LA BUENA VOLUNTAD
Por Omar Tisocco
A treinta kilómetros al oeste de la ciudad de Concordia, en la provincia de Entre Ríos, Argentina, se encuentra una zona rural de tierra muy fértil y gente amigable.
Ese lugar recibe el nombre de: Colonia San Bonifacio.
El pequeño centro urbano de esa colonia, se constituyó naturalmente a partir de la cercanía con la estación del ferrocarril. El único medio de transporte para las materias primas que se producían y para las personas que necesitaban movilizarse fuera de allí.
Por esta razón, originalmente, ese pequeño centro urbano fue denominado: Estación.
Y dicen los antiguos habitantes, que a la hora de elegir el nombre para el poblado, se consideró que: alguna vez, esas tierras pertenecieron a una hija del general Justo José De Urquiza, quien fuera el primer presidente constitucional de la república Argentina.
Dicen que esa joven acostumbraba a recorrer sus inmensos campos, montada en su caballo, lo cual no era habitual en una dama de aquel entonces, pues era una actividad propia de los hombres.
Y debido a esa costumbre, los lugareños la llamaban: “La Criolla”.
Así fue entonces, que ese pequeño centro poblado inserto en un costado de las vías del ferrocarril recibió el nombre de: Estación La Criolla.
Y Manuel Balbi, un joven que ahora tenía apenas veintiún años había nacido en ese lugar. Y se había criado según las costumbres que imperaban allí en ese lapso transcurrido entre los años sesentas y el principio de los ochentas.
Su nombre completo: Manuel Sigfrido Balbi Schultz, se debía a que era uno de esos tantos mestizos que abundan en las colonias agrícolas fundadas por inmigrantes de distintos países europeos. Era Balbi, por parte de padre, descendiente de italianos y Schultz por parte de madre, hija directa de alemanes del Volga.
“Un típico gringo pata la rastra”. Dirían los antiguos colonos orgullosos de trabajar la tierra. Rubio, grandote y de ingenuos ojos celestes. Un atlético y saludable ejemplar de la zona rural entrerriana.
Había cursado los estudios primarios en la escuela del pueblo y había trabajado y aun lo hacía en las explotaciones citrícolas que abundaban alrededor.
Y así se había ganado la vida hasta esa mañana del mes de Mayo en que poco le faltaba para cumplir los veintidós.
Estaba carpiendo plantas jóvenes de naranjas valencia cuando el señor Moisés Gutman, su ocasional patrón, le hizo una propuesta que cambió su habitual forma de vivir.
Se trataba de una nueva empresa en la que el dueño de aquel vergel frutícola comenzaba a incursionar:
Un galpón de empaques.
Un galpón de empaques erigido en plena ciudad.
Una ciudad que no quedaba muy lejos de ese pueblito, pero que era una ciudad al fin y al cabo. La Ciudad de Concordia. La Capital nacional del citrus.
Una metrópolis compleja, llena de personas con actividades disímiles.
El deseo del señor Gutman era que: se incorporara a la nómina de los peones que trabajaban allí.
Para ello, el patrón tenía previsto un precario alojamiento dentro del predio en que se encontraba el mencionado galpón de empaques. Una casilla de maderas compuesta por una cocina, un dormitorio y un baño pequeño. Todo ello dispuesto en un rincón de la playa de camiones, allí donde entraban y salían vehículos de gran porte cargados con frutas, durante cada jornada de trabajo.
Allí, vivirían él y su concubina, si la propuesta le resultaba interesante y se decidía a aceptarla.
Y eso fue lo que ocurrió.
Balbi aceptó la proposición del señor Gutman.
Manuel y Mirta, que así se llamaba su mujer, irían a la ciudad, se instalarían en la prefabricada que estaba dentro de la playa de camiones del gran galpón de empaques, y luego comenzaría a trabajar como peón general en ese emprendimiento industrial.
Parecía que por fin la llanura de su vida rural había terminado. Que la oportunidad de progresos golpeaba a su puerta de hombre joven y voluntarioso.
Pero la más entusiasmada con la novedad era Mirta.
Ella, era una joven de veintitrés años, un poco mayor que Balbi. Una típica criolla de cabellos negros como la noche y ojos así de oscuros. Vital, carnosa y atractiva desde donde se la mirara. Agradable en el trato cotidiano. Excepto quizás por cierta notoria tendencia a imponer su voluntad sobre cada aspecto de la relación con su tranquilo conyuge.
En una palabra: ella era caprichosa.
Caprichosa, caprichosa y caprichosa.
Por lo tanto, la decisión de arriesgarse a abandonar el estilo de vida al que estaban acostumbrados, no pasó realmente por el buenudo de Manuel Balbi, sino por su mujer.
Fue el propio Manuel quien le informó sobre la propuesta recibida. Y lo hizo a sabiendas de que tal novedad sería motivo de un cansador debate que al final perdería.
Pero su sentido de la lealtad conyugal pudo más.
No le fue posible ocultar la existencia de esa oportunidad ofrecida.
Le pareció que tal actitud sería egoísta e irresponsable, pues, cuando un hombre toma mujer, ya no está solo para decidir su rumbo. Su primer deber es pensar en ella. Sacrificarse por ella. Porque así consideraba al posible cambio de vida y ocupación.
Un sacrificio.
Porque a él le gustaba la colonia San Bonifacio. Allí había nacido y allí quería vivir el resto de su vida.
Pero ese no era el caso de Mirta, o “La Mirta”, como él la llamaba.
Ella odiaba vivir en la colonia. Y no le gustaba para nada que el centro habitado de ese lugar fuera un poblado tan pequeño como La Criolla.
Ella quería vivir en una auténtica ciudad. Algo así como Buenos Aires. Y aunque Concordia no podía compararse con la gran capital. Al menos era una ciudad. Y Ella quería vivir en una ciudad.
Por eso, Balbi tomó el nuevo empleo.
Cuando estuvieron instalados en la casilla de madera que estaba dentro de la amurallada playa de camiones del inmenso galpón de empaques, las sensaciones que ambos tuvieron fueron disimiles: Manuel se puso triste. Casi como si le faltara el aire; o como si el mismo estuviera contaminado y espeso. Pero Mirta estaba alegre, más que alegre. Estaba eufórica.
-¡Por fin en una ciudad!-decía- ¡Escucha!-pedía a su marido, mientras ponía sus manos como pantalla de sus orejas-¡Escucha! Todos esos ruidos son autos, colectivos y camiones que pasan por la calle del otro lado del muro. ¡Gente, Manuel! Gente! ¡Vida! ¡Dejamos el pueblo, Manuel! ¡Dejamos el pueblo!
Y fue por eso, por verla tan contenta que Manuel sonrió, como sonreía siempre y ocultó como ocultaba siempre, esa tristeza que le decía sin palabras que algo estaba mal.
Al día siguiente, Mirta se puso sus ropas de salir y tras dar un fugaz beso a su marido dijo con entusiasmo:
-¡Me voy a pasear, vengo al mediodía! ¡Que tengas suerte con lo tuyo!-
Manuel, por su parte hizo lo suyo. Y lo suyo no era suyo en realidad, sino lo que le había ordenado el patrón, quién le dijera:
-“Cuando llegues a la empresa pasá por la oficina a ver al señor “Pitu”, que no es que se llame así, sino que, le decimos “Pitu”.
Por reglamento, antes de que comiences a trabajar en el empaque, debemos someterte a un examen médico. El señor “Pitu” te va a decir a donde tenés que ir para que te examinen. Te va a contactar con el médico laboral a cargo. ¿Entendés?
Así fue entonces, que Manuel se resignó a caminar la distancia que separaba su nuevo hogar de la oficina del empaque, y una vez allí conoció al señor “Pitu”.
Al presentarse cometió el primer error involuntario de los muchos que cometería a causa de su ingenuidad pueblerina.
Fue cuando al ingresar en esa rústica oficina y pararse detrás del mostrador de la recepción, preguntó en voz alta al único hombre que estaba allí en ese momento:
-Disculpe Don, ¿Usted es el señor “Pitu”?-
Al escucharlo, el sujeto elegante y trajeado que ocupaba el escritorio, levantó la mirada y con un gesto de absoluto desprecio respondió:
-No conozco a ningún señor “Pitu”. Mi nombre es Gerardo Martínez. Contador Gerardo Martínez. Pitu es un sobrenombre con el cual, el populacho, se refiere a veces a mi persona. Pero es un ofensivo apelativo que no estoy dispuesto a tolerar. Es una apócope de “Pituco”, una alegoría infame con la que, los estúpidos ignorantes de esta empresa pretenden burlarse de mi apego a la buena presencia.
Así que, si vos no queres ofenderme, te recomiendo que nunca más me llames de esa forma ¿Te quedó claro?-
-Absolutamente, señor contador Don Martínez. ¡Discúlpeme! Lo llamé así porque el patrón Don Gutman me dijo que le dijera así ¿Vió? Me dijo que usted me iba a mandar al médico para que me revise para ver si estoy en condiciones de trabajar aquí en el galpón. No pensé que llamarlo por su sobrenombre iba a ser para quilombo. ¡Discúlpeme, le pido de vuelta Don señor contador Martínez! Es que allá en la colonia, en el pueblo donde yo vivo (o vivía ¿vió?) a todo el mundo lo llaman por el apodo y nadie se ofende. A mí, por ejemplo, me llaman “el Volu”, pero con V corta, no con B larga. Y da la casualidad que también es una apócope como dice usted. Es la apócope de “voluntarioso”. Porque a mí me dicen El voluntarioso Manuel Balbi. Por eso le aclaré que era con V corta y no con B larga. No sea cosa que crea que me dicen el Boludo Manuel Balbi-.
Las disculpas y aclaraciones que el voluntarioso Manuel Balbi había ofrecido al adusto y distante señor Gerardo Martínez no sirvieron para que éste modificara su actitud despreciativa. En absoluto. Solo fueron útiles para dar punto final a cualquier conversación informal que pudiera haber entre ellos.
El contador Martínez se limitó a llamar por teléfono al médico y a ordenar la realización de un examen prelaboral para Manuel, el Volu, Balbi.
Después le indicó la dirección del consultorio y sugirió que allí se dirigiera inmediatamente.
Manuel no tardó en llegar ahí pese a que no conocía la ciudad. Y eso ocurrió por una sencilla razón: A su falta de conocimientos sobre el lugar, le impuso el recurso con que naturalmente contaba; su buena voluntad.
No se puso a preguntar, qué colectivo lo dejaba cerca. Ni, que remiss podía llamar para que lo llevaran hasta donde debía ir.
Tampoco preguntó qué tan lejos quedaba ese dichoso consultorio. Solo averiguó donde estaba la calle referida en la dirección que el señor Martínez le suministrara. Y hacia allí se dirigió caminando.
Caminando y corriendo.
Es que estaba acostumbrado a su pueblo. Allí no había colectivos ni remises. Allí convivían los que tenían vehículos propios y los que no tenían.
Y él estaba entre estos últimos. Entre los que en el pueblo tenían que ir a pie a donde fuera. Caminado sobre calles de pedregullo, atravesando campos ajenos o tierras recién aradas para sembrar.
Despacito y siempre, como se decía en la colonia.
Saliendo de noche para llegar con el sol y aceptando de vez en cuando el aventón de alguien cuyo viaje en auto, camioneta o tractor lo dejaba a mano.
Ineludibles gauchadas que hacían en su pueblo. Imposibles de esperar en esa ciudad tan fría y carente de sentimientos.
Cuarenta y cinco minutos tardó en llegar hasta el consultorio y cuando lo hizo debió anunciarse ante una muchacha de muy buen aspecto, pero de trato sumamente hostil.
Remilgada, dirían las viejas en su pueblo.
Mal atendida, dirían los jóvenes.
De nada valió que sonriera y fuera amable con ella en el momento de decir su nombre y explicarle el motivo de su concurrencia a ese centro médico.
Ella puso el mismo gesto de desprecio que pusiera el señor contador Don Martínez cuando lo llamó señor Pitu. Después, levantó el tubo del teléfono que tenía allí, marcó un número largo y dijo con voz de enojada:
-Aquí está un obrero de nombre Manuel Balbi para un examen prelaboral, doctor-.
Cuando colgó, continuó haciendo lo que estaba haciendo sobre el escritorio ante el cual se encontraba, sin dignarse siquiera a avisarle lo que le harían.
Un rato después. Un muy buen rato después. Casi el mismo tiempo que a él le llevara llegar hasta allí, vio que un moderno automóvil se detenía ante la puerta del consultorio y de su interior descendían un hombre mayor y una mujer joven vestida con ropas caras y distinguidas.
Al ingresar, la mujer, pasó por su lado casi sin mirarlo, como habían hecho todas las mujeres con quienes se cruzara desde que llegó a la ciudad.
Ni un: “buen día”. Ni una sonrisa de cortesía. Nada.
Simplemente lo esquivó como a un mueble más de los que ocupaban esa sala de espera y continuó caminando con notorios contoneos de cadera hasta ingresar en uno de los consultorios que componían ese lugar.
Manuel se sintió momentáneamente intimidado por tanta belleza y refinamiento. Tanto es así, que apenas si se atrevió a mirarla de soslayo.
Unos segundos después, el hombre mayor que la trajera en el automóvil, ingresó también al consultorio y deteniéndose frente a él se presentó con el mismo tono hostil de la recepcionista.
-¡Soy el doctor Berstein! ¡Entre a ese consultorio, por favor!-dijo señalando la habitación contigua a la que ingresara la mujer elegante.
Manuel obedeció la orden sin poner ninguna objeción.
Al parecer, la ciudad estaba llena de gente con títulos. Y al parecer, esos títulos los autorizaban a tratarlo a él como:” poca cosa”.
-¡Sáquese la ropa!- ordenó el médico ni bien estuvieron dentro de la amplia habitación que le señalaran.
También esta vez, obedeció sin decir nada.
Se fue quitando las zapatillas, la remera y el jeans sin prisa, pero sin demoras innecesarias, mientras veía como el facultativo se colocaba una blanca chaqueta y unos, también blancos, guantes de fino material impermeable.
Cuando llegó al calzoncillo, el doctor Berstein lo detuvo.
-Por ahora déjeselo puesto- dijo- En primer lugar voy a hacerle algunas pruebas aeróbicas. –Venga, coloquesé delante de este espejo y extienda sus brazos con las palmas hacia abajo y los dedos bien estirados-.
Manuel tuvo así la oportunidad de verse por primera vez en sus jóvenes veintidós años frente a un gran espejo que lo mostraba de cuerpo entero. Porque allá, en el pueblo, solo contaba con un espejito redondo que colgaba de la pared del baño, encima de la palangana donde juntaba el agua que extraía del pozo tras algunos manijazos a la bomba zapo.
Le agradó lo que vio.
Se sintió conforme.
Era alto, muy alto. Y era grueso, macizo, corpulento. De hombros anchos y brazos fuertes, acostumbrados al esfuerzo físico. De vientre chato y desprovisto de grasa. De piernas nervudas habituadas a sostenerlo de pie todo el día.
Era la sana anatomía hecha persona.
El típico gringo de campo con salud por todos lados.
Y en aquella pose parecía un nadador a punto de arrojarse al agua.
El doctor Berstein volvió a hablar, pero esta vez había un micrófono en su mano.
El elemento se encontraba conectado mediante un cable a un aparato que Manuel nunca había visto. Era un grabador.
-Se observa pulso firme y estabilidad sostenida. Se descarta posible alcoholismo-.
Después de decir esto, el médico señaló un artefacto que también estaba frente al espejo, pero algunos metros más atrás. Era una cinta para correr. Una máquina de entrenamiento.
-Súbase a la cinta-ordenó el médico- Y cuando yo lo diga, comience a trotar sobre ella. Voy a probar su resistencia por quince minutos- Agregó-.
Manuel subió a la cinta y cuando el antipático examinador lo ordenó comenzó a correr sobre ella.
Lo hizo con gusto. Casi con desahogo.
El ejercicio le traía sin querer el recuerdo de sus propios pies trotando por las vías del tren que llegaba a su pueblo. La imagen de los árboles que transcurrían a su paso mientras aspiraba el aire de la mañana. La tierra arada en que se hundía cuando atravesaba un campo recién sembrado. Los pastos mojados por el rocío de la noche y el saludo intercambiado al pasar con los vecinos de siempre; esos con quienes se conocía de toda la vida.
Todas estas sensaciones lo invadían mientras corría sobre esa cinta ridícula que en nada se parecía a la libertad del suelo verdadero.
El médico lo vio acelerar la velocidad y sonreír y después lo vio reír abiertamente.
No era lo que esperaba a esa altura del ejercicio, donde hubiera sido natural escuchar jadeos de cansancio y deseos de desistir.
El sujeto examinado parecía no querer detenerse nunca. Correr hasta desaparecer de aquel lugar tan frio y desagradable.
Los quince minutos estipulados ya habían pasado quince minutos atrás y sobre la piel de Manuel, el volu, Balbi aparecía una suave película de transpiración que exaltaba su rústica musculatura.
Entonces, un timbre con sonido de chicharra sonó repentino dentro de la habitación y el doctor Berstein gritó:
-¡Suficiente, fanfarrón, suficiente!
Cuando Manuel se detuvo, el médico auscultó su corazón y habló de nuevo sobre el micrófono del grabador:
_ ¡Ritmo cardíaco perfecto,… el prospecto Manuel Balbi responde en forma excelente al esfuerzo físico!-
El examinado sonrió orgulloso al escuchar la opinión del profesional, aunque no pudo evitar la pregunta que su curiosidad le ordenaba efectuar:
-¿Por qué me llama “prospecto”, doctor?-
-Porque usted no es un paciente, señor Balbi. Usted no vino a verme por estar enfermo. Usted vino en calidad de: Posible empleado de la empresa “Citrus Empacados”. Usted vino como prospecto de empleado. ¿Me entiende?-.
Manuel dejó escapar una tímida risita que el facultativo censuró con severa mirada reprobatoria. Por ello, se sintió obligado a explicar:
-Perdone, doctor. Me río del nombre de la empresa para la que voy a trabajar-.
-¿Ah… si?- preguntó Berstein con indiferencia mientras le ataba una liga de goma alrededor del brazo-.
-Sí, doctor. Es porque la firma se llama “Citrus Empacados”. En mi pueblo creerían que los citrus están enojados. Por lo de empacados ¿Vio?-.
-¡Ah!- exclamó el frío examinador mientras ensartaba con brusquedad, una aguja hipodérmica en el brazo ligado y extraía sangre hasta llenar la jeringa-.
Manuel frunció ligeramente el ceño, pero no se quejó (no fuera cosa que lo trataran de flojo.).
El médico volvió a hablarle al grabador:
-Se extrajo muestra para estudio de hemoglobina-.
-¿hemo…que?- preguntó Balbi-.
-¡Hemoglobina,… señor Balbi! Significa sangre-.
-¡Ah!-.
-Y ahora va a tener que darme también una muestra de semen. – Anunció Berstein mientras trasladaba la sangre desde la jeringa a un tubo de ensayo-.
-¿Qué tengo que darle… qué?-
-Una muestra de semen, señor Balbi.- Repitió el médico mientras le alcanzaba un pequeño frasco de vidrio esterilizado.- Es para el conteo de espermatozoides. Son precauciones que toma la empresa. Si usted es estéril al momento de ingresar, nunca podrá acusar a la empresa de haberle causado ese perjuicio. ¿Por qué? Porque usted tenía ese defecto cuando entró a trabajar. ¿Me entiende? Y por el contrario, si usted es fértil (cosa que creo) y en circunstancias del trabajo le ocurre un accidente que involucre a su aparato reproductivo… es decir,” si se golpea un huevo”, usted estará en posición de reclamar la debida indemnización resarcitoria. ¿Le quedó claro?-
-Sí doctor,… como el agua,… pero ¿Cómo hago para darle la muestra?-
-¿Cómo que,… cómo hago? ¡Me extraña mi amigo! ¿Usted se llama Manuel y no sabe lo que es una “Manuela”? ¡Hágame el favor señor Balbi, métase ahí en el baño, agarre su delincuente por el cogote y haga justicia por mano propia! ¡Por favor! ¡Habrase visto pregunta más boluda, caramba!-
Manuel caminó cohibido los metros que lo separaban del pequeño recinto que Berstein le señalara.
Esas circunstancias lo puso de espaldas a su examinador y ello determinó que este observara un detalle que hasta el momento había pasado por alto.
-¿Qué es ese tatuaje?- Preguntó-.
-¿Cuál?- Quiso saber el obrero-.
-¿Cómo cuál? ¡Ese,… el que tiene en la espalda! Parece una hoja de parra-.
-Ah,… eso,… eso no es un tatuaje, doctor. Eso es una mancha de nacimiento-.
– Parece una hoja de parra de uva- Repitió el médico-.
-Y es nomás, doctor. Es una hoja de parra de uva. Los Balbi de mi familia nacemos con esa mancha desde hace tres tandas, o,… ¿Cómo se dice?-
-Tres generaciones- corrigió el médico-.
-¡Eso!- Afirmó Balbi- Dicen que todo empezó allá por los años treinta. En la llamada década infame. Cuando los milicos dieron el primer golpe de estado. Mi bisabuelo Balbi, fue un inmigrante italiano que había conseguido su pedacito de tierra, por aquí nomás, en Concordia, pero cuando todavía no era la ciudad que es ahora. ¿Vio? y que allí había plantado viñas. Uvas para hacer vino lorda y algo de moscato ¿Vio? En ese entonces, las cosas iban bastante bien para ellos. Mi bisabuela estaba embarazada, después de los treinta y pico, a la espera de que naciera el que después fue mi abuelo, es decir, el padre de mi padre. Todo iba bien pese a ser veterana, pero de repente, todo cambió. Una mañana, mi bisabuelo se levantó y encontró las viñas incendiadas.
¡Sí señor, todas prendidas fuego!
Y cuando corrió queriendo apagarlas pensando que se trataba de un accidente, vio que en realidad, los causantes eran agentes del gobierno que habían invadido su propiedad y que estaban ejecutando una nueva ley. Parece que por esa dichosa ley habían prohibido las plantaciones de uva para hacer vino en todo el territorio de la provincia de Entre Ríos, porque querían favorecer la producción de la región de cuyo: Mendoza, San Juan y San Luis. ¿Vio? Imagínese doctor, lo que fue para mi pobre bisabuelo, Giuseppe Balbi, levantarse a la madrugada para trabajar en su tierra como hacía siempre y de pronto verse rodeado de malandras con uniformes que le estaban quemando el trabajo de toda su vida. Solo porque en el gobierno de aquel entonces había algunos integrantes que eran viñateros de esas zonas favorecidas. ¡Imagínese doctor! Todo se vino abajo ¿Vio? Después, pasó lo que tenía que pasar. Mi bisabuelo murió de tristeza, doctor. Con cuarenta años se murió. ¡En la flor de la edad! No llegó a conocer a su hijo. Se murió joven, en la miseria y dejando a su mujer en espera. Y allí quedó mi bisabuela, doña María de Balbi, solita su alma para enfrentar todo mal. Solita y con su buena voluntad. Porque si hay algo que tenía esa mujer era voluntad, doctor. Tanta voluntad que se las arregló sola y sin ninguna ayuda en el medio del campo para dar a luz a mi abuelo, el primero en tener la marca en su cuerpo. ¡Patente, doctor! ¡Como predestinado! Una hoja de parra de uva, ni más ni menos. Una marca que como usted pudo ver, ahora la tengo yo. La marca de los voluntariosos, decía la vieja María, que en paz descanse. La marca de los Balbi-.
El doctor Berstein había escuchado en silencio ese relato y no había dejado de observar la marca en ningún momento. Sin embargo, no emitió opinión al respecto y con la misma parquedad que lo caracterizaba repitió la orden por última vez:
-¡Deme la muestra que le pedí, señor Balbi!-.
Manuel Balbi comenzó a trabajar en el empaque donde ya prestaban servicios otras trece personas.
Las tareas estaban distribuidas según habilidad y experiencia: un capataz, cinco embaladores y siete peones generales para realizar tareas varias.
La principal actividad del emprendimiento era la de procesar los frutos cítricos que llegaban en camiones desde las quintas, para luego enviarlos en otros camiones al lugar donde serían vendidos. A veces, ese destino final coincidía con el mercado de Buenos Aires y otras veces con el puerto de esa ciudad para, posteriormente ser embarcados a Europa.
A lo largo de un año, el voluntarioso Manuel se prodigó para participar en todas las tareas que la actividad generaba y también, por supuesto, para acumular horas extras que engrosaban su sueldo al final de cada mes.
Su tarea estaba enmarcada dentro del espectro del peón general:
Volcaba cajones con frutas recién cosechadas sobre la cinta rotativa de la máquina procesadora.
Oficiaba a menudo de descartador quitando, de aquí y allá, aquellos frutos inconvenientes. Controlaba el sector donde la máquina los lavaba, desinfectaba, secaba y enceraba antes de someterlos al rodillo tamañador donde serían destinados a distintos contenedores según sus tamaños.
Asistía con cajones vacíos a los embaladores encargados de llenarlos armónicamente con los frutos ya procesados.
Ayudaba a descargar los camiones que venían de las quintas con cajones a granel y colaboraba también con la tarea de cargar los cajones embalados que irían a los distintos mercados frutihorticolas de Buenos Aires.
Poco a poco, se ganó la estima del capataz y reafirmó la que el propio señor Gutman ya le tenía, tomando bajo su responsabilidad otras actividades que los demás obreros rechazaban debido a que insumían horas destinadas al descanso.
Si había que arreglar cajones rotos, allí estaba Manuel.
Si había que hacer mantenimiento semanal en las máquinas, allí estaba Manuel.
No le importaba si era domingo, feriado o duelo nacional.
Manuel engrasaba, cepillaba, lavaba y reparaba lo que había que reparar, siempre y cuando, le enseñaran como hacerlo.
Manuel lavaba el auto del patrón, la camioneta del capataz y el camión del camionero.
Manuel no había venido del campo a disfrutar de la ciudad. Había venido a progresar.
Día a día y mes a mes, los dineros que ganaba se los entregaba a Mirta, su mujer, y ella los guardaba en una cajita si eran billetes y en un frasco si se trataba de monedas.
Éste era el método de ahorro que tenían Manuel y su mujer.
A veces venía el sueldo, a veces el importe correspondiente a horas extras, y otras veces, simples propinas por haber hecho la limpieza de las oficinas, carpido el gran patio contiguo o haber podado el jardín de la lujosa casa del patrón.
Todo iba a parar a la cajita o al frasco.
Todo iba a parar allí para solo gastar de ello lo que les resultar imprescindible. Pero eran los años ochenta.
Eran los hiperinflacionarios años ochenta.
Eran los años en que un presidente de la nación decía a todo pulmón, que con la democracia se come, se cura y se educa. Y Manuel y su mujer que lo miraban por televisión blanco y negro, comprado de segunda mano, se reprochaban a sí mismos la supina ignorancia en que habían vivido hasta escuchar ese concepto tan sabio. Porque hasta ese día, ellos habían creído; es más, ellos habían estado convencidos, que lo que les permitía acceder a todo aquello era la plata y hasta donde ellos sabían, la plata se conseguía trabajando.
Trabajando para esos que tenían la plata para pagar por el trabajo que uno les hacía a cambio de plata.
¡Qué tontos habían sido!
¡Cuánto tiempo de sus vidas habían perdido transpirando la camiseta por unos pocos pesos!
¡No era la plata lo que les podía proveer holgadamente de todo aquello, sino la democracia!
Ahora, solo les faltaba saber que carajo era la democracia. Y cuando lo supieran, seguramente podrían acceder a la prosperidad que disfrutaba ese señor que les hablaba por televisión y que tanta sabiduría parecía tener.
Podrían acceder a su prosperidad y a la prosperidad de aquellos que decían ser sus honestos rivales respetuosos de la democracia, la palabra, que cuando supieran lo que significaba, les daría lo que hasta ahora les había dado la plata conseguida con un procedimiento tan tonto como el de trabajar. Pero mientras tanto. Mientras no supieran lo que era la democracia capaz de darles de comer, curarlos y educarlos, Manuel y su mujer Mirta, tendrían que seguir trabajando a cambio de plata.
Plata.
Plata en billetes y monedas.
Dinero.
Dinero nacional que se les diluía en la caja y en el frasquito perdiendo valor hasta convertirse en nada.
En nada más que papel pintado.
En nada más que trozos de metal sin valor alguno.
Sacrificio de obrero devaluado.
Necesidad de aquello que se abstiene.
Harapos que se viste avergonzado, mientras se espera un tiempo que no viene.
Y fue Mirta la primera en darse cuenta que de nada valía continuar de esa manera.
Fue Mirta la que le dijo un domingo a la tarde cuando se daban el lujo de tomarse unos mates que ella cebaba mientras Manuel arreglaba cajones:-¡Yo también voy a trabajar!-
La decisión de Mirta fue irrevocable y de nada sirvieron las objeciones de su joven marido.
Ella argumentó su necesidad de trabajar con un recurso muy simple e indiscutible: ¡La realidad!
Le mostró a Manuel la realidad que él no había visto por estar muy ocupado trabajando.
-El presidente no sabe parar la inflación, Manuel- dijo la mujer- No vale la pena guardar la plata que ganas trabajando. Hay que gastarla comprando cosas antes de que se gaste sola dentro de la cajita- Dijo también- Quiero trabajar yo también así entra más plata de golpe, así, en una de esas reunimos el mínimo que se necesita para poner un plazo fijo en el banco-agregó- Dicen que si haces eso, el banco te paga un interés mensual que, agregado a tu capitalito evita que pierdas tus ahorros. Como quien dice: te devuelve, más o menos, lo que la inflación te saca-.
Manuel no dijo que sí, pero tampoco dijo que no.
Mirta era más inteligente que él y también más ambiciosa. Por algo, ella había sacado mejores notas que él, allá en la secundaria de su pueblo.
Así que, si ella decía que tal o cual cosa eran más convenientes que otra, por algo debía ser.
Así era.
Y así se hacía.
Mirta comenzó a trabajar como empleada doméstica en la casa de un odontólogo y a partir de ese momento, muchas cosas cambiaron para los dos.
Ya no hubo almuerzos compartidos en los fugaces momentos que Manuel se permitía y tampoco hubo cenas de tiempos relajados durante las noches en que el trabajo finalizaba.
Es que Mirta ya no estaba en la casa cuando él estaba.
Mirta tenía otros horarios. Otras exigencias que cumplir.
Tampoco había comidas preparadas en el tiempo que tenía disponible para comerlas.
Es que Mirta comía en la casa del odontólogo y de la misma comida que comía el patrón. Aunque seguramente, lo hacía en la mesa destinada para el personal de servicio. Sola o acompañada de otros sirvientes como ella.
También los encuentros íntimos perdieron su frecuencia, aún cuando ella aseguraba que su amor por él era siempre el mismo.
Es que Mirta estaba cansada.
Cansada de trabajar tanto.
Cansada de trabajar tanto y seguir pobre.
Y si en esas circunstancias la pareja tenía poco tiempo para compartir, mucho menos tiempo les quedó cuando a Manuel lo ascendieron.
Así es. Después de un año de trabajo en el empaque a Manuel lo ascendieron. Pero fue un ascenso extraño, impensado para un empleado de línea, inaudito para un peón dedicado a tareas de esfuerzo físico.
Porque el ascenso no ocurrió dentro del mismo espectro de trabajo.
Manuel no dejó de ser peón general para pasar a ser peón especializado, o carretillero o descartador o embalador.
Manuel fue trasladado a la administración.
Manuel fue nombrado “administrativo”, ungido en el cargo en forma espontánea y abrupta por el mismísimo patrón, el señor Gutman.
Pero Manuel no sabía nada sobre administración.
Nada de nada.
Ni siquiera quería saber.
Él quería seguir como estaba, haciendo el trabajo que hacía, pero el señor Gutman lo convenció. Le adornó la píldora que le tenía que adornar. Le dijo que lo necesitaba allí. ¡Que él lo necesitaba allí! Que la empresa pasaba por circunstancias difíciles desde el punto de vista coyuntural y que el momento requería de un cambio en esa área tan sensible.
Así supo Manuel, y de labios del propio Gutman que su incorporación al sector de oficinas se debía en realidad a la urgente necesidad que tenía la empresa de ahorrar dinero.
Es que las heladas de aquel invierno habían quemado casi toda la fruta de las quintas.
No era ya posible realizar exportaciones con aquellas naranjas secas como corchos.
Solo quedaba el mercado interno.
Un mercado interno que compraría a precio rebajado todo aquello que se obtuviera de las plantas en condiciones aceptables.
Un mercado interno que pagaría con efímero dinero nacional.
Un mercado interno que se había visto muy afectado a partir de la inauguración del mercado central de Buenos Aires y de la obligación impuesta por el gobierno nacional de enviar toda la mercadería a ese destino único, pues era el lugar organizado para ejecutar todos las deducciones impositivas que necesitaba el estado para mantener el aparato burocrático. O al menos eso era lo que le escuchaba afirmar a su patrón, el señor Gutman, cuando se lamentaba diciendo que aquella decisión gubernamental sería sin dudas la tumba del productor citrícola. Y todo para mantener un montón de vagos que nada sabían de trabajar.
Supo también, que la elección de su persona se debía a características personales consideradas muy especiales por el patrón, quien según su decir lo consideraba discreto, honrado, austero, confiable y muy, muy, pero muy voluntarioso (además de barato, claro).
Todas estas aptitudes resultarían invaluables para realizar la tarea que le sería encomendada.
Según el señor Gutman, los problemas de la empresa lo habían obligado a despedir a los dos asistentes que trabajaban allí. Y fue una decisión dolorosa que debió tomar pese al buen desempeño que esos jóvenes habían tenido. Y a la valía de sus conocimientos de precoces estudiantes universitarios.
Y era a ellos dos a quienes debería reemplazar de urgencia.
Donde los despedidos habían puesto displicente práctica,
Manuel debería poner esfuerzo y tiempo completo.
Esfuerzo desmedido y tiempo total y absoluto.
En compensación, el señor Gutman le aumentaría el sueldo en un veinte por ciento, con la promesa de otorgarle mayores aumentos en la medida que su desempeño contribuyera a mejorar la situación de la empresa.
Quedaba claro, de todos modos, que el reemplazo de los dos operarios idóneos contables, por uno solo y sin experiencia proporcionaba desde el comienzo un ahorro excepcional en sueldos de administración.
Por otra parte, el patrón debió advertirle que esa iniciativa no contaba con el apoyo del señor contador don Gerardo “el pituco” Martínez, quien por el contrario era más bien un vehemente opositor con quien debería tener mucho tacto y tolerancia.
Es que el jefe de aquella sección era efectivamente este remilgado profesional acostumbrado a supervisar la tarea de personas intelectualmente más preparadas, por lo cual, la sola presencia en ese ámbito de un bruto advenedizo ascendido a su nivel lo irritaba profundamente.
En este desalentador contexto, Manuel “el voluntarioso” Balbi debió asumir su nueva tarea y, pese a su honesto temor de no poder cumplirla se irguió sobre su orgullo de trabajador y se avocó a ella con voluntad redoblada.
Afortunadamente, la desagradable presencia del señor Martínez se limitaba a un par de horas diarias, durante las cuales procedía a indicarle las tareas que debía realizar durante el día, a enseñarle como hacerlas y a supervisar y corregir la tarea efectuada durante el día anterior. Sin olvidarse, por supuesto, de efectuarle comentarios humillantes y denigratorios sobre su persona a quien consideraba todavía un peón fuera de lugar.
Y después de hacer esto, se iba.
Se iba, y según su decir, a supervisar otras empresas más prósperas, ortodoxas y dignas que “Citrus Empacados”.
Y así pasó un año.
Un año durante el cual Manuel Balbi dependió absolutamente de su voluntad para soportar lo insoportable, para aprender lo que la ignoraba y para hacer solito el trabajo de dos personas que ya no estaban.
A lo largo de ese tiempo, el obrero liquidó con manos temblorosas y poco dúctiles, los sueldos y las leyes sociales que favorecían a otros obreros como él.
Registró en planillas contables los ingresos, los egresos, las acreditaciones y los débitos que correspondían a la empresa.
Confeccionó informes para el abogado, para el contador, para el médico laboral, para el Ministerio del Trabajo, para el sindicato, para la DGI y hasta para el propio señor Gutman, a quien se lo alcanzaba junto con el mate matutino recién preparado.
Todo esto lo logró gracias a su inquebrantable voluntad. A su capacidad para abandonar el lecho donde dejaba a su mujer todavía dormida en un horario en que toda la ciudad dormía, y trasladarse a hurtadillas hasta las oficinas para dar comienzo a una labor diaria que terminaría recién por la noche, cuando volviera otra vez a hurtadillas junto a su mujer, otra vez dormida.
Aunque a veces la encontraba despierta y esas eran las veces que aprovechaban para conversar.
Para ponerse al día.
Lamentablemente, al progreso intelectual de Manuel no se sumaba el progreso económico y esto era algo que Mirta se lo hacía notar permanentemente.
Porque ambos trabajaban mucho, cada uno en lo suyo, sin embargo seguían allí, en una casilla de madera dispuesta en un rincón del gran galpón de empaques. Y tal estancamiento en sus vidas se debía a una sola cosa: a la empresa le iba mal. Cada vez peor.
Fue así que una noche (de esas pocas en que Mirta lo esperaba despierta) Manuel le contó angustiado que la empresa iba a quebrar. Que no era una conclusión a la que él hubiera llegado por su cuenta. ¡No señor!
El propio señor Gutman se lo había dicho.
El propio señor Gutman la había pedido disculpas por todas expectativas que no le cumpliera, y en ese mismo acto le solicitó también, que continuara trabajando en ese puesto hasta el cierre definitivo de la empresa.
Le aseguró que cobraría con creces hasta el último sueldo por lo trabajado, pero le arrebató definitivamente toda esperanza de progresar.
Porque el origen de toda esa decadencia era una deuda; un préstamo que el patrón pidiera a un banco privado para montar aquel empaque que ahora estaba a punto de cerrar.
Al parecer, y según el decir del señor Gutman, el emprendimiento no dio los resultados económicos que él esperaba y en lugar de ganar plata se terminó fundiendo del todo. Perdiéndolo todo.
La empresa, “Citrus Empacados”, estaba llena de deudas impositivas, juicios laborales y embargos con los cuales jamás podría cumplir.
A su patrón, el señor Gutman, tan solo le quedaban cincuenta mil dólares en efectivo que guardaba en un cajón de su escritorio y que estaban destinados a salvaguardar su propia supervivencia durante el primer tiempo de la inhabilitación legal que recaería sobre su persona cuando decretase la quiebra.
Todo esto le contó Manuel a su mujer.
Todo esto le contó antes de dormirse por cuatro horas al cabo de las cuales volvió a levantarse para deslizarse a hurtadillas otra vez hasta la oficina.
Ese día.
Ese largo, largo día, transcurrió como habían transcurrido todos los largos días que formaron parte de los prolongados meses de ese eterno año y pico en que Manuel Balbi se viera forzado a hacerse cargo de las tediosas tareas de la caótica administración de esa empresa decadente.
Transcurrió con el mismo desfile de cartas documentos, de telegramas colacionados y de reclamos telefónicos que debió recepcionar con paciencia, mesura y desesperanza disimulada bajo palabras repetidas una y otra vez destinadas a calmar acreedores que jamás cobrarían.
Transcurrió con la misma dedicación a los trabajos de registración y archivo que debía hacer en dos oficinas contiguas. Porque la administración de los aspectos laborales referidos al personal se realizaban en la oficina de recepción cuya entrada daba a la calle, mientras que la administración y registro de las cuestiones comerciales e impositivas se efectuaban en la oficina del costado, esa que daba con su puerta lateral al patio interno, ese mismo patio interno que Manuel atravesaba cada día para entrar o salir de esa sección sin tener que hacerlo por el exterior de la empresa.
Aquello no dejaba de ser una comodidad a la hora de volver a su casita o al momento de realizar tal o cual verificación de algún dato en la planta de empaque.
Solo tenía que salir por la puerta lateral y atravesar el patio interno hasta acceder a la playa de camiones. Una vez allí debía rodear la alta construcción del galpón para llegar finalmente con holgura y displicencia a la prefabricada que constituía su vivienda. Y luego, para volver a las oficinas, solo tenía que recorrer a la inversa el mismo camino. Todo seguro. Todo sin salir del predio rodeado de muros que ocupaba la empresa.
Así pasó ese día. Con la misma supervisión irritante del señor contador Gerardo “el pituco” Martínez y con los mismos insultos encubiertos por sus groseras ironías.
No importaba ya cuanta voluntad pusiera Manuel Balbi. Ni cuanto reprochara el señor contador don Martínez por su disconformidad con el nivel del personal a su cargo.
Nada importaba. Porque todo estaba perdido.
Todo estaba perdido y todos lo sabían aún cuando el señor Gutman tardaba en anunciarlo.
Es que los obreros se enteraban sin querer de cada negativa novedad que acontecía acerca de su fuente de trabajo: embargos sorpresivos sobre los pocos vehículos que eran propiedad del patrón, decomiso de las mercaderías que salían para el mercado, inhabilitaciones sobre sus cuentas bancarias y reducción inevitable de la producción.
El final se mostraba por sí mismo en el silencio de los empleados que se retiraban cabizbajos al final de la jornada.
Un final de jornada que llegó también para Manuel Balbi cuando el sol se ocultó detrás de los fríos edificios y la ciudad se vistió de noche.
Entonces, como hacía desde un año y pico atrás, ya casi dos, cerró con llave la puerta de la oficina que daba a la calle, apagó las luces y salió por aquella cuya puerta coincidía con el descuidado patio interno.
Una brisa de primavera quiso animarlo mientras caminaba en penumbras rumbo a su casa, pero no pudo hacerlo.
Los pastos del patio estaban muy altos y eso no sucedía cuando él era peón.
La playa de camiones exhibía todo tipo de elementos olvidados en desorden: cajones vacíos, cubiertas de camión, botellas de vidrio y también naranjas podridas a medio consumir.
Eso no pasaba cuando él era peón.
Las puertas del galpón estaban abiertas y podía oler la grasa envejecida y la cera cristalizada en los rodillos de la máquina sin mantenimiento. Eso tampoco pasaba cuando él era peón.
Por eso, la brisa cálida de aquella noche de primavera no pudo alegrar su breve caminata. Y tampoco pudo prepararlo para lo que sucedió: Antes de llegar a la casilla supo que Mirta ya estaba allí y supo también que ella lo esperaba despierta.
La luz eléctrica estaba encendida y no solo iluminaba el interior de su precario hogar sino también un rectángulo que dibujaba en forma alargada el marco de la puerta abierta sobre el suelo endurecido de la playa de camiones.
Al ingresar, vio con sorpresa que una puesta en escena había sido preparada para su persona.
La mesa pequeña estaba servida. En ella había una fuente con comida y un solo plato para servirla. Así también había un solo vaso y una gaseosa individual.
El televisor blanco y negro estaba encendido y sintonizado en el único canal argentino disponible por antena gratuita.
Mirta también estaba allí.
No se incorporó de su asiento cuando Manuel reparó en ella. Por el contrario, al verlo sonrió con levedad y señaló la silla que estaba vacía.
-Sentate, Manuel- ordenó ella- Tenemos que hablar-.
El hombre obedeció en silencio, pero sin darse prisa.
Se permitió un momento para contemplar a su mujer y admirar su belleza.
Estaba maquillada como para salir y lucía un vestido corto que jamás le había visto.
¿Qué querría Mirta a esa hora de la noche?
-¡Vos sos un buen hombre, Manuel!- dijo cuando lo tuvo sentado ante sí.
-¡Ya sé!- contestó él halagado mientras se tentaba con la gracia de ese comentario innecesario.
-Sos un buen hombre- repitió sonriéndole también con un dejo de dulzura- Pero no servís para progresar- agregó con el mismo tono- No servís para progresar, Manuel Balbi- volvió a decir cuando posó su mano sobre la de él- Te quiero mucho, Manuel… pero más,… quiero progresar.
El obrero escuchó esa afirmación y comprendió la dirección que tomaría la conversación. Por eso preguntó con pasividad no exenta de resignación:
-¿Me vas a dejar?-
Mirta acarició su mano y asintió con su cabeza antes de decir que “si” con sus labios.
-Te voy a dejar, Manuel. Te voy a dejar para que sigas con tu vida de trabajador honesto y sin dobleces. Te voy a dejar para que vivas tu vida como te gusta y no como yo te obligo. Te voy a dejar porque no me resigno a ser pobre por el resto de mi vida, Manuel. Tal vez a vos te sirva,… pero a mí no-.
-Pensé que íbamos bien- interpuso tímidamente el hombre- Después de todo ya somos dos los que trabajamos y,… y traemos dinero para la casa. Pensé que íbamos bien,… que con el tiempo lograríamos tener una casita en la ciudad y… que nos íbamos a casar,… a casar con papeles allá en el registro civil digo, y que hasta nos íbamos a casar por la iglesia y que después podíamos tener un par de críos. Pensé que estábamos bien, Mirta, pero esto de la hiperinflación y lo de la empresa que se cae a pedazos,… yo,… yo ya no sé que pensar,… ¿Viste? Trabajo y trabajo todo el día creyendo que hago bien,… pero me doy cuenta de que eso no sirve para nada. El patrón Gutman está cada vez más callado. Le pregunto si hago esto o aquello. Si le parece bien así o asá y él me mira como si no le importara. Y el contador don Martínez me desprecia más que nunca y eso que yo hago todito el trabajo que hay que hacer. ¡Si hasta puse al día lo que los otros habían dejado atrasar!, pero me trata peor. Como si yo tuviera la culpa de no ser universitario. Como si yo hubiera elegido estar en esa oficina de mierda-.
-Ya es un hecho, Manuel- interrumpió Mirta quitando el contacto de su mano con la de su marido- Ya es un hecho. Hoy a la tarde me llevé mis pertenecías y acá en mi cartera tengo la mitad de la plata que había en la cajita. La otra parte de la plata te la dejo para vos-.
-¿Y adónde vas a ir vos?- quiso saber Manuel.
-¡Al mismo lugar donde llevé mis cosas hoy a la tarde!- respondió ella.
-¿Y eso dónde es?-.
-La casa del odontólogo-.
-¿La de tu patrón?-.
-¡Es más que mi patrón!- contestó Mirta con brusquedad, logrando con ello que se impusiera un instante de silencio entre ambos.
Por su parte, Manuel quería sopesar lo escuchado y entender correctamente lo que su mujer pretendía transmitirle.
Mientras tanto, Mirta sentía que cuanto más entendiera Manuel sin necesidad de explicaciones, menos doloroso le resultaría aceptar la novedad.
Pero Manuel la seguía mirando con aquellos ojos ingenuos y esperanzados.
No le dejaba alternativa.
Tendría que decirle toda la verdad.
Tendría que herirlo sin miramientos. Por eso, se decidió a contar lo que contó.
-Hace algunos meses que el odontólogo y yo somos amantes- dijo para comenzar- Hace algunos meses que está pasando esto, Manuel-.
-¿Amantes?-.
-El es un hombre de cincuenta y seis años. Divorciado, con hijos ya grandes e independientes. Es un profesional, Manuel. Alguien que gana en un solo día lo que a vos te lleva meses-.
-¿Así que es por eso? ¡Es por la plata!-.
-Es por la plata y por todo lo demás. Él tiene todo aquello que yo vine a buscar y vos no vas a poder dármelo nunca, Manuel. Tiene una hermosa casa aquí, en esta ciudad. Una casa con pileta de natación. ¿Te das cuenta? No más casitas de madera para mí-.
Al decir esto último, Mirta había hecho un gesto de desprecio dirigido al hábitat en que se encontraban.
-Y tiene también una casa en Mar del Plata. Un lugar para veranear ¿Viste? Es por todo eso que me voy con él, Manuel. Por todo eso. Por tener acceso a lo único que la gente de este lugar respeta:”el poder económico”. Lo único que la gente de este lugar respeta es el poder económico, Manuel. ¿Acaso no te das cuenta? Para ellos la gente como vos no significa nada. A ellos no les importa lo sacrificado que sos. A ellos no les importa lo honrado que sos. Por eso te voy a dejar. No es porque no te quiera. Al contrario, te quiero y mucho, pero tengo que aprovechar lo único que tengo para intercambiar con ese hombre. Mi juventud, mi culo redondo y mis tetas firmes. Aquí no llama la atención de nadie ver a un viejo con plata junto a una pendeja que podría ser su hija. Al contrario, lo ven con naturalidad. Lo ven bien. Muy bien. Por todo esto te estoy dejando, Manuel. Para poder seguir yendo a cenar a los mejores restaurantes donde soy la persona a quien le sirven y no la que sirve. Te dejo para poder viajar a todos esos lugares que vos y tu honestidad nunca van a conocer. Te dejo para seguir queriéndote dentro de mi memoria. Para eternizar en ella este momento en que somos jóvenes y pobres. No quiero quedarme a tu lado y envejecer odiándote por lo no pudiste darme. ¡No te mereces eso, Manuel! Al contrario. Mereces ser feliz. Mereces ser feliz a tu manera. Mereces ser libre de alguien como yo. Volvé al pueblo, Manuel. Volvé a la colonia donde aprecian tu buena voluntad-.
Así se fue Mirta.
Se fue dejando un último abrazo y una caricia de adiós sobre el rostro de Manuel.
Se fue dejando una última cena servida ante un plato solitario y un televisor blanco y negro encendido en el único canal gratuito y aburrido. El canal del pueblo pobre.
Y así Manuel la dejó ir.
La dejó ir porque no tenía argumentos para pedirle que se quedara.
¡Ni siquiera estaban casados!
¡Ni siquiera tenían hijos!
¡Ni siquiera importaban sus sentimientos!
Por eso la dejó ir.
Se limitó a observar ese último instante en que ella atravesó la playa de camiones luciendo un vestido corto que jamás había visto.
Se quedó quieto y sin palabras mientras abría el portón que daba a la calle y lo cerraba tras de sí para desaparecer de su vida sin siquiera dedicarle una última mirada.
Y eso fue todo.
Eso fue todo.
Cuando volvió a mirar en derredor se dio cuenta que estaba solo. Solo para cenar. Solo para mirar el canal aburrido. Solo para soportar la casilla vacía.
Se dio cuenta también que aquella noche no podía quedarse allí. Y lo dijo en voz alta, con gesto insistente:
-¡No puedo quedarme aquí! ¡Hoy no puedo dormir aquí!-.
Así que sin pensarlo demasiado, porque pensar no era su fuerte, y sin darse mucha prisa, porque la histeria tampoco era lo suyo, se dirigió al televisor y lo apagó. Luego, con la misma parsimonia tomó la fuente con comida y la arrojó al tacho de basura junto con el plato vacío. Finalmente, oprimió la perilla de la luz y dejó al recinto en la más absoluta oscuridad.
Cuando salió de la casilla no se molestó en cerrar la puerta ni en mirar atrás.
¡Para trabajar nacimos!- dijo con voz resignada y en medio de un suspiro mientras se dirigía caminando otra vez hacia la administración- ¡Solo para eso servimos!- agregó cuando abrió, con un violento empujón, la puerta de la oficina y la dejó abierta para disfrutar del viento nocturno de primavera-.
No encendió la luz cuando ingresó. No la necesitó para encontrar el sillón con respaldo sobre el que se sentó y cerró los ojos disponiéndose a dormir.
-¡Bueno Manuel!- dijo para sí mismo- A partir de hoy no tenes perro que te ladre ni razón para volver a tu casa. Si la vida quiere que vivas para trabajar, la vida va a tener que aguantarse que comas en el lugar de trabajo, que cagues en el lugar de trabajo y que también duermas en el lugar de trabajo. Total ¿A quién le importa? ¿A quién le importa?-.
Y Manuel se durmió.
Se durmió profundamente sobre el sillón con respaldo que había en la oficina lateral cuya puerta dejaba entrar el aire del patio interno.
Se durmió apaciblemente en la penumbra plateada por la luz de la luna que ingresaba sin permiso por la ventana de la oficina de recepción. La que daba a la calle.
Pero su sueño fue breve.
Y su despertar sobresaltado.
Es que todavía era de noche cuando la puerta de esa oficina se abrió y cual si fuera un reflejo, los ojos de Manuel también se abrieron.
No necesitó pensar demasiado para darse cuenta de que alguien había entrado y dejado la puerta abierta.
La luz del astro nocturno había multiplicado sus efectos. No tanto como para extenderse hasta donde él reposaba, pero sí lo suficiente como para mostrarle en detalle a través de la puerta comunicante, todo lo que había y sucedía en el recinto de al lado.
El intruso no encendió la luz eléctrica.
Y Manuel no se movió de su asiento.
Era evidente que quien había entrado tenía llave de la puerta exterior y no deseaba ser visto.
Era lógico suponer también, que no esperaba la presencia de ningún testigo a esa hora de la noche. Sin duda, no estaba previsto que Manuel durmiera allí.
El intruso rodeó el mostrador que había a pocos metros de la entrada y caminó hasta el centro de esa primera oficina y allí se detuvo.
Su inacción momentánea, permitió que la luz de la calle ingresante por la ventana lo iluminara en forma directa.
Por eso Manuel, que estaba muy quieto en la segunda oficina, pudo ver pese a la oscuridad, de quien se trataba.
Era Martínez. El señor contador don Gerardo “el pituco” Martínez.
¿Qué hacía allí a esa hora de la noche, casi madrugada?
¿Por qué no encendía la luz? Se preguntó Manuel. ¿Acaso alguien pudiera cuestionar su presencia a cualquier hora?
Después de todo era el jefe administrativo.
Tenía poder y autorización para entrar y salir de allí cuando quisiera.
¿Por qué no encendía la luz?
¿Y por qué no se movía?
¡Parecía indeciso!
Si doblaba a la izquierda, ingresaría a la segunda oficina, y aún cuando no encendiera la luz vería seguramente, que la puerta al patio interno estaba abierta y probablemente notaría también su inesperada presencia.
Por las dudas, Manuel cerró los puños.
Esta vez había algo raro.
Esta vez no dejaría que lo humille con sus comentarios sarcásticos.
Esta vez era él quien pediría explicaciones.
¿Acaso no se había deslomado durante casi dos años por esa empresa de “morondanga”?
Además,… ¿No era una buena ocasión para sacarse la bronca por lo que le había hecho su mujer?
¡Sí señor,… esta vez le mostraría a ese pituco cuantos pares son tres botas! Ya iba a saber cuan fuerte pegaba este peoncito de campo rebajado a ser administrativo. Le iba a dar para que tenga, para que guarde y para que reparta a todos los pitucos que eran como él.
¡Que venga nomás!
¡Que dé la vuelta y entre nomás!
Pero Martínez no entró a la oficina en que estaba Manuel.
Martínez no giró a la izquierda.
Todo lo que hizo fue seguir de largo y entrar en la que tenía enfrente. Y esa era la oficina del patrón. La del señor Gutman.
Por esa razón, Manuel permaneció quieto y en silencio, sentado en el sillón con respaldo, en la oficina de al lado.
Lo escuchó mover cosas en la oscuridad.
Lo escuchó usar una llave.
Y después lo vio salir de prisa llevando consigo una bolsa de nylon a medio llenar.
Oyó sus pasos al descender por la breve escalera del frente y oyó el golpe de una portezuela al cerrarse.
Después percibió el derrape de un moderno automóvil al marcharse.
Entonces, aflojó los puños y se puso de pie.
El señor contador don Martínez se había ido.
Con lentitud, tratando de entender lo que había ocurrido, Manuel encendió la luz.
Después de todo, otra vez estaba solo y ya eran las cuatro de la madrugada, la hora en que siempre comenzaba su jornada eterna.
¡Que por eso sobrevivía en ese nido de víboras!
¡Que por eso el trabajo estaba al día, aunque no tuviera experiencia ni estudios universitarios!
¡Por su voluntad, carajo!
Sin apurarse miró por la ventana y observó que la calle estaba vacía.
No había tránsito, aún.
Luego, se dirigió a la oficina del patrón y allí también encendió la luz.
Desde la puerta, observó minuciosamente el interior de la misma, pero no detectó ninguna anomalía.
Por eso ingresó al recinto. Para ver el lado interno del escritorio.
Y cuando lo hizo se encontró con la novedad.
Los cajones del mueble estaban abiertos.
Se quedó un instante tratando de deducir si aquello constituía o no un problema.
Y recordó lo poco que su mala memoria le quiso mostrar. La voz y la imagen fugaz del patrón don Gutman diciéndole: “cincuenta mil dólares es todo lo que me queda”
Entonces corrió hacia la oficina del frente y una vez allí tomó el teléfono y marcó un número conocido.
-¿Sí,… con la policía?- preguntó cuando lo atendieron- ¡Quiero denunciar un robo!-.
Unos minutos después, cuatro patrulleros partieron a toda velocidad desde distintos puntos de la ciudad.
El primero lo hizo desde la jefatura central al mando del sargento Ramón Bravo, quien al escuchar la orden de su superior, el comisario Kleiman, corrió por los pasillos del soberbio edificio llevando consigo su grupo de apoyo compuesto por tres agentes más, todos ellos pertrechados con chalecos antibalas y escopetas.
Los otros tres automóviles policiales salieron desde diversas esquinas en que se encontraban apostados. Uno lo hizo desde la plaza principal, el otro desde el frente de un banco y el último desde la terminal de ómnibus.
Tenían todas las referencias para neutralizar el delito denunciado: el lugar donde se había producido, el monto que había sido robado, el nombre del ladrón y el domicilio en que vivía. Por algo las fichas del personal estaban al día y con todos sus datos. Incluso la que correspondía al señor contador (y jefe del único empleado administrativo que la empresa “Citrus Empacados” podía pagar) don Gerardo “el pituco” Martínez.
Desde la oficina de recepción, Manuel Balbi escuchó las sirenas multiplicadas por cuatro que enloquecieron el amanecer.
Era increíble lo que había pasado durante esa noche.
Su concubina lo había abandonado y su jefe había robado el último dinero que le quedaba a su buen patrón, el señor don Gutman.
Menos mal que había decidido dormir en la oficina. ¿Sino,… quién hubiera visto al autor del robo? ¡Lo habrían culpado a él! ¡Seguramente lo habrían culpado a él!
Todo lo que él había podido hacer al respecto ya estaba hecho.
Había llamado a la policía y después al patrón.
Había suministrado toda la información que tenía y ofrecido también su testimonio.
Ahora solo cabía esperar.
Y eso fue lo que hizo.
Esperó.
Esperó como había esperado siempre por cualquier oportunidad que le permitiera mejorar su vida.
Esperó trabajando.
Liquidando con lápiz los sueldos quincenales de los últimos obreros que quedaban en la empresa.
Deduciendo los porcentajes de rendimientos del día anterior entre los cajones cosechados, su descarte y venta final. Contestando por escrito las preguntas que el abogado de la firma formulara en función de los nuevos conflictos con el personal y el sindicato.
Esperó un tiempo infinito que terminó alrededor de las siete de la mañana cuando el patrón don Gutman entró por la puerta trayendo consigo su maletín de siempre y diciendo con voz grave:
-Buen día, Manuel,… vení a mi oficina, por favor-.
Cuando estuvieron frente a frente y con el escritorio de por medio, el señor Gutman le habló con la mesura de siempre, pero con seriedad de disgustado.
-Martínez no es el ladrón- dijo mientras habría su maletín y extraía una bolsa de nylon a medio llenar- Martínez fue secuestrado anoche junto a su mujer y su bebé. Un ladrón enmascarado con un pasamontañas se les metió en el auto cuando ellos comían en un restaurante. Cuando subieron para irse a su casa, el malandra lo obligó a venir hasta acá y sustraer mi dinero. El tipo tenía el dato. ¿Me entendés, Manuel? Si no lo hacía, iba a matar a su esposa y a su bebé. Cuando Martínez entró en la oficina, el secuestrador estaba en el asiento trasero de su auto, reteniendo a su familia. Cuando estuvo aquí adentro, Martínez pensó en llamar a la policía, pero no se animó. Por eso demoró en sacar el dinero. Por eso fue providencial que vos estuvieras durmiendo aquí esta noche. Tu llamado permitió muchas cosas.
La policía interceptó al auto de Martínez y logró matar al secuestrador. ¡Sí, sí, lo que oís! La policía logró matar al secuestrador y rescatar a Martínez y su familia sanos y salvo, gracias a Dios. Y también permitió rescatar mi dinero-.
Tras decir esto, el señor Gutman vació el contenido de la bolsa plástica sobre el escritorio.
Cinco fajos de diez mil dólares quedaron allí.
-¿Quién,… quién fue el secuestrador, don Gutman?- preguntó Manuel mientras su patrón se mojaba la punta de un dedo y comenzaba a contar los billetes de uno de los fajos.
Antes de contestar, el señor Gutman sacó diez de esos billetes, los dobló a la mitad y se los entregó diciendo:
-¡No lo sé ni me importa! Aquí tenes mil dólares. Consideralo tu indemnización por estos dos años de trabajo con mi agradecimiento por todo lo que hiciste e intestaste hacer-.
-¿Mi indemnización? ¿Me está echando, don Gutman?-.
-¡No Manuel, no te estoy echando! ¡Estoy cerrando! ¡Bajando la persiana! Hoy la empresa ya no va a abrir. Voy a seguir el consejo que siempre me dio Martínez. Él me advirtió que esto iba a pasar. Él me dijo: “No inviertas en este país” Es un país de indisciplinados, inmaduros y desconsiderado. Es un país de corruptos brutales y despiadados. Guardate la plata, Gutman. No intentes emprender nada porque vas a perderlo todo. Andate con tu capital a otro lado”. Y eso es lo que voy a hacer, Manuel. Me voy a ir a otro lado con lo poco que me queda, antes de que este podrido país me quite también la vida-.
-¿Y,… que va a pasar con la empresa, patrón? ¿Con la gente? ¿Conmigo?-.
-¡Nada, Manuel! El mundo seguirá andando como anduvo siempre. Seguramente rematarán todo; los vehículos, las quintas y hasta el edificio y con eso pagarán las deudas y a los abogados. ¡Andá a saber en una de esas, algún día, ponen una pista de baile en este galpón de mierda. A lo mejor, digo, como la Argentina es el país de la joda!-
La jocosidad del señor Gutman era impostada y solo trataba de disimular su verdadero estado de ánimo.
Por último, al cabo de ese comentario, le dio la mano y se despidió con lágrimas en los ojos.
-Andá Manuel, levantá las cosas que tenes en la casilla y volvé a tu pueblo. Con eso que te di vas a poder vivir algunos de meses sin necesidad de changuear-.
-¡Adiós patrón!- dijo Manuel estrechando con fuerza aquella mano otorgada en medio de la derrota.
Sonreía Gutman cuando agregó:
-Yo solo quería progresar en lo mío, Manuel. Solo quería progresar, igual que vos en lo tuyo. Dios quiera vos puedas. Dios quiera conserves tu buena voluntad, Manuel-.
Esa fue la última imagen que Manuel Balbi tuvo de su patrón, el señor Gutman. La última vez que lo vio.
Pero esa no era la última sorpresa que lo esperaba aquel día.
Cuando llegó a su casilla dentro de la playa de camiones, vio que ante la puerta lo estaba esperando una persona y esa persona no era otro que el señor Martínez.
Al estar frente a él, Manuel se sintió algo incómodo. O más bien, tenso.
Es que ese hombre lo había maltratado y denigrado injustamente durante todo el tiempo que trabajara en la administración.
-¡Buen día, Manuel!- saludó.
-¡Si usted lo dice!-.
-Sí Manuel, tenes razón. Es un decir. La verdad que hoy no tiene nada de buen día-.
-Por eso- respondió el obrero mientras lo evitaba por un costado e ingresaba a la casilla de puerta abierta dándole la espalda.
-Se que tenes razones para estar ofendido conmigo, Manuel- dijo el contador desde el marco de la puerta de la prefabricada, mientras el obrero recogía sus cosas en un bolso de viaje- Y no espero que eso mejore- agregó cuando su esquivo interlocutor guardaba en el bolso la cajita con dinero devaluado y el frasco con monedas inútiles- Personalmente, no soy partidario de relacionarme con gente de clases sociales inferiores, por voluntariosos que sean. Lo siento, Manuel, pero esa es mi forma de ser-.
-No tiene nada de que disculparse- respondió mientras incluía en su equipaje la ropa de grafa para trabajar y la ropa de grafa para salir- No tiene nada de que disculparse- repitió con fastidio cuando se disponía a dar por concluida la recolección de sus pertenecías y salir por última vez de la casilla- Llamé a la policía creyendo que usted era un ladrón- concluyó una vez que estuvo fuera y otra vez junto al contador.
-Tu llamado salvó mi vida y la de mi familia. Tu llamado logró que la policía llegara a tiempo, porque ese tipo que nos secuestró, nos iba a matar, Manuel. Llegaron a tiempo, lograron rodear mi auto a pocas cuadras de aquí, pero cuando ese tipo se vio entrampado, tomó a mi mujer de rehén y la retuvo en el asiento de atrás. Y ella tenía al bebé en brazos. Tenía a nuestro bebé en brazos. Tuve mucho miedo- dijo a punto de quebrarse en llanto- Te confieso que tuve mucho miedo de perder a mi familia, Manuel. Gracias a Dios, entre los policías que acudieron hubo uno con gran puntería. Un tipo frío. Un tal Bravo. Sargento Bravo. Fumaba un cigarrillo mientras le apuntaba al tipo del pasamontañas que le ponía un revólver en la cabeza a mi esposa. Fumaba un cigarrillo cuando disparó sin demostrar de antemano que iba a hacerlo. La bala pasó entre mi mujer y mi bebé y se incrustó en la frente de ese desgraciado. Justo en la frente se la dio-.
-¿Vio don Martínez? Ese sargento de la policía seguramente es de clase social baja. Como yo- Observó Manuel a modo de reproche-.
-¡Mea culpa!- reconoció el contador.
-No hace falta mear a nadie, don- contestó Manuel.
-No quise decir eso- corrigió Martínez.
-Sé lo que quiso decir señor- interrumpió Manuel sonriendo por primera vez en el día.
-Sabés Manuel, mi esposa y yo vamos perdiendo dos hijos. Sí, sí… así como te lo estoy diciendo. Dos hijos. El primero nació muerto y los médicos nos dijeron que se había formado con debilidad congénita hereditaria. Eso nos afectó mucho. Nos deprimió mucho. Pero al poco tiempo mi mujer quedó embarazada nuevamente. Entonces, nos ilusionamos otra vez. Y el chico nació en el tiempo normal en que tenía que nacer. ¡Vieras que felices estábamos! ¡Que completos nos sentíamos! Pero al poco tiempo notamos que nuestro hijo no era normal. Había nacido con un serio retraso mental y el diagnóstico volvió a repetirse: debilidad congénita hereditaria. Así que nos resignamos a criarlo. El pobre angelito era un vegetal, pero era nuestro hijo. Le dimos lo mejor que pudimos. Todo lo que era nuestro deber brindarle. Y el niño vivió seis años, pero nada más. Murió antes de cumplir los siete-.
-¿Por qué me cuenta todo esto, señor?- preguntó conmovido el tranquilo Manuel mientras señalaba su intención de comenzar a atravesar la playa de camiones, de salir a la calle y de marcharse de allí de una vez por todas.
El contador entendió la acción y acompañó al obrero en su caminata liberadora. Al mismo tiempo en que respondía a su pregunta:
-Después que perdimos a nuestro segundo hijo, la depresión nos embargó por completo y casi termina con nuestro matrimonio. Pensábamos que estábamos malditos. Que jamás podríamos tener un hijo sano. Así que nuestros esfuerzos se orientaron a resignarnos. Y así estuvimos por varios años más, pero hace dos años atrás, mi esposa quedó embarazada. A los cuarenta y dos años y contra toda esperanza y expectativa, mi esposa quedó encinta. Me asusté, Manuel. Admito que no me causó ninguna alegría la buena nueva. Hasta le sugerí que abortara, pero ella se negó. Dijo que la tercera era la vencida y que este hijo nuestro nacería sanito. Que tuviera fe. Que tuviera fe como ella la tenía. Así que debí resignarme a esperar por el nacimiento de otro hijo defectuoso. Otro hijo con debilidad congénita hereditaria. Pero para mí sorpresa, este niño nació normal. Sanito, sanito. Escandaloso, comilón, robusto y sanito. Mi hijo. Nuestro hijo. Un roble de sanito. Y casi lo pierdo, Manuel. Casi lo perdemos por culpa de ese delincuente que lo tomó de rehén junto a mi esposa. Así que… ¿Cómo no estar agradecido con tu llamado? ¿Cómo no pedirte disculpas por mi mal proceder para con vos?-
Con lágrimas en los ojos el contador Martínez había concluido su explicación, sus disculpas y sus agradecimientos justo al momento en que ambos llegaban a la calle.
Sobre la acera de enfrente, un automóvil moderno permanecía estacionado y sometido al sol del nuevo día.
Sobre él, en el asiento del acompañante, una mujer que apenas divisaba le daba el biberón a un inquieto infante de un año y pico.
Martínez estrechó la mano de Manuel en claro signo de despedida y en ese acto preguntó:
-¿Adónde vas?
-Voy al primer cruce de ferrocarril que encuentre. Una vez allí me voy caminando despacito y siempre por las vías del tren hasta mi pueblo, San Bonifacio, La Criolla. Son treinta kilómetros al oeste-.
-¡Si querés te llevo en mi auto! ¡Es lo menos que puedo hacer por vos, Manuel!
-¿Hasta mi pueblo?
-¡Sí Manuel, hasta tu pueblo!
-¡No gracias, señor… la verdad es que necesito caminar como caminaba antes de que el escritorio me ablandara las piernas!
-Bien, entonces será hasta más ver, Manuel.
-Hasta más ver, señor.
Ya cruzaba la calle el contador Martínez y casi llegaba a su auto cuando Manuel se permitió hacerle una irónica broma.
-Es que no quiero que en mi pueblo me vean llegar con alguien de su clase social ¿Vio?
Martínez entendió la broma. Por ello saludó con un nuevo gesto de disculpa, una sonrisa forzada y se metió en el auto.
Una vez allí, hizo un amoroso mimo al bebé glotón y encendió el motor. Se disponían a desplazarse cuando la mujer giró su rostro en dirección a Manuel y se dejó ver.
Desde la vereda de enfrente, el obrero la reconoció.
Habían pasado dos años desde que la viera por única vez en la clínica del Dr. Berstein.
Era esa mujer.
La mujer elegante que pasara a su lado sin saludar y que se había metido en el consultorio contiguo al que luego le tocó en suerte ocupar para su examen. Era ella. No tenía dudas.
Era ella, aunque ahora no esquivaba su mirada. Por el contrario, insistía en mostrarse.
Parecía querer que esta vez, Manuel reparara en su persona.
Por eso, la miró.
La miró justo a tiempo durante el instante en que el automóvil comenzaba a moverse.
Entonces, como si jugara, la mujer puso al bebé de espaldas a la ventanilla y mientras sonreía con infinita ternura, levantó levemente la pequeña prenda que cubría su cuerpito regordete.
Así quedó al descubierto una notoria mancha que había en su espalda.
Manuel se quedó pálido y erizado al darse cuenta que aquella mancha tenía la forma de una hoja de parra. La misma hoja de parra que llevaba marcada en su propia espalda. Y cuando se preguntó ¿Cómo era posible? El recuerdo del Dr. Berstein se le presentó repentino y burlón mientras el automóvil se alejaba dejándolo atrás. En su memoria el Dr. Berstein solicitaba otra vez: -¡Deme la muestra que le pedí, señor Balbi!-
Para eso quería la muestra concluyó estupefacto e impotente Manuel Balbi ante esa nueva sorpresa que le daba la vida y que a nadie podría contar porque nadie le iba a creer.
El sargento Ramón Bravo y la sollozante Mirta, estaban de pie ante el extremo de dos camillas metálicas. Las mismas contenían sobre su fría superficie sendos cadáveres cubiertos a medias por telas plásticas de color blanco.
Con cierta pereza, el policía ofreció un cigarrillo encendido a la mujer y ella lo aceptó con mano temblorosa.
Seguidamente, con la misma ausencia de apuro, prendió también uno para sí mismo.
Después de las primeras pitadas durante las cuales las volutas de humo se dispersaron dentro del amplio recinto que ocupaba la morgue policial, el hombre la interrogó haciendo uso del desfachatado lenguaje que le era propio.
-A ver, mamita. A ver si te entiendo. ¿Qué relación tenés vos con estos dos fiambres?
Al mirarlos, como ya los había mirado varias veces durante el tiempo que llevaban allí esa terrible mañana, Mirta pudo observar en detalle las características de ambos occisos.
En primer lugar señaló al cadáver del hombre más viejo. Éste era algo obeso, de incipiente calvicie y con tres orificios en la zona del tórax.
-Él es,… Él era el odontólogo Javier García. Yo fui su empleada doméstica por algunos meses. Después,… un tiempo después, nos volvimos otra cosa. Nos relacionamos sentimentalmente-.
-¿Con este viejo? ¿Una mamita como vos se entusiasmó con este viejo? ¡Vamos, mami,… decime la verdad,… no me la des cambiada!
-Yo quería progresar, señor.
-Ramón. Decime Ramón, linda.
-Yo quería progresar,… Ramón.
-¿Y quién no?
-Él tenía una buena posición económica, un título profesional y un prestigio de señor importante, mientras que yo no tenía nada. Un marido boludo y pobre. Eso tenía. Una casilla de madera para vivir y encima, prestada. ¡Eso tenía!
-¿Así que hiciste el cambiazo?
-No lo hice enseguida. Me tomé mi tiempo. Quería esperar a ver si las cosas mejoraban para mi marido y para mí, pero la empresa en que él trabaja se está fundiendo, así que, ayer a la tarde me decidí. Junté mis pocas cosas y las llevé a la casa de Javier, a quien le aseguré que por la noche vendría a quedarme definitivamente con él.
-¡Que dulce!- comentó con ironía el uniformado-.
-Es fácil juzgar cuando no te falta nada- respondió Mirta-.
-Acepto, mami. Acepto. Es solo un chiste. Seguí con lo tuyo. Contame lo que pasó después.
-Después pasó lo que pasa cuando tu destino es seguir pobre, hagas lo que hagas. A la noche, esperé a Manuel. Manuel es mi marido.
-¿El boludo?
-Exacto, el boludo.
-¡Seguí!
-Como te decía; a la noche esperé a mi marido y le dije lo que estaba pasando. Le dije que me iba con el odontólogo. Le deseé que le garúe finito y me fui. Me fui contenta pensando en mi futuro, en vivir bien sin que me falte nada y sin que nadie me pase al lado como si no existiera.
-¿Pero?
-Pero todo salió mal. Cuando llegué a la casa de Javier y puse mi llave para entrar, noté que la puerta estaba abierta y con la cerradura forzada.
-Le habían entrado- señaló el policía con el lenguaje propio de su jerga-.
-Le habían entrado- coincidió Mirta- Pero yo no lo sabía. Ni siquiera imaginé que eso fuera posible en una casa de la zona céntrica.
-¡Ja!- exclamó el policía-.
-Así que me metí en la casa con naturalidad y busqué a Javier en las estancias normales para esa hora de la noche, en el living, el consultorio, la cocina y el comedor. Al no encontrarlo en ninguno de esos lugares, me dirigí al dormitorio y ahí lo vi. Ahí lo vi. Estaba tirado en el piso bañado en sangre y con tres balazos en el pecho. Cuando miré alrededor, observé que todos los muebles estaban revueltos. Así que pensé que el asesino había encontrado lo que andaba buscando. (Seguramente plata) o alguna cosa de valor. Por eso me consideré segura. Creí que estaba sola dentro de la casa. Lo único que me angustiaba era saber que mis expectativas de un buen futuro inmediato se habían terminado. Así que me descuidé. Me descuidé y cuando me di vuelta para salir del dormitorio e irme de la casa, recibí un golpe en la cara.
Al decir esto último, Mirta había señalado con su índice un notorio moretón en su pómulo izquierdo.
Por su parte, el sargento Bravo hizo otra de sus bromas brutales que no consolaban a nadie.
-El azul te queda bien, mamita-.
Pero Mirta ignoró el comentario y señaló el otro cadáver, el que correspondía al hombre joven.
-El tipo que me pegó, es ese- dijo para que no cupieran dudas al respecto- Solo que en ese momento estaba vivo-.
-¡Lógico!- agregó Bravo con tono sarcástico- Para pegarte tiene que estar vivo,…pero quedate tranquila, piba. Como podés ver ya le corregí ese defecto-.
-Ya veo- admitió ella sonriendo en principio para luego romper en llanto desconsolado- Yo solo quería progresar- decía entre gemido y gemido- Solo quería progresar-.
Entonces, el sargento Bravo se dejó llevar por un instante de debilidad. Abrazó a Mirta contra su pecho y acarició sus suaves cabellos negros mientras decía:- Está bien, linda. Está bien. Todos queremos eso.-
Mirta se quedó un instante dentro de ese abrazo hasta que pudo recomponerse y luego entre esnifadas, suspiros y caricias que se dejaba otorgar continuó relatando el cruel acontecimiento.
-El tipo me pegaba sin parar. Me pegaba sin parar y me preguntaba a los gritos: ¿Dónde hay plata? ¿Decime “puta”, donde hay plata? Decime donde hay plata, antes de que te deje como a este viejo de mierda. Y así siguió por un buen rato. Pegándome y gritándome. Hasta que le dije que yo era solo una sirvienta y que el señor no guardaba su plata en la casa sino en el banco. Entonces se enfureció todavía más y me pegó por pegarme. Por sacarse la bronca de no encontrar nada. Creí que iba a matarme, porque me puso el revólver en la cabeza. Creí que iba a matarme. Hasta que me acordé de lo que me había dicho mi marido un día antes de dejarlo. Así que para calmarlo y hacer que se fuera, le dije lo que sabía. Le dije lo que sabía pero me cuidé mucho de no nombrarlo a Manuel, porque no quería que lo dañen. Preferí nombrarlo al “Martínez” ese que tan mal se portó con el pobre Manuel. Preferí nombrarlo al estirado ese. Total, si lo mataban no se perdía gran cosa. Por eso le dije al delincuente que en esa empresa había cincuenta mil dólares y que el contador tenía la llave de la oficina. ¡Que lo busque! Le dije. Y le di el nombre del restaurante donde cenaban con su mujer. Y hasta la patente del auto que tiene le di. Todo eso sabía yo porque a veces Javier, mi patrón, me llevaba a comer ahí. Y era frecuente que ese agrandado estuviera allí con su mujer y su bebé. Aunque él no me reconocía nunca. El solo saludaba a Javier, porque Javier era “doctor”. Alguien de su clase social. Así logré que se fuera. Y así logré también que no me matara. Me dijo que me perdonaba la vida porque yo era una simple sirvienta, igual que había sido su madre quien lo crió solita pues a su padre nunca lo había conocido. Por una vez en mi vida me sirvió de algo ser pobre. Me salvó la vida. Yo no sé si hice bien o hice mal. Yo no quería que le pasara nada malo a nadie. Yo solo quería progresar.
Manuel Balbi caminó sobre las vías durante muchas horas.
Solo y con su bolso de mano portando vitales pertenencias, puso un paso tras otro sin pensar en el final del camino.
Sin embargo, para las cinco de la tarde de aquel día fatídico, el corolario de su esfuerzo se hizo presente.
Ante él, a pocos metros de su persona, estaba el edificio de estilo inglés que constituía la estación de trenes de su pueblo natal. “Estación La Criolla”, el pequeño pueblo que se erigía al margen de las vías que atravesaban la productiva “Colonia San Bonifacio”.
En el andén, sentados en ronda sobre el suelo de cemento, otros jóvenes como él compartían el acostumbrado mate de la tarde.
Ellos eran sus amigos de siempre. Esos que conocía de toda la vida. Compañeros de juegos infantiles: del futbol con pelota de trapo, de la pulseada, de la bolita y el punto y quema, de la payana, la escondida y la mancha venenosa. De jugar a ladrones contra policías, de tomar mate cocido a la hora del radioteatro de la tarde. Compañeros de la escuela primaria y también de la secundaria cuando el pueblo tuvo una. De trabajar.
De trabajar como se trabaja en el pueblo, comenzando cuando uno es chico para consolidar el hábito y hacerse hombre de trabajo.
Allí estaban sus amigos, esos a los que conocía por sus sobrenombres más que por sus nombres.
Allí estaban Rosita, a quién decían la negra, Julián, más bien llamado” el tero tero” y que era hermano de la negra. Alberto y su hermano Luís, conocidos como “picado grueso y picado fino” porque uno era gordo y el otro flaco. Julieta, de apelativo “chuzita” por la forma de su pelo y no faltaba con ella la presencia de Esteban, su hermano, a quien decían “guardabosque”, porque no se apartaba de ella jamás.
Al verlo, comenzaron lentamente a ponerse de pie y a aproximarse.
Abandonaron el andén y también el mate que quedó sobre su suelo.
Al principio caminaron con cautela sobre las vías, dudando de lo que sus ojos les mostraban, pero poco después, cuando tuvieron certeza de que ese que volvía era Manuel Balbi, echaron a correr.
Y cuando llegaron a él, se prodigaron por abrazarlo entre todos. Brindarle una bienvenida eufórica, desordenada y auténtica.
No se privaron de gritar su alegría porque para eso eran jóvenes y al paisaje no le molestaba
Y retomaron la caminata sobre la vía para llevarlo con ellos hasta el andén en que el mate esperaba.
Las preguntas impacientes comenzaron a fluir.
-¿Cómo te fue en la ciudad?- preguntó tero tero- ¿Lograste progresar?-
-¡Sí!- contestó Manuel- Me nombraron “ayudante de contador”.
-¿Y te pagaron?- quiso saber “guardabosque”-
-¡Sí, me dieron mil dólares!
-¿Dólares,… y eso que es?-
-Una moneda norteamericana que compran los argentinos de la ciudad para ahorrar y combatir la inflación-.
-¿Y los norteamericanos cuando quieren ahorrar compran dólares?- curioseó “picado fino”
-¡No se!- respondió el recién llegado- Es la primera vez que los veo-
-¿Y Mirta? ¿Qué pasó con la Mirta, que no vino con vos?- interrogó “la negra”
-Ella se quedó en la ciudad. Me dejó para juntarse con un odontólogo-.
-¡Faaa!- exclamó “la chuzita”- ¡Así que Mirta va a ser odontóloga!-
-¡No “chuzita”, no es así!- refutó “picado grueso”-¿Acaso, la mujer de un presidente, por ser su mujer, se convierte después en presidenta?
-¡Que se yo!- dijo la ingenua joven- En una de esas, algún día puede pasar-.
-¡Vaya uno a saber!- exclamó Manuel- La gente de la ciudad es muy rara, pasan a tu lado y no te saludan porque sos más pobre, pero si te descuidas te fabrican un hijo-.
La ingenua “chuzita” escuchó aquella afirmación y preguntó asustada:
-¿Estás embarazado?
Un coro de risas juveniles respondió al unísono esa pregunta.
Y un manantial de alegría coronó la tarde del pueblo tranquilo.
Manuel, el voluntarioso Balbi “había regresado al lugar de sus afectos. A la gente que apreciaba su buena voluntad.
Y por sobre todas las cosas, al lugar donde era feliz.
FIN
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