Trajiné el refrigerador, luego la frutera. Me dirigí a la terraza, rasqué mi cabeza y bostecé libremente, sin tener esa obligación de cubrir la boca con la mano; me estiré, elongué la parte superior del cuerpo a mis anchas, alzando mis brazos a más no poder… Observé todo a mi alrededor. No vi el movimiento de personas ni el ruido de los vehículos de siempre. Sólo llamaron mi atención los campanazos de la vieja iglesia que en ese preciso momento percutían estridentes. Los conté uno a uno, diez fueron los que memoricé. Di la vuelta pensativo, con deseos de alguna explicación. Fui al baño, vi mi imagen descuidada en el espejo. Analicé mi rostro, observé detalladamente mi cara, los vellos de mi creciente barba de cuarenta y ocho horas daban mal aspecto. Pasé el anverso de la palma de mi mano sobre mejillas y mentón, la aspereza de la superficie de la piel confirmó mi segura apreciación. Primero la afeitada, luego la ducha, esa extensa ducha que acostumbro a tomar el fin de semana. Al ponerme inicialmente bajo artificial lluvia me dio escalofríos, luego sentí lo grato, su tibieza. Examiné prolijamente mi cuerpo, canté canciones de moda. Salí fresco y renovado de pies a cabeza.

Llevé el calentador de agua al chorro de la llave, lo enchufé instantáneamente. Dentro de mi jarrón, café, azúcar, un poco de leche y sobre ellos el agua recién hervida. Del refrigerador extraje una rebanada de jamón y otra de queso, armé un improvisado emparedado con un trozo de pan del día anterior. Permanecí de pie. El primer sorbo del humeante café quemó mi paladar, aparté el jarrón y acerqué urgentemente a mi boca el pan, mordí una profusa mascada para atenuar el dolor de la desagradable quemadura. Me senté parcialmente sobre una de las sillas y continué con el informal desayuno. La radio anunciaba canciones del ayer, bellos recuerdos, señalaba insistentemente la estereofónica voz del locutor. Ni un solo comentario del día, ni una noticia que diera indicio de lo que sucedía en la ciudad, salvo la peculiar programación. El santoral –me dije. Me acerqué al calendario, el cual me dio ciertas luces: —Corpus Christi. Sí, efectivamente, feriado; fiesta religiosa, pero no de precepto.

La noche la había pasado de una sola vez. El día anterior había sido agotador en el trabajo, y luego el regreso a casa… Un multitudinario desplazamiento de personas por las distintas calles y avenidas por donde anduve, además el transporte vehicular, especialmente el público eran atroces. Cuando llegué al departamento colgué mi abrigo y me tiré sobre la cama, estaba agotado; me quedé profundamente dormido hasta avanzada la mañana de este nuevo día, tanto así que de buenas a primeras no sabía qué ocurría cuando desperté.

Abrí las puertas del vestidor y comencé a elegir y combinar algunas piezas de ropa. No era necesario dedicar gran tiempo a este acto, estaba finalizando la estación otoñal, por lo que cualquier camisa, suéter, chaquetón estaría bien. Culminé correctamente vestido frente al espejo; pero hasta ese momento no tenía ningún plan para el día.

Deseé ir al quiosco más cercano en busca del periódico y alguna revista de pasatiempo. Bajé las escalas prontamente, no quise usar el ascensor, tenía el tiempo a mi favor. Hice lo de costumbre, miré atento los cuatro costados del quiosco repletos de información, y que a pesar de ello, confundido, creció mi desinformación. Pagué con dos billetes, de vuelto recibí sólo monedas, las que deposité una a una en mis bolsillos. El regreso lo hice a paso lento, hojeando, leyendo titulares, epígrafes de noticias y dando un vistazo de barrida a aquellos temas que me interesaban. Al llegar al edificio preferí la comodidad del ascensor, marqué el tercer piso. Se cerraron y abrieron las puertas en segundos; al inicio del pasillo se escuchaba la insistente alarma telefónica, caminé rápido, abrí al instante, lancé el periódico y la revista sobre el sofá, pero no alcancé a contestar. Esperé atento a que insistiera quien necesitaba comunicarse conmigo. Retomé el periódico, me fui a la página de cultura, nada que me interesara. Sería un largo y aburrido día. Lo único que podría salvarlo sería, paradójicamente, la noche; pero cómo acortar el día. Alcancé a desarrollar dos puzles de la revista cuando me dieron ganas de salir a la calle. Tomé un trozo de pan y me dirigí a la plazoleta de enfrente del edificio, ahí comencé a tirar migas a las palomas, me entretuve alimentándolas largo rato. No había ni un alma en las calles, apenas divisé un par de vagabundos y un policía. El viento sacudía las últimas hojas envejecidas de los encinos, tomé dos de ellas y las guardé para mi colección. Di un par de vueltas alrededor de la fuente, giré cerca de ella que me reflejó sobradamente, casi más de medio cuerpo. Gracias al ondear y a la turbiedad de sus aguas mi figura se vio favorecida, situación que íntimamente llenó de halagos a mi ego.

Queriendo buscar cosas que fueran motivo de alguna entretención trajiné prolijamente todos los bolsillos de mi chaquetón, encontré la colilla de entrada a un recital y una servilleta impresa de un reconocido café. Las examiné detalladamente una a una; la fecha y programa de la primera me recordaron nítidamente aquel inolvidable espectáculo; el dibujo y eslogan de la segunda me hicieron ser un improvisado crítico de su diseño y su gráfica. Luego algunas monedas las hice sonar al interior de mis bolsillos, traté de adivinar su valor sólo con palparlas. Me senté luego en el borde de la pileta, su altura me hizo dejar mis pies en el aire, colgando, los balanceé rítmicamente en distintas direcciones; revisé mis zapatos, les hacía falta lustre, brillo; rocé la cubierta de mis zapatos contra la parte posterior de las piernas del pantalón para conseguir que mi calzado brillara. De un sólo movimiento me bajé del borde y comencé a mirar las nubes, el cielo… traté de pronosticar el tiempo para horas de la tarde. La dirección que llevaban las hojas me entregó cierto indicio. Estaba conforme, al menos durante gran parte del día no llovería. Era de aquellos días de otoño predilectos para mí: nubosidad alta y con viento.

Sentí hambre, deseos de comer algo sustancioso porque mi estómago ya reclamaba la hora de su alimento. Comencé a imaginar qué comer y a enumerar algunos platos: pollo, churrasco, pescado, marisco, pasta, budín. El problema era que tendría que examinar las provisiones, especialmente las del refrigerador para hacer más real las posibilidades. Saqué la cuenta del tiempo que me llevaría en preparar el plato de almuerzo. No era necesario hacer el mínimo análisis, revisé mi billetera… mi necesidad y ocurrencia del momento me hizo ver el letrero del restaurante de comida china de la cuadra siguiente.
Leí desganadamente la carta del menú, sabía que mi instinto y costumbre me harían pedir carne mongoliana y arrollado primavera, además de un jugo natural. Eso pedí. La ausencia de comensales hizo distraerme en el decorado del local y en la fisonomía de los dos orientales que atendían cortésmente. Reparé en algunas extrañas imágenes religiosas y también en las lámparas que a esa hora estaban parcialmente encendidas; además observé curioso el lenguaje que ambos utilizaban, sus expresiones, gestos, y toda su cultura. Llegó en un dos por tres el caliente plato a la mesa. Mis primeros bocados me obligaron a soplar previamente la comida sobre el tenedor. Alternadamente fui ingiriendo arroz, carne con verduras, arrollado primavera y más distante, un sorbo de jugo, cosa que repetí en forma mecánica; pero con mi vista pendiente de lo que ocurría a mi alrededor, vagué con mi imaginación, planteé hipótesis, reflexioné y tantas otras cuestiones sobre las cosas que veía; también traté de organizar un plan para la tarde de este día. Pedí la cuenta. Pagué holgadamente con un billete de cinco mil, de propina dejé parte del vuelto, sólo las monedas.

Caminé de regreso al departamento lentamente, la relajación que se produce después de haber almorzado me hizo utilizar el ascensor. Lavé mis dientes, encendí el equipo de música y me dirigí a la habitación a reposar sobre mi cama. En instantes me quedé dormido. Desperté con ruidosos gritos que hacían niños en la parte baja del edificio, habían transcurrido cerca de cuarenta minutos. Me puse de pie, examiné mi aspecto en el espejo del baño y salí a la calle nuevamente. Mientras bajaba por las escalas se me ocurrió ir a caminar por uno de mis lugares predilectos, el parque y sus calles aledañas. Tomé rumbo seguro hacia ese sector, el viento hacía despeinar mis cabellos, las hojas danzaban en una sola dirección, miré atento el cielo, me indicaba claramente que en cualquier momento podría precipitar, a pesar de esto, continué seguro hacia mi destino. Al menos me encontré con algunos transeúntes en el trayecto, claro, todos en forma solitaria: ancianos, jóvenes, caballeros y algunas señoras; salvo un par de matrimonios y una pareja de enamorados, estos últimos en un dos por tres desaparecieron de mi vista, seguramente habían entrado a alguno de los cafés del sector. Al llegar al parque, en la parte sur, me detuve para apreciar la alfombra amarilla que se había formado en su avenida principal, un espectáculo fantástico, por decir lo menos. Me culpé por no haber traído la cámara para fotografiar esta maravilla de la naturaleza.

Quedé contemplando largo rato las hojas que cubrían completamente la senda, estaba tapizada de tonos cafés, amarillos, dorados. Miré hacia todas partes, asegurándome que nadie me observaba, volteé rápidamente para apreciar la totalidad del parque al mismo tiempo. Giré mi cuerpo seguidamente, mis pies apoyados en un mismo punto, puse mis brazos perpendiculares a mi tronco, a manera de cruz, y giré, giré muchas veces con los ojos completamente abiertos mirándolo todo, disfrutando alegremente como un niño; el viento se encargaba de hacer su parte: volar las hojas cíclicamente a mi alrededor. Repentinamente perdí el equilibrio… caí al suelo, me había mareado; caí suavemente en las mullidas hojas sobre las que estaba, reí a carcajadas por este acto festivo. Quedé un instante tendido, gozando de aquella inusual escena. Me paré, sacudí las hojas que se habían adherido a mi ropa y comencé a caminar al interior del parque por su particular avenida. Mis pies eran amortiguados por el colchón natural, haciendo sonar gratamente las caducas hojas. Era un crujir fino y elegante que daba deseo de escuchar infinitamente.

Me senté por un momento sobre el respaldo de uno de los escaños, queriendo tener otra visión de esta formidable área verde. Identifiqué el nombre vulgar y científico de la mayoría de árboles y plantas que vi mientras descansaba. Las características de hojas, tallos, troncos me dieron la necesaria información, haciéndome sentir orgulloso de mis conocimientos botánicos; mal que mal, había tenido buenas calificaciones mientras estudiaba esta cátedra. Me afirmé junto al pilar de uno de los faroles, traté de calcular su altura, apoyándome de ciertas medidas arbitrarias… tres metros o talvez dos metros ochenta, pensé. Enseguida, cerrando uno de mis ojos, alineé con mi vista la hilera de faroles, comprobé que estaban en línea, a la perfección. Luego, conté los pasos que había entre escaño y escaño, recogí algunas hojas y clasifiqué, conté también algunas personas que pasaban, leí tratando de memorizar leyendas de algunos monumentos, y un sin fin de cosas más para darle sentido a mi tarde.
Poco antes de oscurecer llegué al extremo oriente del parque, donde se ubica la bella fuente, observé atento sus caídas de agua, interminables como cascadas, también los remolinos y su remanso. Vi sus ninfas y dioses protagónicos que la hacían, ese atardecer otoñal, una escena viva, invitando no sólo a contemplarla, sino a integrarse a ella. En esos precisos momentos como por arte de magia, su juego de luces la alumbró toda de una sola vez, entregándole mayor movimiento, realce y credibilidad escénica a toda la fuente. La miré fijamente, me acerqué a su borde, el agua salpicó mi rostro gratamente, haciéndome uno más de sus míticos protagonistas. Luego me aparté de ella, retrocediendo lentamente, sin darle vuelta la espalda; con esta posición logré tener una visión global e íntegra de la fantástica fuente.

Estaba oscureciendo, mi regreso lo hice por la calle que corre junto al parque, la leve inclinación de su calzada hizo alivianar mi cuerpo, haciendo más llevadera mi andanza. Me entretuve disfrutando con las estéticas fachadas de residencias, con los pulcros jardines y particulares cafés, restaurantes, librerías y boutiques de aquel barrio. Tuve necesidad de beber un café caliente, de degustar su sabor y aroma. Entré a uno de los tantos de estos locales, guiado únicamente por mi olfato. Me acerqué a la barra y pedí sin titubeos un café colombiano. Su aroma me llegó de primera fuente, saboreé cada sorbo que me revitalizó de energía. No tuve tiempo de preocuparme del local ni de los clientes, se hacía de noche y debía llegar a casa cuanto antes.

Apuré mis pasos de regreso, pero antes pasé a comprar una pizza para la cena. Tomé el elevador, y de nuevo me encontré en mi ambiente privado. Encendí el televisor, la finalización de los noticieros me orientaron en el horario. Puse la pizza en el microondas y ansiosamente me la serví. Alcancé el control remoto del equipo de música y programé temas de los noventa, tarareé algunos de ellos, mis favoritos; luego acerqué una copa, hielo y preparé un trago. Me senté relajadamente en el sillón, poniendo mis pies sobre la mesita lateral y comencé a disfrutar de la música y el licor. Traté de darme ánimo con estas cuestiones corrientes pero fundamentales, no quería que la depresión me visitara por encontrarme solo o a consecuencia del clima de la estación. La música entusiasmó mi ánimo, el alcohol hizo lo suyo. Repetí otra copa, siguiendo con mi misma postura y comportamiento.

Acomodé mi pelo, me puse perfume y de nuevo a la calle; claro que esta vez, cerca de la medianoche. Me eché a andar en dirección a bohemios barrios, a algunos bares que son bien concurridos y que atienden hasta la madrugada. Mientras caminaba por la helada y brumosa noche, recordaba la rutina diaria, las comunes cosas que hice para acortar lo aburrido del día. En cambio, la noche que iniciaba sería como siempre, mi mejor compañía; sin necesidad de inventarle nada, por sí sola, con su basto programa, ella me entretendría.

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