Érase una vez una muchacha llamada Lucilea y sobre su encuentro con una misteriosa entidad, narra esta historia.

Ocurrió por allá, no tan lejos en el tiempo lineal, cuando El Gran ToE apareció ante Lucilea. Corrían días calurosos de finales de octubre en aquellas latitudes y, a partir de la nada misma, El Gran ToE se mostró claramente para ella. Su entorno se volvió muy calmo de repente. Desde lo más profundo de la arena y en el mero corazón de la vegetación, que se abría paso entre la cegadora luz del sol y la vulnerabilidad de Lucilea, el silencio se hizo escuchar.

En aquellos parajes, en los que esta muchacha solía anclar su fugaz presencia, la naturaleza acostumbraba mostrarse en sus estados más salvajes. Esto jamás dejaba de anonadar a Lucilea. Ese día, como tantos otros, ella se encontraba dedicándole su total admiración. Pero en realidad, no fue un día como los demás. Este fue muy diferente. Fue cuando pudo sentir una especie de intensidad proveniente de El Gran ToE, recientemente aparecido. Desde ella emergían movimientos, como sedosos géneros, envolviendo a Lucilea y a su sorprendido cuerpo, provocando una suave transición en la hondura de su ser. Fue entonces, cuando se descubrió inmersa en una quietud nunca antes experimentada. Y eso que ella era su mayor perseguidora. Esta vez, no había sido necesario ningún esfuerzo premeditado para alcanzarla. Simplemente había logrado lo que los sabios conocen tras largos y etéreos caminos espirituales, y lo que los científicos modelan en complejas e inentendibles ecuaciones. Para ella, lo que había acontecido era un prístino y espontáneo, pero sobre todo carnal, cambio de sentido.

Se detuvo un instante a recordarse a sí misma, mientras se acompasaba gozosa con esta nueva vibración que se expandía en su interior. Realmente estaba sucediendo ahora lo que tantas veces había imaginado. “Y pensar que siempre me preguntaba cómo sería esta sensación, si sería yo capaz de reconocerla…”, se dijo en voz baja, acariciando la piel de su abdomen y absorbiendo, ahora sí, la verdadera percepción.

Los minutos se deslizaban sin que Lucilea lo notase. En esta ocasión, no sintió necesidad alguna de explicar razonablemente lo que le sucedía, algo poco frecuente para una mente tan inquieta como la que habitaba. Siendo curiosa por naturaleza, sólo se dejó llevar por la intuición que emanaba a borbotones desde su centro. Ya habían sido suficientes años de revisar el contenido de su propia historia y de anhelar un futuro que se le estaba presentando claro y tangible. Decretó que era el tiempo de disfrutarlo. Todas sus vivencias se juntaron en un mismo foro y, cual eruditos en un simposio, parecieron coincidir en una única sentencia: nada más tendría relevancia a partir de aquel día y sería la mera existencia quien lo completaría todo.

Seguía esta mujercita, paseando con sus recuerdos por los caminos recorridos hasta aquella mañana, al tiempo que planeaba como un cóndor por las suaves corrientes del presente. Los pensamientos eternamente fluctuantes de su alocado cerebro, perdieron de una vez su vehemencia y con ella, su importancia insistente.

Lucilea se había detenido al fin y escuchaba el silencio. Para su asombro, era más fuerte en ella la contemplación que la impetuosa necesidad de avanzar, que la vorágine de hacer sin parar y de evitar el encuentro. Alcanzó, en aquel finísimo instante, a tocar ese cielo de omnipresencia que todo lo abarca, que nada precisa. Ese ansiado tesoro de los monjes. Ella lo tenía allí, en su “ahora”. Observaba ante su nariz la evanescencia del tiempo, de las prisas, de las urgencias y de las necesidades totalitarias.

En medio de aquella burbuja de exuberancia, entró a su hogar, fondeado en medio de una agreste postal. Mirando a través de la ventana, reconoció que era la primera vez en toda su vida que podía sentir que el intento mismo se volvía ser. En aquella calma todo sucedía, en la quietud todo se movía. Y sólo contempló. En el centro, pero sin interrumpir. Participando de la escena, pero sin desgarrarla con intenciones pretenciosas. Abrazó la bendición de poder iluminar sus días con ese sol que todo lo cubría. Se permitió percibir con total fascinación, y dejándose atravesar por el tiempo, cada tono de verde que se elevaba ante sus ojos. El constante canto de un pájaro incansable adornaba ese momento. Todo estaba en perfecta armonía y sólo por ese instante, se sintió parte de eso. Descubrió entonces, que El Gran ToE era uno con ella y, a la vez, ya no solamente ella.

Lucilea volvió a alejarse un poco de la seguridad que le otorgaban sus paredes. Caminó lentamente entre las ramas caídas, los pastos crecidos y los médanos calientes. Podía reflejarse a sí misma en cada partícula viviente, y en ellas podía sentir su propio latir.

Mirando a sus pies un tronco muerto y humedecido, lleno de seres que aprovechaban su derrotado cuerpo, se dio cuenta de que ninguna de las vicisitudes propias del mundo cotidiano que habitamos en sociedad, la invadía ya con la violenta irrupción que solía experimentar. Y comenzó a dejarse colonizar por aquella vida, a convertirse en el lienzo donde la creación pudiese suceder.

Sin querer, la impertinente furia que mueve los deseos humanos se detuvo por sí misma y decidió volver a su guarida para comprobar su antigua seguridad. En ese punto, ya sentada de nuevo frente a la ventana, con una humeante taza de manzanilla, se sintió, se supo, en total plenitud.

Transcurrieron las cuatro lunas y un poco más, desde el momento en que El Gran ToE se había manifestado en Lucilea. Ella disfrutaba de esa paz irresistible, del placer de la vida bebida a pequeños sorbos.

Pero como en este mundo todo es efímero, El Gran ToE no quiso ser menos.

Ya había llegado noviembre y la calurosa primavera quería imitar al verano.

Érase una segunda vez cuando esta muchacha, dueña de esta historia, sintió la fuerza de El Gran ToE agitarse dentro de ella.

Aquel, fue capaz de aclararse y de oscurecerse con tanta rapidez, que casi la arrasó por completo. Pero esa oscuridad era parte de la claridad primigenia. Era como la trama de la vida misma vertida en el seno del universo. Era la belleza expandida desde lo absurdo.

Cuando Lucilea vio su cuerpo, antes tan plácido, retorciéndose con total sabiduría, pero enorme violencia, enfrentó por primera vez algo que no era miedo, pero igualmente devastador. Más allá de lo que su corazón sintiese y su mente fuese capaz de compensar, fue desvelada por el entendimiento profundo de la existencia desplegándose, desprendiéndose desde las entrañas de la Gran Madre y recibiéndola a ella, a El Gran ToE y a cuanto ser se dejase tragar. Tan trágica como abrazadora, la vida cobijó a Lucilea en un dolor profundo, inexorable, agrietado por la angustia.

Intentó guardarlo, esperar que madurara un poco, pero aquel resquebrajamiento del seno mismo de El Gran ToE no tenía pensado detenerse. Toda aquella calma que había sentido érase una vez, se había convertido en tormenta. Pero no de esas que pasan pronto en las tardes calurosas del verano. Era una que parecía instalarse cual temporal previamente anunciado.

Esta mujer, desgarrada en el alma por la incontrolable fuerza de lo inevitable, comprendió que no existe sueño o imaginario que El Gran ToE considere indispensable. Entonces, tomando coraje con una bocanada de aire cálido de alguna mañana de noviembre, decidió fundirse con los restos de lo que le ocurría, aquello que Les ocurría a los que parecían ser tan sólo marionetas del destino que El Gran ToE impartía con caprichoso azar.

Lucilea reunió las últimas fuerzas que le quedaban, con sus músculos ya cansados de doler, se miró a los ojos en el reflejo que le devolvía la naturaleza que la rodeaba y tomó cada pequeño trozo de vida que dejaba el nido, entre sus manos. Hurgó con dulzura en la muerte misma, reconociendo y honrando en un ritual improvisado, su misterioso rol en su propio renacimiento. El final de los finales y el comienzo del infinito.

Érase esta vez cuando Lucilea sintió la maravillosa presencia de El Gran ToE, ahora sí completa. Exactamente en ese instante, donde pudo conectarse con aquella eterna sabiduría, una mariposa perfectamente decorada para el duelo que la invadía, se posó en su pie izquierdo. Y mientras libaba del césped el rocío que aún permanecía de la mañana, la vio en su negritud sedosa, tan calma y presente como la muerte misma que rodea la vida. Su cuerpo aterciopelado con extremos rojo brillante, homenajeaba a la sangre que emanaba del cuerpo de Lucilea, símbolo divino de la vida y la continuidad.

Comprendió así, que la muerte y la concepción son una sola cosa al fin. El portal que separa este y el otro mundo. Sintió su ser parado en ese umbral, observando virtuosamente el regalo que recibía minuto a minuto, célula a célula.

Se quedó allí, honrando ese aterciopelado rojo brillante que acariciaba el portal de la existencia. Permaneció un instante dejándose colmar por su centro sagrado de infinito poder. Pudo reconocerse a sí misma en cada gota derramada, se vio majestuosa y humilde a la vez. La vibrante sensación que recorría su vientre era el reflejo de la vida y la muerte en simultáneo. Y pensó para sí, en un tono ya no triste ni desolado, sino poderoso y renovado: “Somos cuerpo, somos sangre, soy hermosa vida y soy maravillosa muerte”.

Este duelo que ocurrió por allá, en las calurosas mañanas de una primavera que quería ser verano, vale lo que mil vidas. Aquella sangre bañó lo que un río en la montaña. Aquella fuerza arrasó lo que el Big Bang en el multiverso. Y digo yo, que relato este cuento: somos esa fuerza, somos ese poder y somos, atravesados por ellos, mucho más que nosotros mismos. Dos fuerzas fusionándose en una para emerger del amor cada vez.

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