Érase una vez que se era, en una tierra tan, pero tan, pero tantísimo lejana, que ni siquiera podemos llegar a ella amarrados a la cintura de la imaginación o remando con ensueños en el océano de la fantasía, que había un ciempiés. Y este ciempiés era rubio con tendencia pelirroja, tenía cien pies bien parejitos, bigote de poeta que en el aire las compone, y se llamaba Lithobius Esdrújulos Esporádico.
Lithobius vivía entre un bulto de rocas puntiagudas y un tronco caído, en bastante mal estado de conservación, en el invernadero detrás de un conservatorio. Pero Lithobius estaba sólo. Muy sólo. Porque en su casa nada más cabían él y sus pies. Así que Lithobius decidió un día buscarse una novia ciempiesa.
Entonces se levantó apenas se despertó, bien entrada la noche. Y se puso medias de rayas cuadriculadas y botines de dos tonos en la mitad de los pies, guantes de corredor de permutas en el resto, un chaleco de lindas limitaciones, una levita muy alegre, y espejuelos de sol para usar a medianoche. Y salió dando tumbos de la alegría por el camino que conduce a la playa.
Hasta que se tropezó con los hermanos Alberto y Lamberto Cangrejo, tomando la brisa algo remolones.
-Buenas noches tengan ustedes –los saludó Lithobius solemnemente, haciendo una reverencia.- ¿Cómo les va con esa vida de cangrejos ilustrados y dentistas?
-Buenas noches, estimados señores –respondieron los cangrejos hermanos Cangrejo, observándolo de reojo, pues los cangrejos nada más tienen un lado de frente.- ¿Son ustedes nuevos en esta región?
El ciempiés se sintió complacido.
-Claro que sí, y que no –respondió, tan misterioso como un ciempiés zurdo.
Los dos cangrejos lo observaron de nuevo, de hito en hito y bien fritos por la intriga, pues obviamente no podían reconocer a Lithobius con semejante vestimenta rayando en disfraz.
-Claro que sí son nuevos en la región, porque nunca antes vinieron –intentó definir Alberto.- Y llegaron hace muy poco, ¡qué bien!
-Claro que no son nuevos en la región, porque tal vez se marcharon hace mucho tiempo –advirtió Lamberto.- Pero ahora están de vuelta, y viven entre nosotros para siempre, ¡qué mejor!
Lithobius se alegró tanto de que su nueva apariencia resultara tan distintiva y refinada, que comenzó a dar vueltas y más vueltas en círculos concéntricos, mareando a los hermanos hasta que sus ojitos se les hicieron un nudo en la garganta.
En eso llegó una rana policía bastante antipática y certera.
-¡Eh, conciudadanos del sendero a la playa! –exclamó con gran escándalo.- Circulen, que no están permitidas reuniones de más de diez comensales a estas elevadas horas de las tenebrosidades de la noche.
-¿Diez? –preguntó Lithobius, deteniéndose confundido.
-Diez, y no te me hagas el chivo atómico –se molestó la rana.- Esos dos cangrejos y el burujón de ustedes.
-Pues yo soy uno sólo –contó el ciempiés.
-Y yo soy otro –prosiguió el cangrejo más joven.
-Y yo el último –concluyó el cangrejo más viejo.
-Y yo soy un sapo de tamarindo oriental y vine de Asia asido a una cajita de polvo de olor –dijo la rana policía, sacudiéndose su sombrero anfibio por el borde más apartado de toda lógica.- ¡Circulen!, antes que los meta presos por desorden público, asociación ilegal, amotinamiento revoltoso, resistencia a la autoridad mía, y posesión ilícita de tumultos sociales con tendencia de distribución aún más ilícita y diferida, aunque criminalmente áspera, incluyendo premeditación, alevosía y nocturnidad a esta hora de ahora en este momento y en esta noche, conmigo mismo de testigo.
Los dos cangrejos salieron corriendo en ambas direcciones.
-Ustedes también –dijo la rana, bien disgustada.- Circulen en grupos de a diez, o varios menos.
-¡Pero yo soy uno sólo! –exclamó el ciempiés Lithobius Esdrújulos Esporádico.
-¡Tú te crees que yo soy bobo o nací ayer por la tarde, con ese burujón de brazos y piernas que tienen el burujón de ustedes! –gritó la rana.- ¡Vamos, circulen!
Lithobius dio otras dos vueltas en círculos, y se quitó las medias de rayas cuadriculadas, los botines de dos tonos calzados en la mitad de sus pies, los guantes de corredor de permutas del resto, el chaleco de lindas limitaciones, la levita muy alegre, y los espejuelos de sol para usar a medianoche… Y se quedó totalmente encueros en el camino que conduce a la playa, de la manera que sólo un ciempiés puede hacerlo.
-¡Uno! –dijo, ya no muy convencido.
-¡Ah, también exposición pública indecente de un burujón de desnudez bien descarada! –berreó la rana, poniéndose verde.- ¡Ustedes todos van presos ahora mismo!
Así concluyó Lithobius Esdrújulos Esporádico su aventura aquella noche, sin poder encontrar la ciempiesa buscada.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado, y el tuyo aún no ha empezado.
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