La otra vez me pareció verte asomándote en el balcón de la casa de tu prima. Fue un sábado por la mañana. Me distraje un momento para no tropezar con toda esa gente que anda debajo en la avenida y luego, ya no estabas. ¿Fuiste tú realmente? Por el vuelco en mi corazón diría que sí lo eras aunque todo pasó tan deprisa que puede que me lo haya inventado y lo único real es que esos cuatro pisos me dejan fuera los sábados como ese día y cualquier otro de la indolente semana.
Sabrás Daysi que desde muy lejos ya puedo distinguir ese dichoso edificio. Al llegar a Pio XII y de espaldas al Callao que se deja ir hacia el mar como una de esas bestias sedientas para acabar con su sed, alcanzo a ver la avenida Faucett y el perfil huraño del edificio aún sin ventanas ni balcones, atravesado de todas las interrogantes de quienes tienen alguien viviendo en esos departamentos duplicados. Al pasar por allí mis propias dudas se suman a las de aquellos desconocidos salvo que las mías permanecen en esa cresta cantada que es con la que se pronuncia una pregunta y no descienden nunca a esa llanura de la voz donde charlan las respuestas.
Ya en la avenida al dar la vuelta a esa esquina vidriosa del banco me pongo en manos del azar para que tú y yo coincidamos a través de los cuatro pisos entre nosotros, de modo que mi paso bajo el balcón te encuentre curiosa detrás de la baranda con tus ojos enaltecidos por todo ese ajetreo que hormiguea en la calle. Hasta ahora ese azar no ha sido generoso conmigo y solo me ha entregado el ajeno quehacer de otros en los demás balcones que se reclinan a la avenida. Cada mirada mía es estéril, cada suspiro no correspondido. Veo en vano hacia lo alto y a veces pienso que soy como esos devotos que elevan sus oraciones cuando aquí debajo arden los deseos en este ancho páramo donde se estruja la vida.
Todos andan por allí con un propósito definido. La gente acude guiada por la promesa de librarse de sus males en la farmacia, se afana avarienta en las ventanillas del banco de la esquina o sus bolsas salen recompensadas con toda clase de productos que obtienen del minimarket y que da casi justo debajo del balcón. Los pasos van y vienen por esa parte de la avenida hasta que la duda los enmienda hacia los escaparates opulentos o a los mercaderes de la calle que vociferan lo suyo, pero al fin sus rumbos prosiguen y se pierden a lo lejos. Mi destino en cambio es más incierto y me lleva a vagar por toda la cuadra bajo la sombra de tu balcón. Vuelvo una y otra vez sobre aquello que otros abandonan. Pero si alguien me ve detenerme que evite confundirse: no pertenezco a este mundo de monedas e intercambios, el mío permanece a salvo del cobre mercenario y los placeres que se marchitan, y yace allá arriba cauteloso en un rectángulo ingrávido que posterga indefinidamente su aparatosa caída, desnudo a los vientos y a la lluvia, entre el abrazo perpetuo del edificio gris que lo sostiene y su inmensa soledad pública.
Si esa avenida que discurre debajo es como un río y jamás es el mismo en la prisa de los vehículos y los peatones que la atraviesan, el balcón es la serena roca sobre ese río. Cuando te asomas sobre ella querida mía, es el tiempo el que fluye debajo y desde esa privilegiada cima has de saber lo que está por venir y lo que no regresará. Y entonces eres como una soberana con todas esas criaturas medrando debajo mientras que tú persistes. Los ves partir a cualquier parte o a ninguna parte o al olvido. Pero nadie te ve partir porque el horizonte te pertenece.
Ojalá el amor fuera una escalera y yo ser el bandido que trepa por cada uno de sus peldaños para asaltar tu balcón, salvo que el amor no se hurta sino que se conquista. Tendría que ser entonces un gato, uno muy ágil y discreto para que de pared en pared se descuelgue en el risco de ese precipicio sin miedo a volver a intentarlo otras siete veces por cada una de sus vidas perdidas en el vacío. Pero eso significaría un amor fallido y el amor ha de ser perfecto. En su lugar sería preferible que el amor sea una pequeña avecilla que se eleve ligera hasta ese peligroso borde y desde allí proclame su canto en señal de triunfo. Si así fuera empero el amor se envanecería ante sí mismo y cómo sería posible que un amor pueda exaltarse si no es con la presencia del otro. Así pues este amor que no debería ser escalera, ni gato, ni ave, frente al desafío del balcón, a fuerza de querer ser lo que no es le ha de llegar la sabiduría de que es mejor ser lo que siempre ha sido.
Desde la calle en la ruidosa avenida al pie de tu balcón mi amor por ti vuelve entonces a la orfandad y no hace más que acurrucarse. La espera es una navaja pero no hay lugar para el reproche en este pavimento enamorado. Delante de los opulentos anaqueles soy como el mendigo sin poder llevarse un mendrugo a la boca mientras no te asomes en lo alto y tu belleza no florezca en ese breve cielo.
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