Píldoras de Personalidad

Píldoras de Personalidad

Sunhaila

12/08/2022

Larisa era el tipo de chica vacía, aburrida, plana, sin nada que la caracterizara, excepto su andar fantasmal y silencioso a través de la escuela; a ella nadie la notaba, nadie la miraba, y no le importaba porque así nadie la molestaba. Era observadora, su mente era maravillosamente buena en matemáticas, pero nunca destacaba por su apatía y una voz que casi no usaba para hablar en horas de clases.

No le gustaba nada, no quería nada. Al llegar a su casa, hacía lo que sea, luego dormía. Siempre se despertaba antes del amanecer, así que se quedaba en su cama todos los días mirando hacia la ventana, esperando al sol, para poder empezar de nuevo un día monótono y rutinario.

No entendía como las personas no se daban cuenta de cuán repetitivo era todo: la misma escuela, para conseguir la misma vida en el futuro, con el mismo trabajo terrible y la espera de la muerte. Ella rehusaba amar a algo o a alguien, sabía que eso era lo único que sacaba a todos de aquella rutina repulsiva; pero el amor tenía un grave problema y es que también, poco a poco, caía en patrones.

Simplemente, la vida era tan aburrida, que ella no podía vivirla. Incluso su daltonismo hacía que viera el mundo más apagado de lo que era.

Cuando llega a un lugar nuevo y alguien trata de acercarse, como en el primer día de bachillerato, Larisa logra alejarlo pronto. Es natural que las personas se esfuercen por defender sus ideas, pero en cuanto se topan con ella y explica la razón de porque no “vivirá” una vida tan absurda por voluntad propia, se quedan sin respuestas con rapidez y se rinden. Larisa deja de importarles poco después, es una persona de millones y para ella es aún mejor cuando la ignoran, le permite hundirse por completo en su miseria.

Esta vez, ella creía que todos se habían rendido, pero jamás se enteró de Brendon. Él tampoco era nadie, pero si era diferente. Su pasatiempo era observar y darles a las personas lo que necesitaban. No es como si fuera su trabajo, aunque en cierta forma lo era, su tarea desde el principio había sido esa.

Brendon pudo saber la combinación del casillero de Larisa luego de vigilar de cerca, lo cual requería para hacerle llegar lo que tenía preparado. Cierto día, consiguió para Larisa el regalo perfecto. Era un viernes.

A la salida, Brendon observó desde lejos como ella sacaba aquel frasco de su casillero. Él esperaba que lo viera ya que, si Larisa no se lo llevaba a su casa, él se encargaría de que aquello estuviera donde sea que ella volteara. Para el lunes, ella debía de haber probado el producto o Brendon habría fallado. Y él nunca falla porque, si falla, el infierno caería sobre él.

Por su parte, Larisa sabía que ella no había puesto ese frasco ahí. Además, el nombre del fármaco era bastante tonto, como una broma. “Píldoras de personalidad”, se leía al frente. Aunque la etiqueta estaba muy bien hecha, casi parecía real y confiable.

En las especificaciones decía: tomar una cada 24 horas; no se recomienda su uso prolongado; no consumir cuando tenga buen humor y/o en menores de 12 años.

Sonaba como antidepresivos para ella, tal vez una nueva medicina. Pensaba que podía darle una oportunidad, así que los llevó consigo a casa. Investigaría sobre ellos, pero realmente no le importaba si la mataba o enfermaba, daba igual.

Estuvo tentada a probarlo tres veces ese fin de semana. Primero, el sábado a media mañana, cuando su mamá le gritó como todos los días. Segundo, el domingo muy temprano, cuando no podía seguir durmiendo. Y al final el domingo por la noche, porque prometía que su efecto duraría 24 horas.

El lunes temprano se decidió. De cualquier forma, ya estaba harta.

Le dio una mirada a la cápsula en la palma de su mano, era una cápsula de tamaño normal mitad blanca, mitad roja. Entonces, la puso en la entrada de su garganta y tragó. No sintió nada de inmediato, tampoco en la próxima hora.

Casi lanza el bote a la basura, pero por alguna razón se detuvo. Tal vez les daría otra oportunidad mañana.

Larisa tomó ropa al azar de su closet y se vistió. Puso su cabello rubio y rizado en una cola de caballo alta, dejando al descubierto su esbelto cuello y sus pómulos altos. En sus labios resecos aplicó un chapstick de cereza que no sabía que tenía. Luego, en el espejo unos ojos azules sorprendidos le devolvieron la mirada.

Había una chica alta y delgada en su reflejo, como una intrusa, vistiendo ropa oscura como siempre, pero por alguna razón las medias de red y las botas habían combinado bien con unos shorts viejos y esa blusa floja con un estampado de Red Hot Chili Peppers “Otherside”.

Trató de cubrirse con una chaqueta de imitación cuero, y eso solo la hizo verse mejor.

Ya no había tiempo para cambiarse a su aburrida ropa de siempre, así que salió de su casa y llegó a la escuela.

Se sentía enojada en una forma que no había sentido en mucho tiempo. Todos la miraban, como tampoco había sucedido nunca. Se sentía con la actitud de hacer lo que quería.

En el día tuvo el impulso constante de responder a todos con un comentario sarcástico, subir los pies a su pupitre y saltarse las clases, situaciones que hizo realidad, por lo que se ganó un castigo después de clases.

El cambio de Larisa pareció llamar la atención de muchas personas, sin embargo, la mayoría de todos ellos pensaron que solo era una estudiante nueva. No obstante, Marco no era parte de esa mayoría, él la esperó afuera de la oficina de orientación para hablarle. Los pasillos ya estaban vacíos a esa hora, y casualmente nadie más se había portado mal este día, así que todo estaba completamente solitario cuando Larisa salió.

— ¿Acaso tomaste píldoras de sarcasmo? – Marco se burló de ella para atraer su atención. Larisa se sorprendió con el comentario, pero luego pensó “él no sabe nada”, así que solo le puso los ojos en blanco.

Ella siguió su camino, él fue tras ella.

— Sabes, siempre noté lo rubia que eras. Pero ahora… eres diferente. Incluso tus ojos resplandecen – dijo él, caminando a su lado, acechándola. Tratando de decir algo lindo, al parecer.

Larisa no podía decir que no le gustara. Lo extraño es que generalmente no se fija en chicos, pero justo ahora podría ir a donde este la llevara. No es que él fuera del tipo apuesto, era más bien del tipo drogadicto con la palabra “peligro” tatuada en la frente. Tampoco era literal, pero si estaba segura de que tendría más de un tatuaje oculto. Además, era mayor; probablemente debió haber salido de la preparatoria hace un año y aún está cursando el último grado.

— ¿Qué piensas que conseguirás siguiéndome…? – ella detuvo su caminar abruptamente. Eso descolocó a Marco.

— Bueno… salir algún día, no lo sé.

— ¿…Sexo? – ella interrumpió su balbuceo.

Él abrió mucho sus ojos, pero inmediatamente sonrió.

— Tal vez.

Entonces, ella lo besó. Un beso loco, desenfrenado e intenso. Con la sorpresa a su favor, pudo empujarlo contra la pared. Larisa tenía el control… No. No tenía el control.

Se alejó de él. Ella no era así, eran las estúpidas “pastillas de personalidad”. Marco soltó una exclamación por lo bajo, se notaba que apenas podía respirar.

— Supéralo o llévame a un buen lugar – ella le dio un manotazo en el brazo y se impresionó solo un poco con lo firme que estaba su bíceps.

— No sé… ¿es en serio? – dijo él.

— Esta tarde, te veo en las afueras. Espero que tengas auto – Larisa se dio la vuelta y se fue.

Brendon había observado toda la escena desde la oscuridad. Era evidente que su plan había resultado y mejor de lo que esperó. Celebró para sus adentros, poniendo una marca en su libreta.

Mientras tanto, Larisa llegó a casa directo al baño para tomar una ducha fría. Se sentía caliente, pero no era un calor como fiebre. Era más un calor con ganas de destrucción y piromanía.

Salió quince minutos después, más tranquila, y se arregló lo mejor que pudo. No cambió la chaqueta, pero se puso una camiseta blanca ajustada y unos jeans flojos que acababa de transformar en “rotos”. Se le había pasado un poco la mano con las rasgaduras, pero no le importaba mostrar piel.

Estaba saliendo por la puerta principal, cuando su mamá la llamó.

— ¿Qué estás haciendo?

— Salir – Larisa se encogió de hombros, con su mano aún en la chapa.

— ¿Salir? ¿A dónde? ¿Con quién? – su mamá parecía muy sorprendida, hasta dejó lo que estaba haciendo, y Larisa estaba consciente de lo esperable que era esa reacción.

— Con unas amigas de la escuela. Son buenas, son de las que sus papás siempre llevan a la escuela – Larisa sabía que esa última frase disuadiría a su mamá.

— Bueno, pero no lo harás con medio pantalón colgando. Vístete decente.

Larisa puso los ojos en blanco y fue de regreso a su habitación. Se puso los mismos shorts de hace rato, pero sin medias, conservó las botas pesadas y se quitó la chaqueta, el día era más cálido ahora. Su mamá aún la miraba con desaprobación, pero con un suspiro la dejó ir.

Larisa sabía tomar el bus, pero aún tendría que caminar un buen trecho para llegar a las afueras. Tan solo esperaba que Marco ya estuviera ahí. Aunque tener que esperarlo era una posibilidad.

Las afueras de este lado de la ciudad eran bien conocidas por estar prácticamente despobladas, excepto por uno que otro adolescente ocasional que se quería hacer el interesante, como ella justo ahora.

A lo lejos, vio a Marco. Estaba recargado contra un coche negro descuidado pero que parecía funcional.

— Llegas tarde – dijo él en cuanto ella estuvo más cerca.

— Si tuviera transporte, hubiera logrado llegar más rápido.

Estuvieron hablando de estupideces que Marco quería contar porque pensaba que era apropiado, mientras ella respondía lo mínimo posible sobre sí misma. Él le invitó un cigarrillo, a lo que ella no se negó. Era la primera vez que lo hacía, pero también era como si su cuerpo supiera qué hacer.

— A veces, tienes que explotar, ¿cierto? – dijo él en algún punto de la conversación.

— Cierto – dijo Larisa. Ella entendía bien su lugar, que era un cero a la izquierda, que su rebelión contra la vida en general le había hecho volverse nada. Y justo ahora, había alguien mirándola. En algún lugar de su alma, agradecía eso.

— Yo no suelo invitar chicas. Son todas prejuiciosas y miedosas, al menos la mayoría. Ninguna es lo suficientemente atrevida o inteligente… o ambas.

— ¿Inteligente? – por un segundo, Larisa sintió que se estaba refiriendo a ella.

— ¿Crees que no te veo? Siempre que el premio es irse, eres la primera en resolver los problemas en clase de cálculo.

— ¿Compartimos clase de cálculo?

— No pasé los extraordinarios…

Un silencio se extendió, uno del que Larisa sabía que Marco no soportaría y sería el primero en hablar, así que no se molestó en sacar algo más de su boca aparte de humo.

— Entonces… ¿tenías algo planeado? – preguntó él, a lo que Larisa sonrió para sí misma por haber acertado en su pequeña predicción. Luego, tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó.

— No – ella se encogió de hombros, realmente no lo sabía. – esperaba que tu supieras donde están los lugares buenos.

Después de hablar un rato sobre bares, moteles y un restaurante, no habían decidido nada. Entonces fueron a dar una vuelta alrededor; Larisa le pidió un encendedor en cuanto se encontraron con unas cajas de cartón tiradas. Ardieron de inmediato, ante la mirada hipnotizada de ella. Pronto empezaron a traer más cosas potencialmente inflamables que estaban en los alrededores, iniciando un mini incendio en el estacionamiento de una fábrica abandonada. El fuego era majestuoso y la destrucción estimulante, pero se acabó a los pocos minutos, por lo que no la entretuvo mucho.

— Que calor infernal… Mark, estoy segura de que conoces mejores lugares, lo que sea – dijo Larisa, abanicándose con una mano.

— ¿Cómo me llamaste?

— Mark – a Larisa no le molestó repetirlo, y eso a él lo hizo sonreír un poco.

— Bien, te llevaré. Vamos – aceptó él, parecía tener algo en mente. – Sabes, no es que importe mucho, pero pudimos haber llamado la atención con el humo y todo eso – habló Marco mientras se dirigían al auto.

— ¿Tú crees? Bueno, ahora es problema de alguien más – respondió Larisa, encogiéndose de hombros. Pronto llegaron al auto, no se habían alejado demasiado. Ambos subieron, después de que Marco maldijera por un par de rayones que al parecer no estaban antes en la carrocería.

El auto era de la década pasada, pero Larisa debía reconocer que estaba limpio por dentro y no olía raro. Marco empezó a conducir y ella no hizo el intento por conversar, él tampoco. Entonces, en un semáforo en rojo, Marco puso la mano en el muslo de ella. Larisa no se movió, pero le dedicó una mirada desconcertada.

— Quería hacerlo desde que te subiste – dijo él, sin quitar los ojos del camino.

— ¿No necesitas ambas manos para conducir o algo así? – dijo ella.

— ¿En serio eso es lo que te preocupa? Llevo años conduciendo – dijo Marco, divertido.

— Pues no quiero morir hoy… — su voz se apagó. Con esas palabras, Larisa se dio cuenta que no sentía esas ganas de morir constantes, como antes. Reflexionó en ello el resto del camino.

Luego de unos minutos, el auto se detuvo en el aparcamiento del viejo centro de patinaje. Larisa sabía que lo habían cerrado hace meses por remodelaciones.

— ¿Qué hacemos aquí? – preguntó ella, algo escéptica ante el sitio propuesto.

— Sabes que este es el centro de patinaje. Pues mi papá es el encargado de la remodelación y como a veces necesita ayuda extra, me emplea a mí y tengo una llave.

— Si, pero no sé patinar – dijo Larisa, a lo que Marco soltó una carcajada.

— Yo tampoco.

— No te imaginaba patinando, en realidad.

— Vamos, ya se terminó el turno para los trabajadores – dijo él, aún divertido. – En serio, no sé por qué no te conocí antes.

Larisa no respondió.

Ambos bajaron del auto y entraron. El edificio era como un cubo enorme y alto, con dos pistas: una pista de hielo en el lado derecho y una pista de roller disco al lado izquierdo, según decían los letreros. Eligieron la pista disco.

Pasó un rato en el que Marco y Larisa se encontraron tumbados en medio del piso de duela. Todo estaba apagado, la única fuente de luz eran las pequeñas ventanas cerca del techo que dejaban entrar el sol de media tarde.

— No es lo más glamuroso que imaginé – comentó Larisa de pronto.

— Nunca había venido aquí mientras estaba vacío… el silencio es…

— Perfecto – Larisa cerró los ojos y se acomodó en la camisa de cuadros que Marco le había prestado para que usara de almohada, él traía una camiseta debajo. Marco puso un brazo bajo su propia cabeza, y ella ya había notado como cambiaba de brazo cada tanto.

— Iba a decir espectral – dijo él, en tono de burla.

— ¿Sabes siquiera lo que es espectral? – dijo Larisa, abriendo los ojos. Y con ese comentario, se enfrascaron en una discusión sobre las materias reprobadas de Marco y como Larisa no es del todo una alumna modelo.

De pronto, él la besó. Profundo y lento, nada desesperado.

— Es obvio que no tienes más argumentos – Larisa se alejó un poco para hablar, pero él le llenó la boca de nuevo.

Las cosas comenzaron a cambiar de tono cuando él le pasó la mano por debajo de la blusa. Entonces, Larisa reaccionó. Ella creyó que sería capaz de hacer esto, pero no estaba bien.

A pesar de eso, Larisa lo apartó con la mayor delicadeza posible. Él cedió.

— Sabía que no eras ese tipo de chica – Marco le dio espacio, se puso de pie y caminó unos pasos lejos de donde estaban.

Larisa se incorporó también, pero permaneció sentada. Comenzó a acomodarse el cabello.

— Para ser precisos, no soy esta persona – dijo ella. Era lo más verdadero que había salido de su boca en todo el día.

— Eso es aún mejor – dijo Marco, provocando que Larisa frunciera el ceño. Ella casi creyó que no estaba escuchando bien.

— No puedo darte lo que quieres.

— ¿Cómo estás muy segura de lo que yo quiero? – esta vez él se giró para verla, le había estado dando la espalda. Larisa estaba escuchándolo fuerte y claro ahora, y no percibía duda en sus palabras o en su tono de voz.

— Es obvio. Todos quieren lo mismo…

— Detente – él la interrumpió y empezó a caminar hacia ella – Te hiciste “popular” en tu primer año por ese tipo de comentarios. En ese momento, yo estaba pasando por una etapa difícil y que llegara una niña de primero diciendo que la vida no tiene sentido… mierda.

Marco se sentó al lado de ella. No muy cerca, pero cerca. Larisa no dijo una sola palabra, sintió su mandíbula apretada. Él continuó:

— Lo que defendías era justo lo que sentía en ese entonces. Milagrosamente, salí de esa situación. A pesar de que después de eso ya no compartía ese pensamiento contigo, me ayudaste. No era el único y no eres la única, la vida es así a veces. Quise ayudarte un par de ocasiones, pero sabía que tu estabas hundida cada vez más profundo. Cuando me enteré de que compartiríamos cálculo, casi me hizo sentir bien a pesar de que estaba repitiendo una materia como esa… luego verte respondiendo a algunos de los problemas más difíciles me hizo creer que estabas superándolo. Y un día entraste pateando la puerta – él soltó una risa floja, se refería a hoy – Larisa, solo quería agradecerte…

— ¿Es todo? – ella lo interrumpió. Entonces, silencio.

— Si – dijo él, después de lo que parecieron minutos.

— Llévame a mi casa… es más, olvídalo, me voy sola.

— ¿Qué? – Marco estaba confundido, pero Larisa ya estaba caminando lejos. Corrió detrás de ella y la tomó del brazo.

— Suéltame.

— Por favor…

— Muy bonita tu historia y todo, pero ¿fuiste tú el que las puso ahí? – preguntó ella.

— ¿De qué estás hablando?

Larisa buscó en su rostro, y se dio cuenta de que él no sabía nada del bote de píldoras y estaba en serio confundido.

— Adiós – dijo, sin más.

— Larisa, no, esto no es todo…

Larisa ya estaba corriendo hacia afuera, le sacó ventaja. Siguió corriendo, ya afuera se escondió; escuchó a Marco llamarla un par de veces, no podía verla. Y ella no salió.

Larisa encontró la manera de volver a casa, directo a dormir. Mañana sería otro día, el efecto se pasaría y esta persona de la que se enamoró ese chico, dejaría de existir.

Pasaron los días.

El efecto de las pastillas se fue, tal como prometía la etiqueta: después de 24 horas todo volvió a la normalidad.

Larisa buscó a Marco en la escuela y se disculpó, dijo que lo sentía, a pesar de que no sentía nada. Le dijo también que le dejara eso de “la vida sin sentido” a ella, que era una profesional en ser miserable.

Todo estaba bien de nuevo. Eso de “sentir” no le quedaba, y no entendía como las personas podían seguir soportándolo.

— Dejaste de tomarlas – una voz masculina la detuvo una mañana. Ella había llegado temprano, como siempre, acostumbrada a que nunca hubiera nadie. La voz pertenecía a un chico alto y delgado, que estaba recargado en los casilleros. Cuando pasó cerca de él, notó sus ojos ambarinos. Larisa no iba a molestarse en responder, así que siguió de largo. Cabía la posibilidad de que ni siquiera estaba hablándole a ella.

Así pasaron los días, llegó el final del otoño y llegaron también los días más fríos. A Larisa no le importaba su apariencia, y desde que era la persona más friolenta, usaba lo que fuera para cubrirse.

Esa tarde, al volver de la escuela, aquel frasco estaba justo en el centro de su cama. Pensó que había sido su mamá, aunque Larisa siempre cerraba su cuarto con llave antes de irse. No es que escondiera algo, el problema es que su mamá insistía en limpiar y ordenar las cosas, lo cual le desagradaba.

Larisa tomó el frasco en sus manos. No quería volver a sentir que perdía el control. Esa era la peor sensación del mundo.

Pero luego recordó lo que sintió al burlarse de todos, al besar a Marco y hacer algo diferente. Puso las pastillas sobre su mesita de noche y se recostó. Dormiría hasta que no se sintiera cansada, con suerte dormiría eternamente.

Esa noche tuvo un sueño: ella estaba en la escuela, de niña. Todos estaban burlándose por algo que había dicho, por haber tenido sentimientos hacia algo o alguien, no lo entendía muy bien. Luego, al llegar a casa, papá estaba en el suelo después de una sobredosis y mamá no dejaba de llorar y gritarle con desesperación “llama una ambulancia, ¡ve por ayuda!”. Larisa se despertó sudando, era un recuerdo que había bloqueado hace mucho.

No lo recordaba bien, pero aquel día había prometido algo.

Tomó el frasco y lo abrió. La pastilla esta vez era de otro color, tal vez azul o morado, no lo distinguía muy bien en la oscuridad. La puso en su boca y tragó.

Así fue como pudo volver a dormir y solo tuvo sueños felices.

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