Desperté a las 3.30am. Me bañé, me alisté y partí a la terminal de buses. La amaba e insistí por meses que vuelva a Lima o que me permita visitarla en Huancayo. Finalmente aceptó mi invitación y venía a Lima. Estaríamos juntos el fin de semana.
Tenía ropa nueva, la había comprado unos meses antes. Esperaba usarla cuando ella llegara. Y, ese día, llegaba. Con una cierta vanidad me miré en el espejo. Rara vez tenía ropa nueva. Me sentía extraño, pues todo era nuevo. Creí que me quedaba bien. Sonreí algo nervioso.
Era muy temprano. Su bus desde Huancayo debía llegar hacia las 6am. Era poco más de las 4am, pero decidí salir. Entre las cuatro paredes tan próximas de mi cuarto, no entraba mi corazón.
Era posible que el bus adelantara unos minutos su llegada. No quería perder ni un instante su sonrisa. Caminé hacia la avenida. Algunos borrachos volvían. Crucé hacia la otra vereda. No quería problemas. Como siempre, no se percataron que estaba allí. Seguía siendo invisible. Más, en una noche tan oscura.
Llegué a la avenida. Debía cruzarla para tomar el bus. Lo vi venir a alta velocidad. Corrí. Me vio y logró detenerse. Subí. Algunos jóvenes saliendo de fiesta. Otros tantos obreros dormitaban. Me senté en un asiento vacío y pensé en ella.
Llegue a mi destino en 20 minutos. Bajé del bus. Era poco antes de las 5am. El frío de agosto era terrible.
La humedad me traspasaba. No me importaba. Esperé junto a un poste que abrieran el terminal. Al ingresar, me senté en una vacía sala de espera.
Los buses empezaron a llegar. Sabía el itinerario de cada uno de ellos. No bajaría en el primero. Había revisado, en las pantallas, todas las llegadas previstas. Sin embargo, cada vez que llegaba un bus de Huancayo, salía al espigón y, a pesar de saber que no era su bus, esperaba hasta que saliera el último pasajero. Luego volvía a la sala de espera.
Pasaron dos horas y seguía esperando. Más de 15 buses habían arribado ya. Averigüé con un amable chofer y había tráfico pesado en ruta. Los buses tenían retrasos de más de una hora. La angustia me mataba. Pero allí seguía, aferrado a mi espera.
Supe que ese era su bus. Cuando se estacionó, yo ya estaba junto a la puerta. La vi bajar. Me sonrió. Me besó en la mejilla. Me dijo que se alegraba de verme y me dio infinitas gracias, muchas gracias, demasiadas gracias, por haberle regalado el pasaje de ida y vuelta. Me agradeció nuevamente por regalarle ese lindo fin de semana en Lima. Me lo dijo con una sonrisa tan grande y alegre que no pude responder. Mi corazón se aceleró. Era feliz.
Llegó él. Se besaron, le dio su maleta. Se fueron juntos.
OPINIONES Y COMENTARIOS