte, porque ya la memoria no la acompañaba y los años se resistían a abandonarla.
Puede incluso parecer que esta abuela era un poco desconsiderada con su familia y el resto de la comarca por vivir en esta casa tan llena de números, pero a mí no me pidan opinión, porque ahora estoy haciendo la historia y estoy muy ocupado.
En fin, Ada Giomerez visitaba a su abuelita linda, llevándole bocaditos dulces de pedacitos de acelga fina, panecillos de maíz envueltos en hojas de libreta cuadriculada, pasteles de crema de mantequilla de chocolate oscuro con merengue de nata de chocolate blanco, y mermelada de guayaba rodeada en pan recién tostado y crujiente, todo de olor tan sabroso que se nos hace la boca agua. Y también los ojos y la nariz a los que son alérgicos a esta clase de postres con tanto chocolate y mermelada de guayaba. Ah, y un termo de café recién hervido y colado ese mismo jueves, cuando Ada salía de viaje.
La niña llegaba el sábado bien temprano a casa de la abuela, como cada primer sábado de cada mes desde hacía siete años. Esto quiere decir que Ada sabía bien dónde vivía su abuela, porque la visitaba desde que tenía cuatro años, lo cual es algo extraordinario.
Finalmente, y como cada primer sábado del mes desde hacía varios años, Ada llegó a casa de su abuela, en el Número 1 y 2, 3 y 4, 7 y 8, 15 y 16, 31 y 32, 63 y 64, 127 y 128, y etcétera, después de gastar exactamente 4 milímetros de zapatos.
Y tocó a la puerta.
Y la puerta le respondió:
-No me toques.
A lo que la niña preguntó con sorpresa, especialmente porque las puertas no hablan, aunque ésta sí y por primera vez:
-Pues si no te toco, ¿cómo entonces va a saber mi abuela que estoy aquí y que tiene que abrirme para poder entrar y darle el café y todos los sabrosos postres que mi familia feliz le ha preparado desde el jueves pasado?
-Búscate otra puerta –respondió la aludida, con un gesto muy duro.
Y la niña tocó de nuevo.
Y la puerta repitió:
-Ya te dije que no me toques.
La niña lo pensó mejor, y le dijo:
-Si me dejas tocar una vez, te doy un bocadito de dulce de acelga. Y si me dejas tocar varias veces, te doy un panecillo de maíz.
La puerta no lo pensó mejor, porque las puertas no piensan, aunque algunas hablan, como la de este cuento.
Pero sí respondió:
-Ni bocadito ni panecillo, pues la acelga me da hipo y el maíz me levanta el barniz. Pero un café sí lo acepto, porque ayer estuve de fiesta hasta muy tarde y todavía no alcanzo a despertarme de la forma correcta.
Y la puerta se zampó todo el café de hace dos días, cuando estaba fresco y acabadito de hervir y colar.
Así que Ada Giomerez tocó repetidas veces y con todas fuerzas y direcciones, hasta que la puerta vio las estrellas, y se tuvo que sentar del mareo.
-Abue, abuelita, abuelona, abre la puerta, remolona -llamaba la niña, insistente.
Hasta que finalmente la puerta se abrió.
¡Y apareció el lobo!
-¿Qué pasa, chiquilla? ¿Por qué tanto alboroto? –preguntó él, medio dormido.- ¿Sabes qué hora es?
-Lobo, ¿qué tú haces aquí?–preguntó la niña.- ¿Dónde está mi abuela?
Al lobo se le cerraban los ojos del cansancio.
-Vamos, niña, piérdete. Ayer tuve un día muy largo, y ahora estoy agotado…
-¡Lobo gordo, peludo y apestoso como un oso –insistió la niña de nuestro cuento-, dime dónde está mi abuela!
-¿Mi abuela? –se sorprendió el lobo.
-Sí, lobo, ¡dime dónde está mi abuela!
-¿Mi abuela o tu abuela?
-¡Lobo, no te hagas el chistoso!
-Pues me estás confundiendo, caperucita.
-Yo no soy la caperucita, lobo.
-¿Tú no eres la caperucita?
-No, yo no soy la caperucita, lobo.
-¿Estás segura de que no eres la caperucita, niña?
-Claro que sí que no, lobo.
-Ay, Dios mío –el lobo tuvo que sentarse también, sobre la puerta desmayada.- Creo que me equivoqué de casa. Claro, con todo este lío con las direcciones en este reino y la fiesta de anoche… ¡Y ese embrujo para la puerta me costó cincuenta moneditas de lata!
-¿Qué hiciste con mi abuelita?
-¿Este no es el cuento de la caperucita? –insistió el lobo.
-¡Mi abuela! –gritó la niña como un camión de bomberos loma abajo.
-Mira, niña –explicó el lobo.- Vamos a hacer algo, que todavía esto tiene solución: Yo me acuesto en la cama, me arrebujo bien, y tú entras y crees que yo soy tu abuela…
-Tú eres un lobo bien requeté feo, lobo feo. Y apestoso. Y peludo… -enumeró Ada.- ¡Yo nunca voy a confundirte con mi abuelita bonita!
-Entonces me dices –prosiguió el lobo-, “Abuelita, qué orejas más grandes tú tienes”; y yo digo, “Para escucharte mejor, nietita mía”. Y entonces, “Abuelita, pero qué nariz más grande tú tienes”; y yo, “Para olerte mejor, nietita mía”. Y tú, “Abuelita, pero qué ojos más grande tú tienes”; y yo, “Para verte mejor, nietita mía”. Y por fin, para no aburrirnos más, tú exclamas: “Abuelita, ¡pero qué boca más grande tú tienes!”… Y yo: “Para cometer mejor, nietita mía”. Y te voy a comer, pero en eso llega el leñador, lo cual es la parte del cuento que no me agrada mucho, y yo me voy corriendo, y encuentran a tu abuela en un armario. Y todos somos felices, y se acabó.
-¿Mi abuela está en un armario?
-Te aseguro que ella está bien, en perfecto estado de preservación, entre percheros y ropa de cama, chiquilla, así que no te preocupes –el lobo se acostó en el suelo.- El armario tiene aire acondicionado, baño intercalado, cafetería y vista a la playa.
-¡Devuélveme a mi abuela!
-No –exclamó el lobo, abriendo un ojo.- Este cuento de la caperucita roja tiene que concluir como es debido.
-¡Pero yo no soy la caperucita!
-¡A mí me importa! –concluyó él.
-Ésta tampoco es la casa de la abuelita de la caperucita –insistió la niña.
-Pero es la casa de una abuelita, y esa abuelita es tu abuelita, así que más vale esta abuela en el armario que la otra abuela perdida –el lobo victorioso, cerró el último ojo y comenzó a roncar de un lado con la lengua afuera.
Ada Giomerez se echó a llorar.
-Está bien, lobo malo, feo, peludo, apestoso y odioso, pero prométeme que me devolverás a mi abuela.
A lo que el lobo se hizo el bobo y no dijo nada.
-Lobo, lobo, ¡despiértate!
-Errr…
-¡Lobo! –el camión de bomberos de nuevo, el cual le había dado la vuelta a la cuadra y ahora venía loma arriba.
-¡Vaya, caperucita, que me vas a dejar sordo! –el lobo abrió un ojo de nuevo, en orden regresivo.
-Lobo, prométeme que me devolverás a mi abuela si terminamos el cuento.
El lobo se recostó.
-Bueno, claro que sí. Ese es el orden. Cuento primero, abuela después.
-Bien, lobo, vamos a hacer el cuento.
-Listos en su lugar, silencio todo el mundo –el lobo, muy contento, sonrió de oreja a oreja, sacando unos dientes bien feos y sucios.- Luces, cámaras… ¡y acción!
Y salió corriendo de vuelta a la casa y cerró la puerta de un portazo tan portentoso, que la dejó bizca.
La niña tocó a la puerta de nuevo.
-¡Te dije que no me toques! –gritó la puerta.- ¡Auxilio!
A lo que la niña preguntó otra vez con sorpresa, especialmente porque las puertas no hablan aunque ya han hablado anteriormente y persisten en todavía hacerlo:
-Pues si no te toco, cómo va a saber el lobo que estoy aquí y que tiene que abrirme para poder entrar y darle todos los sabrosos postres que mi familia feliz ha preparado para mi abuela en el armario, pero no el café porque tú te lo tomaste ya todo.
-Yo qué sé -respondió la puerta, disimulando.- Pero a mí no me mires ni me toques más, o llamo a la policía.
La niña lo pensó un poco.
-¡Abuela! –gritó- ¡Abuelita linda, abre la puerta, por favor!
-Pasa, mijita, que está abierta –contestó el lobo desde adentro como la abuelita, pues así sigue el cuento.
Y la niña entró.
Sin embargo, el cuento que sigue no es el cuento que normalmente sigue, porque tan pronto Ada Giomerez llegó a la sala de la casa, se encontró tres cochinitos bien puercos viendo televisión y comiendo emparedados de queso amarillo y pasta de tomate con la boca abierta.
-¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí? -preguntó ella.
-Hola, caperucita –dijo el primer puerco, sin tragar.
-Yo no soy la caperucita –contestó Ada.
-Hola, caperucita –dijo el segundo puerco, atragantado.
-Que no soy la caperucita –repitió ella.
-Hola, caperucita –dijo el más puerco, barboteando tomate y migajas.
-¿Ustedes tres están sordos? –exclamó la niña.- Les pregunté quiénes son y qué hacen aquí.
-Yo soy Yo –dijo el primero.
-Yo soy Él –dijo el segundo.
-Y yo soy Ivos –concluyó el tercero.
-Yo, Él, Ivos, ¿qué ustedes hacen sentados en la sala de la casa de mi abuelita? ¿Quién los invitó?
-El lobo –dijo el primero.
-¡Los invitó ese lobo descarado! –aquello iba de mal en peor, y se estaba poniendo de castaño oscuro como la boca de un lobo a punto de bostezar.
-Sí –respondió el segundo puerco.- Nosotros teníamos un edificio de apartamentos. Durante la semana pasada, el lobo estaba esperando el bus frente a nuestro edificio, cuando apareció el leñador.
-Por si no lo sabes –añadió el tercero-, el lobo es alérgico al leñador.
-Sí, casi todos los lobos son alérgicos a los leñadores –de vuelta al segundo.- Pues el lobo entonces tuvo una reacción alérgica tan pero tan violenta, que nos tumbó la casa de un estornudo que duró dos cuadras.
-Ése cuento no es así –advirtió Ada.
-Y lo demandamos por daños en la fiscalía municipal –remataron los tres-, ¡y ahora él es responsable de buscarnos alojamiento permanente en compensación por los perjuicios emocionales que sufrimos!
-¿Pero es este lobo tan malo como lo pintan? –indagó la niña, comenzándose a preocuparse un tantito.
-¡Y mucho más! –respondió el coro de puercos.- Él todavía nos debe una disculpa y dos explicaciones, aunque ya tenemos alojamiento.
Ada se enojó muchísimo:
-¡Pero no en casa de mi abuelita!
-Eso no es asunto nuestro –los tres puercos se encogieron de sus diminutos hombros redondos y rosáceos bajo varias capas de churre, queso y pasta de tomate.- Díselo al juez.
-¡Vaya descaro el del lobo delincuente ése!
Ada decidió darle una lección al lobo como la que nunca se había imaginado.
Pero cuando llegó al comedor descubrió a cuatro moscardones con vestimentas muy raras y holgadas jugando dados en una esquina mientras hacían gárgaras de reojos en la otra y revoloteaban perezosos sobre una lata de mermelada entreabierta.
-¿Quiénes son ustedes?
-Bon jour, pequeñina –dijo uno.- Mi nombre es Gordo.
-Y el mío es Altos –dijo dos.
-Y el mío es Mío –dijo tres.
-Y el mío, Calcañal –dijo cuatro.
-¡No me digan que también los invitó el lobo!
-Claro que no –manifestó el gordo Gordo.- Permítame explicarle, hermosa doncellita: el pastorcito del pueblito vecino se le ocurrió la brillantísima ideíta de vocear día tras día “¡Socorro, el lobo! ¡Qué viene el lobo!”, cuando en verdad el lobito no estaba por todos los contornonitos, lo cual le creó una famita como para acostarse a dormir un ratico, y ahora todo el mundo le echa la culpa al pobre lobito.
-Ahora el lobito está pendiente de juicio bajo la acusación de robarse 24 gallinitas, 18 pollinitos, 8 ovejitas, 112 abejitas, una trusita rusita, romper una ventanita jugando pelota con una pelotica, cantar en la duchita –enumeró Altos-, caminar dormidito, allanar casitas con bastante premeditación durante las horas de la noche de anoche, y tendencia ilegal al secuestro gastronómico con intenciones de apropiación indebida, y otras muchas cositas que no podemos nombrar porque aún no tenemos la listica, pero todas ellas en el transcurso de esta semanita.
-Ese cuento tampoco es así –se alarmó Ada.- Pero aún no me han dicho qué hacen aquí.
-Hemos sido contratados por la cortica… quiero decir, la corte del juzgado –prosiguió el Mío de ellos, sin perder un segundo-, como incógnitos investigadores privaditos para no perderle ni piecitos ni pisaditas al lobito, y descubrir sus reales implicacioncitas e intencioncitas en los delitos cometiditos y quiénes son sus complicitos, lo cual puede constituir una gravísima agravante cuando llegue el debido juicito.
-En dónde esté el lobito, allí también estamos nosotritos –dijeron los tres a coro del cuarto.- Y dónde estamos nosotros también está el lobito. Todos para el lobito, y el lobito para todos.
-¡Váyanse ahora mismito, o llamo a la policía! –amenazó la niña.
-Perdón, madeimoselle señorita –se disculpó Calcañal.- Éste es un asuntico oficial del reinito. La policía sabe que nosotritos estamos escondidos de incógnitito en este lugarcito.
Aquella conversación alarmó a la niña todavía más.
Al parecer el lobo no era tan sólo un delincuente de media estofa, sino un criminal de carrera.
Y Ada prosiguió el viaje por la casa de su abuela.
-Sayonarersehen, madeimoselle señorita –se despidieron los tres o cuatro moscardones incógnitos.
Finalmente, la niña llegó a la cocina.
Bueno, allí todo parecía estar en orden. Excepto por un disfraz de cordero tirado sobre una silla, un pulpito estirado, quiero decir un púlpito, y un par de zapatillas cubiertas de fango seco en una esquina.
-Caperucita querida, que bueno que has llegado al fin –dijo el lobo, bostezando arrebujado entre sábanas y almohadones en el dormitorio.
-¡Lobo, por favor, deja ir a mi abuelita! –lloriqueó la niña.
-¿Dime, caperucita, qué me has traído de comer? –bostezó el lobo.- ¡Tengo un hambre!
-¡Yo no soy la caperucita!
-Cuento o no hay abuela –concluyó el muy animal.- Dime, nietecita, ¿qué me has traído en la bolsita?
-Bocaditos dulces de pedacitos de acelga, panecillos de maíz en hoja, pasteles de crema de mantequilla de chocolate, mermelada de guayaba rodeada en pan tostado. Y un termo vacío de café del jueves pasado.
-Ay, caperucita querida –insistió el lobo-, ¡que sueño tan grande tengo! Dame una tacita bien grande de café.
-La puerta se zampó todo el café.
El lobo bostezó.
-Prepáreme entonces un café del sábado de hoy, a ver si me despierto un poco y terminamos el cuento.
-Yo quiero a mi abuelita –Ada era un poco terca, o tal vez media sorda.
-Un café bien negro, y me despierto, terminamos el cuento y te devuelvo a la vieja para que la abuelees todo lo que quieras y me dejes en paz –roncó el lobo, perdido en la cama.
La niña fue a la cocina, llenó un caldero de agua fresca, la colocó en el fogón, puso el polvo de café en un calcetín, le echó un poquitín de azúcar prieta, y se puso a esperar a que el agua hirviese.
Cuando escuchó un grito:
-¡No me toques!
El lobo salió dando tumbos del cuarto y miró hacia afuera por una ventana.
-Vaya, tenemos visita –se alarmó.- Caperucita, no digas nada si quieres volver a ver a tu abuela fuera del armario.
-¡Yo no soy la caperucita ni mi abuela es la abuela de la caperucita, sino la mía!
El lobo la amenazó con un dedo bien peludo, y tornó de regreso al sueño encajado entre almohadones y estornudando un poco.
Ada abrió la puerta.
Allí había un hombre muy grande y algo perdido, llevando una niña todavía más pequeñita de la mano.
-Muy buenos días –dijo, mirando alrededor con admiración.- ¿Esta es la casa de Ada María Madrina Escondida, verdad?
-No –respondió Ada.- Esta es la casa de mi abuela.
El grandote sacó un libraco del bolsillo y revisó algunas páginas.
-¿No es éste el Número 1 y 2, 3 y 4, 7 y 8, 15 y 16, 31 y 32, 63 y 64, 127 y 128, de la Avenida “De la papa bien hervida y aprovechada para célebre consomé por su excelencia la efervescente señora Alcaldesa Doña María Manivelas de Aluminio Inoxidable, esposa del excedente Don Plutarco de Alquimia Rebosada y Hernandantez Máximo”, entre el callejón de “Espalda al Occidente con brisa al Poniente, como aquel quien viene de la Playa Marada, dobla en la esquina posterior a la siguiente y sigue recto dos o tres burujones de pasos hasta donde Genarvio Vicencio amarró la yegua para darle pasto a su vaca vasca”, y “Paseo de Don Hemenegildo Ercilurrutigastañazagogeascoa, magnífico héroe y poeta empedernido Villazón”?
-¿Erci… Erci-la qué cosa? –repitió Ada.
-Ercilurrutigastañazagogeascoa –explicó aquel hombre.
-¿Número qué?
– Número 1 y 2, 3 y 4, 7 y 8, 15 y 16, 31 y 32, 63 y 64, 127 y 129 –leyó aquel perdido.- Quiero decir, 8… ó 1 y 2, 3 y 4, 7 y 8, 15 y 16, 31 y 32, 63 y 64, 127 y 128.
-¿El 1 y 2, 3 y 4, 7 y 8, 15…? –preguntó la niña, algo confundida.
-¡Ésta tiene que ser la casa! –exclamó el hombre con entusiasmo, revisando sus zapatos.- ¿Eres tú Adita?
-Pues no, yo soy Ada, y esta es la casa de mi abuelita. Pero no la del cuento.
-Ada, soy yo, tu tío –advirtió aquel.- ¿No te acuerdas de mí?
-No.
-¡Ha pasado tanto tiempo! ¡Y cómo has crecido! ¡Ya eres toda una personalidad!
-Yo no sé quién tú eres.
Un ejército de siete enanos apareció entonces.
-Necesitamos ayuda, señor leñador –dijeron ellos.- Recibimos hace dos suelas a una joven porque le tuvimos lástima, tan bonita y pobrecita sin ningún lugar dónde vivir, y la dejamos vivir en nuestra casita del bosque… Y ahora ella le ha regalado todas nuestra comida a las ardillas. ¡Y no hace nada más en todo el día que cantar y soñar con príncipes azules! ¡Nos tiene desesperados!
-¿Y ustedes qué quieren que yo haga?
-Queremos que las ardillas nos devuelvan lo que se llevaron -explicaron los enano, con evidente enfado.
-Bueno, eso es algo difícil… -dijo el leñador, pensativo. Y añadió, con énfasis en “todo”:- Las ardillas todo lo entierran.
-Y también queremos que ella deje de soñar con príncipes azules –insistieron los enanos.- ¡Y de cantar!
-Bueno, eso es todavía algo más difícil, pues no está prohibido soñar. En cuanto a cantar…
-¡Es que canta muy mal! –concluyeron ellos.- Y nunca deja de hacerlo. Nos tiene muy nerviosos. Se nos caen las cosas de las manos, no podemos dormir, la sopa nos cae mal, y hasta hemos perdido la cuenta de los zapatos que nos ponemos.
-En ese caso, esto es una emergencia…
-Gracias, señor leñador –se alegraron los enanos, dando saltitos y bostezos.
Aquel hombre perdido, tío de Ada, le dijo a su sobrina Ada, la nieta de Ada:
-Adita, ¿está tu abuela en casa?
-Abuela está en el arma… -comenzó la niña, pero lo pensó mejor: – ¡Cama! Durmiendo.
-Adita, ¿puedo entonces dejar a tu prima Adita contigo hasta que despierte tu abuelita?
-No.
-Gracias –el tío leñador empujó a la niña dentro de la casa.- No pierdas a tu prima de vista y cuídala bien. Vuelvo en menos de una suela.
Y se fue con los enanos.
Ada cerró la puerta.
-¡No me toques! –dijo ella, por supuesto.
La niña volvió a la cocina. El agua no había hervido aún.
-Hola, prima –dijo Ada.- ¿Tú también te llamas Ada?
-Makubla lalalala memolaga –respondió la prima, pues era tan chiquitica que todavía no sabía hablar.
-Tú eres Adita, yo soy Ada, y mi abuela es Adona –explicó la niña.- Espero que te guste tu nombre, porque fuiste la última en llegar.
-Tueresata mamebé verdulagala –respondió la prima.
-¡Ada! ¡Adita! ¿Me escuchas, nietecita? –escucharon una voz muy baja que salía de la pared.
-¡Abuela! ¡Abuela! –gritó Ada.- ¿Dónde estás?
-Estoy en el armario, pero baja la voz, que el lobo todavía duerme.
-Abuela, abuela, ¿qué quieres que haga? -sollozó Ada, desesperada.
-Primero, baja la voz.
-Sí, abuelita del alma –obedeció la niña, reduciendo unos dos mil decibeles.- Aquí también está mi prima Adita.
-¿Adita está también aquí? ¡Ay, Dios mío, y con el lobo en la casa!
-Y la sala está bien puerca, y llena de cerdos glotones. Y el comedor lleno de moscardones quienes dicen estar de incógnito. Y la cocina da asco…
-¿Y dónde está el papá de Adita?
-Se fue con unos enanos –explicó la niña en un susurro.
-¿Qué dices? –insistió la abuela.- Ahora casi no te oigo.
-¡Que se fue con los enanos! –gritó la niña.
-¡No grites, que no estoy sorda! –gimió de dolor la abuelita a través de la pared.- Pero si sigues así, pronto lo voy a estar.
-El papá de Adita dice que es mi tío, y se fue a ayudar a un bulto de muchos enanos que tienen problemas con no-sé-qué ardillas cantantes y algo que-no-sé-qué-cosa de ciertos príncipes azules que tienen mucha comida enterrada en alguna parte del bosque –trató de explicar la niña de nuestro cuento.- Y no estoy muy segura de que todo eso sea verdad.
-Sí –afirmó la abuela, muy explicativa.- Mi nombre completo es Ada Lidiazgo María Madrina Escondida de Tación, y el papá de Adita es tu tío Everaldo Tación y hermano de tu mamá Adabel Tación, a quien la llamamos simplemente Beltica de cariño. Ella se casó con el famoso farmacéutico Giomerez, inventor de la manopla Giomerez, la cual lleva su mismo apellido, y es por eso que tu nombre es algo distinto. Por tanto Adita, cuyo nombre es Ada Tación, y es la hija de Everaldo, sobrina de Beltica, quiero decir Adabel, y también mi nieta, es ahora tu primita.
A la niña de nuestro cuento casi le da un desmayo del desconcierto.
-Mabánaba blublablá lalá pfffs imás –concluyó la prima, muy doctoral.
-¡Qué! –suspiró Ada.
-No grites –advirtió nuevamente la abuela.
-Sí, abuelita, perdón. Es que me emocioné un poquito…
El agua comenzó a hervir.
-¿Qué haces? –indagó la Adona.- ¿Estás cocinando algo?
-Café bien fuerte y fresco para el lobo, quien está muy cansado y no puede despertarse, pues la puerta se bebió todo el café que traje y ahora está un poco alterada.
-¿Para qué quieres que el lobo despierte? –se sorprendió la abuela.
-Pues para terminar el cuento y te deje salir del armario –se encogió de hombros la niña, porque aquello era más obvio que el agua hervida.
-No, no le prepares un café bien fuerte -la alertó la abuelita-, sino prepárale un té de hiervas para dormir, y nosotras podremos escapar.
-¿Hierbas para dormir?
-¡No me toquen! –la puerta estaba ahora bien molesta.
Ada atravesó el desorden y la cochiquera y miró afuera por la ventana. Un tumulto de gente de variados orígenes, culturas y talantes se amontonaba frente a la casa de la abuelita esperando pacientemente que aquella puerta dejase de gritar y se abriese como le corresponde a toda puerta que se respete.
-¡Y ahora qué! –exclamó el lobo, asomándose también a la ventana, casi en cuatro patas del sueño. -¡Ya la gente no tiene vergüenza ni los sábados!
-Más visitas –explicó la niña, nietecita de la abuelita.
-Bliblibli biblí bli, mimomui mimi liriliri –ripostó Adita, rascándose un diente apenas crecido.
-¿Y esta niñita de dónde salió? –el lobo casi se cae de espaldas y se le cae todo el pelo de la sorpresa.
-Es mi primita Adita –respondió Ada.
-Menos mal, que creí que ya estaba viendo cosas del sueño que tengo –se calmó el lobo.- ¡Este cuento de la caperucita se está volviendo demasiado complicado!
-¡Que yo no soy la caperucita ni mi abuela es la abuela de la caperucita, ni ésta es la casa de la abuelita de la caperucita, que yo no soy yo ni ella tampoco!
-¡Ya les advertí que no me toquen, o les voy a entrar a portazos y van a salir todos por una ventana!
-Blibli –concluyó aquella pesadilla la primita, que no es la primita de la caperucita, sino la primita Adita de Ada y la nietecita de la abuelita Adona, quien tampoco es la abuelita de la caperucita, y por tanto no aparece en el cuento original.
Murmullos de enojo se elevaron de la entenebrecida multitud.
-Niña, no digas nada si quieres volver a ver a tu abuela fuera del armario –la amenazó el lobo, quiñando los ojos peludos del sueño.- ¡Y dile a toda esa gente que se largue!
-¡Pero digo nada o digo algo! –exclamó Ada, confundida.
-No digas nada, pero diles algo para que se vayan, en ese orden –explicó el lobo.- Y acaba de traerme el café, a ver si terminamos este cuento de la caperucita y me voy corriendo antes de que vuelva el leñador.
-¡Yo no soy la caperucita ni mi abuela es la abuela de la caperucita, sino la mía!
El lobo regresó a su cama, desorientado por el cansancio y haciendo muecas de energía perdida.
Ada abrió la puerta.
-¡No me toques!
Aquel tumulto de gente incluía a los barítonos promovidos, dos príncipes azules arrastrando tanques de oxígeno en pliegues, un caballero andante y dos galopantes, la mariposa que se comió el melón, el náufrago exclusivo, el ciempiés elegante, la chicharra chirriante, el abogado huérfano, cuarenta ladrones, el chinchilla baterista, un gigantesco gigante en patines de hojaldre, e incluso aquel que asó la manteca.
-Buenos días. Díganme, por favor, ¿cuál es el motivo de su visita? –inquirió la niña con amabilidad.
-Muy buenos días –gritaron los príncipes azules con tanto entusiasmado que perdieron el aliento y tuvieron que aplicarse hasta los últimos auxilios ellos mismos con sus respectivos depósitos de aire comprimido.- ¿Es ésta la casa de la abuelita?
-Ésta es la casa de una abuelita, que es mi abuela –explicó la niña, muy astuta.- Pero no es la abuelita del cuento que ustedes buscan sino la abuelita de otro cuento que todavía no está terminado y por tanto ustedes no pueden buscarla porque todavía no saben de ella ni de su casa.
-¿No es ésta la casa del bosque propiedad de la abuelita de la caperucita y por ende no eres tú la caperucita nietita de la abuelita propietaria que vive en esta respectiva casa? –indagó el abogado huérfano, casi a punto de crear un nuevo trabalenguas.
-Esta es la casa de Adona, también mi abuela, pero ella no es la abuela de la caperucita de la misma forma que yo no soy la caperucita ni tampoco la nieta de la abuela de la caperucita, por lo cual ésta no es la casa que ustedes buscan, porque yo tengo una primita que se llama Adita.
-¡Adita! –repitieron los barítonos a punto de desgañitarse, musicalmente inspirados.- ¡Adona!
Un murmullo de desconcierto repercutió en el tumulto.
-Perdón, niñita –se disculpó el gigante gigante.- Al parecer nos dieron mal la dirección.
-O alguien la escribió mal –señaló un caballero galopante, apuntando al que asó la manteca.
-De eso nada –ripostó aquel otro, convencido.- Está bien claro: Avenida “De la papa bien hervida y aprovechada para célebre consomé por su excelencia la efervescente señora Alcaldesa Doña María Manivelas de Aluminio Inoxidable, esposa del excedente Don Plutarco de Alquimia Rebosada y Hernandantez Máximo”, Número 1 y 2, 3 y 4, 7 y 8, 15 y 16, 31 y 32, 63 y 64, 127 y 128, entre el callejón de “Espalda al Occidente con brisa al Poniente, como aquel quien viene de la Playa Marada, dobla en la esquina posterior a la siguiente y sigue recto dos o tres burujones de pasos hasta donde Genarvio Vicencio amarró la yegua para darle pasto a su vaca vasca”, y “Paseo de Don Hemenegildo Ercilurrutigastañazagogeascoa, magnífico héroe y poeta empedernido Villazón”. Eso es aquí mismo. Ésta tiene que ser la casita de la abuelita de la caperucita.
-Pues ustedes tienen la dirección equivocada, igual que el lo… el bobo ése que se fue y ya no está más aquí, ni siquiera durmiendo en la cama de mi abuelita si quiero volver a ver a mi abuela que no es la abuela de la caperucita fuera del armario –resumió Ada.
-Dime con quién andas, y te diré quién eres –se enojó el caballero andante.
-Eso no es justo –se defendió un príncipe azul, conteniendo el aliento.
-¿Quién se equivocó al pensar lo que pensó, pues seguro es que no fue lo mismo? –replicó el caballero, volviéndose algo verdoso.
-¡Continuemos buscando la dirección correcta! -se pusieron todos de acuerdo.
-Adiós y que les vaya muy bien –la niña cerró la puerta de un tirón.
-¡Que no me toques!
Ada volvió a la cocina. El lobo apareció de golpe.
-Caperucita, ¿soy yo, o hay tres puercos en la sala mirando la televisión? –preguntó.
-Sí –admitió la niña, avergonzada.- Por tu culpa, porque les tumbaste la casa de un estornudo, y ahora no tienen dónde vivir.
-Creí que todavía estaba soñando –dijo con alivio.- Muy bien, prosigamos el cuento. Y dile a tu prima que deje de mirarme así, que me da un poco de miedo. ¿Ella no muerde, verdad?
-¡Bluyuyuyú bluflu pff! –resopló Adita.
-Pues creo que no -respondió Ada.
El lobo volvió a la cama.
-¡Nietecita! –susurró la abuelita a través de la pared.- ¿Estás ahí?
-Sí –dijo ella.- Y ya casi está el café.
-No, no hagas café, sino haz una infusión de claveles blancos y lechuga, cáscaras de manzana, hojas de tilo y naranja, ramitas de cebolla blanca, polvo de valeriana y pasiflora, con un poquito de leche y miel de abejas para endulzarla. Déjala reposar por un par de minutos y dásela al lobo con un masaje en la planta de los pies y una canción de cuna.
-¿Masaje en la planta de los pies? –repitió la niña, tapándose la nariz.
-Quiero decir, de las patas –rectificó la abuela.
Pero la niña de nuestro cuento era muy obediente. Y como toda niña obediente, ella obedeció. Y aquel experimento alquímico de medicina tradicional pronto estuvo listo.
-Ya está –dijo, triunfal.
-Muy bien –se alegró la abuela.- Ahora, dale de beber esa infusión al lobo.
-¿Pero qué hago si él sospecha que no es café? –se preocupó la niña.- ¿Debo mentirle?
-Nononononó -desaprobó Adita.
-Claro que no –segundó la abuela.- Mentir es un hábito muy malo, y en casos como estos, el hábito hace al monje, y el que se viste de mentiras, más rápido lo desvisten.
-¿Pues qué digo entonces, porque está bien claro que este café no tiene olor de café, ni es oscuro como el café es, y por supuesto tampoco puede saber a café?
-Igual que el lobo, pero que está disfrazado de abuelita –advirtió la abuelita.- Dile simplemente que noescafé, y que está hecho con muchas buenas intenciones y aún más experiencia.
-Está bien, abuela.
La niña entro en el dormitorio perseguida por su prima Adita.
-Lobo –dijo.
Pero el lobo dormía.
-Lobo, despiértate –insistió ella.
Pero todavía el lobo dormía.
-Lobo, ¡que viene el lobo! –chilló Ada a todo tren, y hasta los bomberos huyeron despavoridos.
-¡Qué! –gritó el lobo, abriendo un ojo amoratado por el ruido.- ¡Auxilio!
Y se escondió bajo la sábana.
Realmente, el plan era que el lobo se tomara el menjurje. Así que Ada dijo:
-Lobo, aquí tienes el noescafé.
-Vaya, chiquilla, como te has demorado –se quejó el lobo, mirando de reojo.- Ni que hubieras ido a sembrarlo al monte.
-Toma, hasta el último sorbito –lo apuró la niña.
-¿Qué es esto? –que los lobos serán muy lobos y hasta se equivocan de casas y de abuelas, pero no son tan bobos.
-Ya dije que noescafé –repitió Ada.- Y está hecho con muchas buenas intenciones y aún más experiencia.
-Pues no me lo tomo, que si esto es café, yo soy un misionero portugués aficionado a chacareras –se molestó el lobo, estirándose hacia dentro.
-Pues eso mismo es –insistió la nietecita.- Abuela, bebe el noescafecito para que podamos terminar el cuento, como tú querías.
Verdaderamente, más lejos se llega con la inocencia de la verdad que con la pretensión de las mentiras. Y como el lobo ya estaba bastante cansado de este largo cuento a punto de volverse aventura, no hubo que decírselo dos veces. Y la infusión misteriosa desapareció no tan misteriosamente.
-Hola, nietecita de mi corazón, que bueno que has venido a verme –dijo el lobo, sonriendo con una mueca, porque aquella sopa de frutas y vegetales no sabía muy bien.
-Hola, abuelita –respondió la nietecita, esperanzada.- Abuelita, ¿por qué estás en cama?
-Es que no me siento muy bien –respondió el abuelobo, tapándose la nariz.- ¿Qué traes en tu cesta? ¿Algún manjar apetitoso?
-Bocaditos dulces de pedacitos de acelga fina, panecillos de maíz envueltos en hojas de libreta cuadriculada, pasteles de crema de mantequilla de chocolate oscuro con merengue de nata de chocolate blanco, y mermelada de guayaba rodeada en pan viejo, todo de olor bien sabroso cuando está acabadito de hacer. Y un termo vacío.
-Qué bueno, nietecita –exclamó el lobo, entrecerrando el ojo derecho, el cual le quedó algo jorobado y bastante corrido.- ¡Tengo tanta hambre! ¡Acércate un poquito, mi nietecita preciosa de mi estómago, quiero decir, de mi corazón…!
Ada se acercó a la cama.
-Pero, abuela, abuelita, ¡qué ojazos tan grandes tú tienes!
-Son para verte mejor, mi nietecita querida –dijo el lobo, con una voz que parecía una bisagra bien seca, cerrando definitivamente el ojo a medias.
-Pero, abuela, abuelita, ¡qué orejonas tan grandes tú tienes!
-Son para oírte mejor, mi nietecita –prosiguió el lobo, con el ojo izquierdo a media asta y descubriendo ovejitas matemáticas en monótona sucesión.
Mientras, la prima Adita comenzó a darle un masaje en la planta de los pies al lobo.
-Ay, qué bien se siente eso –se arremangó aquel animal.
-Pero, abuela, abuelita, ¡qué narizona tan grande tú tienes! –dijo Ada.
-Son para olerte mejor, mi nietecita –musitó el lobo, con la vista perdida en su interior.
-Pero, abuela, abuelita, ¡qué bocaza tan grande tú tienes! –concluyó la nieta.
-Son para el zzzzzzzzzzzzzzorrozzzzzz… -aún se resistía el muy tramposo.
La niña le cantó entonces:
Lobo, bobo y medio inepto
Disfrazado de abuelita
No soy la caperucita
Ni es el cuento más correcto.
¡Que ojazos tan enormes
Y orejonas tan deformes!
Y la boca que tú tienes
Para nada te conviene.
Lobo, bobo, que reposas
En la cama de mi abuela
Has contado mal las suelas,
nietecitas, y otras cosas.
Descansa ya, no estés alerta.
Cierra tus ojos ceñudos.
Duerme, y sueña con peludos
Lobitos y con puertas.
El lobo se durmió profundamente, y comenzó a roncar.
Ada y Adita ayudaron a Adona a salir del armario, y entre las tres sujetaron al lobo a la cama con cinta adhesiva y fueron enseguida en busca del leñador Everaldo Tación, quien se encontraba ya en camino de regreso.
Pero al llegar a la casa descubrieron que el lobo había huido, dejando todo su pelambre atrás y dando tumbos de lo dormido que estaba.
La abuelita se hizo pues un abrigo de invierno con el pelo del lobo y finalmente se mudó con el resto de su familia, donde ya la podemos encontrar. Y todos fueron muy felices criando perdices y codornices.
Mientras, los enanos compraron la casa de la abuelita en el bosque. Como a ellos no les gustaba para nada tener una cochiquera en la sala, obligaron a los puercos a mudarse para una pocilga en un zoológico, donde ahora trabajan de asistentes de limpieza limpiando sus propias cochinadas y puercadas.
También la muchacha que vivía en la antigua casa de los enanos encontró a su príncipe azul, y ahora ellos dos comparten hasta sus canciones con las ardillas.
Sin embargo, los moscardones no fueron tan afortunados y todavía andan de incógnito tratando de encontrar al lobo, quien no volvió a aparecer jamás porque estaba muy avergonzado de haber tenido que salir corriendo desnudo por todo el bosque.
Y el resto del tumulto todavía anda extraviado con las direcciones tan largas que confunden a cualquiera. Y la puerta… Bueno, la puerta nunca se enmendó.
Y colorín colorado, gracias a Dios que este cuento se ha acabado, y el tuyo aún no ha empezado.
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