Francisco Vásquez

Francisco Vásquez recordaba su niñez, el hijo de un banquero acaudalado que creció en medio de una sociedad decadente, seca y fría, donde muchos tuvieron carencia de alimentos mientras la comida en su casa se tiraba a la basura. Su madre ofrecía grandes banquetes con abundantes raciones, mientras los meseros tenían un hambre tal que se les pegaba el estómago, ella no permitía alimentarlos, eso se vería de mal gusto, mucho menos podrían llevar comida a sus familias.

El planeta había cambiado tanto en estos años, Francisco estaba cansado, obeso y con una cantidad de problemas de salud que ya no recordaba cuantas pastillas debía tomar cada día. Seguía la tradición de sus padres, manteniendo una servidumbre que ya no se usaba y muchos la veían como esclavitud moderna, les pagaba mal y hacía que regresaran tarde en la noche a sus viviendas. Luego de las inundaciones masivas de mitad de siglo, se adoptó una medida radical, el uso de contenedores como lugares de habitación. Se protegería el medio ambiente al tiempo que los desechos industriales servirían para un propósito noble, con un pequeño inconveniente, mucho de estos espacios almacenaron sustancias químicas y radioactivas por años, aunque crearon un conglomerado para recuperar los desechos y los contenedores, lo que pocos sabían es que Francisco asignó arbitrariamente los contratos y recibió una gruesa suma de dinero, lo había visto en su padre y ¿por qué no hacerlo ahora?

Cada semana llegaba al bar, con una copa de güisqui y algunos hielos que bailaban al son de sus dedos ansiosos, observaba a través del turbio cristal la llegada de mujeres jóvenes, había escogido de acuerdo con sus gustos, siempre jovencitas, cuya edad rayaba en la ilegalidad, cada una perfecta comparada con la anterior, rubias, morenas, pelirrojas, con tantos tonos de piel como los nombres que no recordaba, noches perdidas en sus oscuros deseos, paredes interminables que grabaron tantas confesiones y palabras que el prefería olvidar.

Esta vez recibió a una joven delgada, con grandes ojos negros, un cabello hasta la cintura y la piel tan blanca a que las servilletas de la mesa se confundieron con sus dedos. Habló largo rato de cosas inverosímiles, aunque su interlocutor conocía ampliamente la historia del arte, algo inusual en los jóvenes de hoy pensó-. Cenaron copiosamente, langostinos, champán y ostras, hablaron de la obra de Van Gogh, de sus trazos al parecer disparatados pero con unos patrones inverosímiles a la percepción de quienes no conocen el arte y sus turbados pintores.

Ahí estaba observándola, contemplando esa piel translúcida, suave y sedosa, con ese cabello que le recordaba tantas noches, que le traía a la memoria otras mujeres, incontables niñas especialmente por sus gustos refinados. Francisco se culpaba muchas veces por lo que hacía, pero sabía que sus instintos más profundos sólo podían saciarse de esa manera. En la madrugada besó la frente de la joven y secó una lágrima de su abultado rostro, sabía que no la volvería a ver. Hablaron sobre pintura y algo de escritura, Francisco contó sus más profundos y recóndito secretos como lo hiciera tantas veces en el pasado, siempre se aseguraba que cada una de esas habitaciones estuviera completamente aislada sin cámaras ni micrófonos, porque sabía que cuando desnudaba su alma también desinhibía sus más profundos sentimientos, incluyendo las transacciones oscuras y todo aquello que le hacía daño a su pueblo, todo aquello que podría destruir su carrera política. No le importaba, buscaba simplemente hablar hablar de todo aquello que no podía hacer con otra persona en este planeta. Se desahogaba, mencionar aquellas cosas le limpiaba el alma, convertida en una forma de confesión, en una forma de indicar todo lo malo que hacía y que nunca se volvería a escuchar.

Cada uno de sus pedidos fue particular, en especial buscaba las mujeres con cierto color de piel, color de ojos, con experiencia en áreas particulares del conocimiento. Imponía la más absoluta discreción, que su nombre no fuera recordado que en los archivos de registro, por el contrario exigía que permaneciera un dato anónimo el cual jamás podría ser rastreado hacia su vida privada.

Con un par de copas de güisqui regresaba a casa, besaba su anciana esposa y dormía un par de horas como lo hacía todos los días al regresar de su oficina, simplemente otra reunión como aquellas que Marta conocía. Esas reuniones que le habían dolido tanto al inicio de su relación, reuniones que tardaban días en playas recónditas, en yates privados y en habitaciones de hotel. Para sus electores se trataba de reuniones de negocios, para Marta fueron reuniones repulsivas, sentía qué el amor de su vida le engañaba y de esta manera fue muriendo, murió el amor, murió el sentimiento, murió el placer, murió el dolor, murió el odio. Todos los sentimientos empacaron y se fueron, Marta continuó ahí vacía, a la deriva, esperando a su esposo que también estaba vacío, un cuerpo inerte que palpitaba pero no sentía, un cuerpo inerte que le había causado tanto dolor, que le había producido tanta insatisfacción, hasta dejarla hueca, lívida, desconectada. A Francisco le faltaba el placer continuo, tener alguien a su lado sin conocer de quien se trataba; eso justificaba internamente la perversión, simplemente cada una de esas reuniones de negocios se trataba de una transacción y ahora regresaba de una más. Así como Marta iba a la reuniones del club a jugar canasta o a las misas solemnes con el obispo ella veía que Francisco regresaba a casa y ya no importaba, no le importaba nada.

La llamada generalmente ocurría los martes, al igual que una entrevista de trabajo se pedían especificaciones y características inverosímiles, se solicitaba el comportamiento esperado, el tópico y experiencia particular para la cita y siempre a través de un tercero, de esta manera Francisco se aseguraba que jamás su voz o su número de contacto quedará registrado en alguna parte; así conseguía lo que más deseaba, aquellas jóvenes espectaculares con características únicas y necesidades puntuales que le suplirían a él, a un hombre mayor que se había negado a cambiar su estilo de vida, aun cuando los avances en la medicina le proveían nuevos horizontes, prefería evitar los problemas -decía, y buscaba siempre satisfacer aquello que tenía en su cabeza.

Desde temprana edad los sentidos lo atormentaban, le dolían, sufría y percibía más de lo esperado; todas esas sensaciones lo inundaban y necesitaba desahogarlas, desfogarlas de alguna manera. Desafortunadamente para Francisco las primeras experiencias no fueron buenas, tendría tal vez quince o dieciséis años cuando ocurrió la primera desgracia. Había crecido con la hija de una criada, alguien que su familia medianamente apreciaba pero había aceptado su vástago -como ellos decían, porque esperaba que también ayudara con labores domésticas cuando fuera el momento. Francisco la veía taciturna, aunque de alguna manera la consideraba como una hermana, su madre le había mostrado que se trataba de un peón más. En la adolescencia, la joven salió de su capullo, se veía firme, atractiva y no indiferente a las miradas lascivas de Francisco. Cada día observaba a Antonia con un deseo inusual, con aquel deseo que lo acompañaría hasta su muerte; esa tarde la siguió, entendió su rutina y supo que en un momento dado su madre la dejaría sola en la cocina, mientras llevaba los alimentos a las habitaciones superiores. Fue en ese instante que el monstruo más grande, el animal más feroz y los instintos más básicos salieron de Francisco, como una metamorfosis que lo convertiría en un monstruo, la criatura aberrante de hoy, la cual no se detendría para saciar sus necesidades.

Antonia estaba sola esa tarde, Francisco le acarició el pelo y ella lo eludió, sabía que debía callarse y que tampoco podría negarse, no lo deseaba, no lo buscaba, tampoco lo esperaba; pero sabía que un día le llegaría la hora como su madre lo había advertido y ese fue el momento. Francisco la cogió el pelo y la poseyó con fuerza de una manera animal y salvaje, de una de un modo tan brutal que se asió a su cuello con una fuerza descomunal, apretó hasta que el subconsciente concluyó el trabajo, con un placer abominable con la única diferencia que el cuerpo inerte de Antonia cayó sobre el piso.

Antonia falleció como lo hacen los pobres, olvidada, perdida en un tiempo y con un mensaje que indicaba murió de un dolor de costado, la familia de Francisco aún usaba términos en desuso de siglos pasados. El sacerdote la bendijo desde la distancia y la llevaron al cementerio donde están todos los miserables, donde al cabo de unos años, nadie será recordado, no habrá tumbas suntuosas ni frases recordatorias; Martina fue despedida con una cruz, un par de lágrimas de su madre y el silencio eterno de una familia despiadada.

El monstruo de Francisco estuvo dormido durante años, la fogosidad inicial de su esposa se había apagado, los deseos básicos de Marta cubrían sus necesidades iniciales, simplemente esperaba que resultara otra oportunidad. Ahora como un político reconocido no podría darse esos lujos. En algunos momentos, años atrás pagaba por una mujer temporal, una mujer que permitía ser abusada y manipulada. Siempre con los ojos vendados, con unos tapones en los oídos y con un incógnita; nunca sabrían que pasaría al cruzar ese umbral difuso, tampoco con quién estarían. La edad de las mujeres fue descendiendo poco a poco hasta que aquellas pobres desgraciadas como les decía Francisco-, que por necesidad, por hambre o por odio entregaron a sus hijas, aquel ser despiadado que las usó, las abusó y las manipuló sin que nadie lo supiera.

Un fajo de billetes callaría la boca de cualquier pobre siempre lo decía.

Al cabo de unos años Francisco encontró la solución adecuada a sus necesidades, la invitación hablaba de absoluta discreción, todos lo conocían en su círculo social mas nadie lo mencionaba; todos lo usaban y nadie lo discutía, simplemente se trataba de un servicio como cualquier otro. Aquel secreto se asemejaba al vaso de güisqui que todos manoseaban, que nadie reconocía y a todos le servía. Ese tipo de servicio que Francisco necesitaba, de esta manera volvió a saciar sus instintos, pero esta vez aprendió a no desfogarse de esa manera brutal como lo hiciera con Antonia, aunque siempre las golpeaba. Salía con algo de arrepentimiento y regresaba a ese lugar para saciarse como un lobo hambriento, necesitaba regresar por más. Así Francisco hizo solicitudes durante mucho tiempo, aunque se asqueaba por momentos, tenía la excusa perfecta para regresar atraído por sus oscuras pasiones hacia aquel tenebroso lugar.

Una madrugada, Francisco tardó más de lo esperado en salir del cuarto. Había llorado como un niño en los brazos de una mujer que conoció horas antes, en las manos de una mujer que lo recibió y que no lo condenó. Ahí estaba Francisco, desnudo tal cual su cuerpo, su alma y su espíritu, no estaban presentes otra cosa que su cuerpo su ser y su conciencia.

Ahí Francisco conoció el horror mucho más allá de los ojos sin vida de Martina, cuando salió de la habitación había un movimiento inusual en todo el lugar, una cantidad de personas corriendo y terminó en un pasillo que no conocía, donde las mujeres caminaban hacia una puerta. Encontró que ingresaban a un lugar que decía borrado, ese día Francisco escondido tras unos pequeños conoció el horror de lo que había disfrutado durante tanto tiempo. Las mujeres ingresaban a ese cuarto para ser destruidas, borrando su memoria, en medio de la náusea al enfrentar la realidad no sabría si la podía llamar mujeres o no.

Se trataba de cuerpos inertes, blancos, delgados que serían eliminados a través de la incineración. Cuerpos cultivados en un laboratorio, sin conciencia, sin corazón, sin sentimientos. Cuerpos que recibieron información, que fueron programados de acuerdo con las expectativas de Francisco y otras personas para su uso temporal y luego desechados.

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