Los tres turistas habían llegado temprano a la playa después de recorrer más de 150 km, gran parte por una carretera de ripio. El azar y el exceso de viento que había impedido a los barcos salir para hacer el acostumbrado avistamiento de ballenas en la Península Valdez les habían llevado hasta allí. Salieron de Puerto Madryn rumbo al sur en la vieja camioneta que conducía José, un experto guía que conocía con detalle toda la costa y que había elegido Isla Escondida como inicio de esta excursión. Después irían más al sur, a la pingüinera de Tombo, para disfrutar de un paseo entre los pingüinos, pero en esta playa desierta, con un poco de suerte, podría acercarse como en ningún otro sitio a los elefantes marinos.

Isla Escondida es una playa inmensa, azotada por el viento patagónico y bañada por las aguas del Mar Argentino. Allí detuvieron la camioneta para ver de cerca varias colonias de elefantes marinos que han hecho de esta playa su refugio. Era impactante poder disfrutar de estos animales en su ambiente natural y observar el comportamiento de un “harén”: el macho alfa vigilante, las hembras amamantando a sus crías y otros machos, los periféricos, que acechaban esperando una nueva oportunidad.

Siguiendo las indicaciones de José y manteniendo el viento de frente para que su olor no ahuyentara a los animales, los turistas pudieron acercarse a ellos caminando, escuchar sus sonidos guturales y ver sus torpes desplazamientos. Agachados en la arena de la playa y armados con sus cámaras fotográficas fueron los únicos testigos de los continuos intentos de varios periféricos de acercarse a las hembras, que apenas prestaban atención al incesante trabajo del macho alfa para mantener alejados a sus rivales.

Ninguna fotografía pudo recoger completamente la intensidad de esta singular experiencia, pero sirvieron después para evocarla y para dar mil veces más las gracias al viento patagónico que con su fuerza propició este inesperado viaje.

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