El Gran Cabrón

La serpiente se retuerce agonizando envuelta en llamas.

Las pezuñas demoniacas la han aplastado sobre la tierra y han impregnado su cuerpo con una llama implacable.

El engendro ha continuado avanzando sin ningún escrúpulo sin volver la vista atrás.

Cada huella de sus pasos humea, consumiendo un fuego en su interior que va quedando como una impronta de su paso sobre el terreno desolado.

Esta quizás sea la última imagen que ve el reptil antes de fenecer.

Las patas del macho cabrío avanzan con pasos largos pero pausados. Y tras cada paso queda una llama parpadeante, como un goterón de lava formando pequeños cráteres.

La cara del Gran Cabrón se vuelve.

La imagen, tras el montaje, quedará inmortalizada en dos tomas diferentes ocupando la pantalla: un primer plano de la cara demoníaca, con la testa coronada por una soberbia cornamenta, ojos dorados caprinos y una sonrisa satisfecha admirando la desolación que ha dejado a su paso. Y otro plano con la serpiente retorciéndose en una llama que debe parecer inagotable.

La cámara va retrocediendo con las imágenes del culebreo y el rostro infernal, cada vez más pequeñas. Conserva por unos segundos el primer plano congelado y se va a fundido en negro.

Al ocupar menos espacio la imagen de la serpiente, algunos espectadores llegarán a pensar que la del demonio tiene demasiado protagonismo; como si él mismo gobernara la cámara para hacer destacar su ego.

El impacto visual se ha logrado con creces.

—¡Corten!

Las imágenes del mundo torturado quedan al fondo del estudio. El horizonte convertido en el perfil de una sierra negra permanece hasta que se apagan las luces al fondo.

—¡Estoy harto de soportar esta cornamenta!

—¡Ni que fuera de verdad!

Todos los actores secundarios y el resto de técnicos ríen estrepitosamente la ocurrencia del director.

Es algo muy necesario que los secundarios rían las bromas del director si quieren llegar a estar en primera línea, delante de los focos.

Entre la esposa del falso Gran cabrón hay algo más que palabras y todos lo saben.

Quizás él también. Tal vez le debe su trabajo a esa pecaminosa relación.

Debería de sospechar porque ella, la gran actriz, la preciosa, hace meses que no trabaja y él tampoco gana tanto por su aportación magistral a la película.

Siempre que termina una escena ve en la semioscuridad a su rutilante esposa la estrella muy cerca del director en actitud cariñosa. Quizás demasiado cariñosa.

—¡Que estómago tienen algunos! — oye que dicen a su paso.

No sabría decir qué le duele más, los comentarios maledicentes o la envidia que destilan hacia su persona.

¡Mediocres, nunca conseguirán un protagonista!

Pero, en realidad su autoestima está cayendo en crisis. Y por su fuera poco acaba de recibir una Notificación de Embargo; nunca debería haberle hecho caso. Si hubiera comprado la casa como él quería ahora no estarían en esta situación.

Claro, ella necesitaba mucho dinero para mantener su ritmo de vida.

Y ahora ni siquiera puede hablar con ella porque hace algún tiempo que no convive. Solo la ve cuando acaba una escena, acaramelada con el director sin recato.

Los componentes del set le miran; unos con conmiseración, otros con una sonrisa burlona en el rostro mientras señalan su cornamenta.

De regreso a casa para el coche y, al rato, sale de la tienda con una bolsa de papel llena de botellas. ¡Como pesan!

En su solitario hogar se encarga de aligerar el peso de varias botellas; bebe, bebe, bebe…solo, como un idiota en el salón casi a oscuras, solo iluminado por la luz del televisor sin sonido. Se ríe mientras se le escapan unas lágrimas.

Los demonios también beben; a veces no les basta con sus maldades. Trata infructuosamente de imitar una risa diabólica pero solo se provoca una arcada.

Es demasiado cobarde para suicidarse y, además, debe ser una de las pocas personas que no tiene un arma en Los Ángeles.

¿Una cuchillada en el cuello?; está demasiado borracho y quizás volvería a hacer el ridículo. Ya está imaginando los titulares:” El famoso cornudo de Hollywood intenta suicidarse y se da un corte en la mejilla no mayor que el de un mal afeitado…” ¡Ja, Ja y Ja!

Nunca va a dejar de ser el payaso para quienes le rodean.

No sabe cuánto tiempo ha pasado. Es de día y la televisión continúa emitiendo su programación muda. Por cómo le pesa la cabeza debe haber pasado un siglo.

Su primer pensamiento para ella: ¡Zorra!

Sale a la calle, coge un taxi (él no está para conducir) y cuando llega a los estudios no hay nadie para recibirle.

Un solitario guarda le abre la puerta del estudio mientras no deja de sonreírle. Es uno de esos jovenzuelos busca fortunas de los que tanto abundan aquí. Debe pensar que sonreírle o insinuarse a un actor consagrado es un escalón necesario para auparse a la Fama.

Él no necesita nada así en estos momentos ni en su vida.

En su cabeza tan solo ve a la zorra desnuda en brazos de un director. O de un productor o de un guionista. En brazos de cualquiera menos en los suyos.

—¡Zorra!

—¿Perdón?

—Nada, que estaba ensayando: ¡Zorra!, ¡Zorra!

—Le dejo solo, gracias. Si me necesita ya sabe dónde estoy.

Esa mirada, como si viera en él a un maldito loco, la ha visto tantas veces a lo largo de su carrera que no sabe si odiarla o sentirse halagado ante lo que suscita su calidad interpretativa…

La soledad de un set a oscuras es muy intimidante. Y él desde siempre ha temido a la oscuridad. No se le pasa por la cabeza llamar al vigilante para que arroje un poco de luz sobre su mente, o encienda alguna del estudio.

Ha visto en numerosas ocasiones donde está el armario desde el controlan la luminotecnia; tantea sin sentido los interruptores y se decide a conectar uno, a voleo, que ilumina el centro del set.

Su disfraz aparatoso descansa sobre el baúl de attrezzo donde lo dejo esta mañana.

¿Qué impulso le lleva a colocarse la cornamenta? Algunos dirían que es lo que le corresponde. Sin duda aún no está despejado de mente.

Los zancos, con esas pezuñas de hierro tan truculentas tiene más sentido que se los ponga; verse más alto le hace sentirse mejor, más poderoso.

—¡Zorra!

Como si tratara de impresionarla, cuando a ella no le interesa nada más que la pasta.

Al fondo del set, en la oficina donde el director trata con los actores a diario los problemas de rodaje, se oye algo. No sabía que había alguien aquí.

Tampoco sabía exactamente a qué había venido.

Los gemidos de una zorra; eso es lo que se oye…

Ha abierto la puerta del despacho de golpe; siempre ha sido muy peliculero, y ahora es actor. Cree que el factor sorpresa debe ser muy importante: no todos los días ve uno aparecer en la puerta su despacho a un demonio.

Ella está desnuda, cabalgando sobre él. Lo mira sorprendida, aunque no va maquillado.

El zanco con final metálico la alcanza en la cara y se queda ralentizada en un sangrante gesto de sorpresa. ¿Y qué decir del director?; empieza a desgranar sus estúpidas excusas, sus amenazas, mirando horrorizado como la vida de su amante ocasional se escapa a través de una brecha abierta en un lateral de su bonita cabeza. Los ojos de la difunta solo reflejan el horror del último instante, de la desagradable e inesperada sorpresa.

La cara del director es un verdadero poema; ¿cómo este mierda ha tenido huevos para dar este paso?

—Tu carrera se ha acabado, que lo sepas…

Él se ha quitado ese adorno, que tanto le definía, y con el casco coronado de cornamenta lo inserta en el pecho desnudo del director.

En un rato deja de respirar. Los ojos han quedado fijos, aunque sin vida, mirando hacia las alturas. Hacia el entramado de focos apagados como si su último deseo hubiera sido que semejante escena hubiera sido filmada en todo su esplendor.

Los ojos de ella están fijos, sin posibilidad de escapar a la visión del pecho de su amante atravesado por los cuernos del Gran Cabrón.

¡Corten!

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