Mujer Pez
F había querido ser muchas cosas, pero no había logrado ser ninguna de ellas. En la niñez, se camuflaba bajo disfraces, máscaras y pseudónimos con ánimos de matar el ocio y expandir los límites de la apariencia (y la esencia), casi como cualquiera de su edad. A la edad de tres años resultaba gracioso que de pronto se empecinara por caminar en cuatro patas, mimetizado lo que resulta una normal caminata de gato y extraña caminata de humano. Pero según el común de la gente, la misma situación dentro de los esquemas de la adultez ya no es tan cómica, sino que roza los criterios de la locura, o la contiene en todo su esplendor. Para su propia suerte, F no sufría de una anomalía mental (por el momento) que hiciera que una mañana se sintiese caballo, lagartija o pez (muy poco conveniente debido a las restricciones físicas y ambientales), pero sí tenía un caso de mimesis muy grave. Dentro de la indefinición y la incertidumbre de saber cómo o quién era realmente, F se encontraba en un bucle demencial que la despersonalizaba y que no permitía que se encontrase a sí misma. Incapaz de definir una personalidad, un carácter e incluso una apariencia, vagaba en un infinito de posibilidades. Recurría con frecuencia al mundo no real, donde parecían existir todavía más posibilidades, de las cuales, quizás en una de esas coincidencias de la vida (no creía en el destino), pudiese encontrar aquello que le faltaba, ese «yo mismo». Así fue como, en un periodo de obsesión con la literatura japonesa se encontró con un «haiku» que hablaba de un pez. Ya no recuerda qué decía exactamente, pero nombraba a un pez intensamente rojo, que descansaba al amparo del sol. Casi sin notarlo, ese pez, ese ser no humano, se sumergió cada vez más en su vida.
Los primeros indicios aparecieron en sueños, todos cubiertos por agua. Comenzó a ducharse cada vez de manera más larga y frecuente, y el consumo de agua habitual, que oscilaba los dos litros diarios, al cabo de unas semanas había llegado casi a tres. Encontró una pileta para ir a nadar, a la cual comenzó yendo dos o tres veces por semana, pero a causa de una necesidad que no supo descifrar, después de un mes iba ahí todos los días. Vivía nadando y cada día mejoraba más en su mayor objetivo: aguantar sin respirar. Al comienzo se dijo que F no tenía ninguna anomalía mental, y que de querer ser un animal, para la raza humana, quizás uno acuático es el menos conveniente. Pero no todo lo dicho es cierto.
Aunque en un principio el anhelo de ser pez era inocente y tan sólo un asomo en el adentro, la obsesión no trajo nada bueno. Los primeros tiempos, F estaba hidratada, hacía ejercicio y su capacidad pulmonar era envidiable. Sin embargo, cuando llegó a los casi cuatro litros diarios de agua consumidos, eso no hacía más que hacerla sentir mareada y estaba tanto tiempo el agua que no solo la piel de la yema de los dedos se le arrugaba, sin mencionar que la noción de espacio y gravedad se encontraba bastante desdibujada. Cuando no estaba flotando, tenía la mala costumbre de soltar cosas, pensando que se iban a quedar suspendidas en el aire (o en el agua, ya estaba muy confundida sobre cual era cual), y cuando iba a dormir y estaba aburrida soplaba para ver burbujas (no veía nada porque no había agua), y cuando iba a nadar y quería tomar aire fresco, absorbía agua con cloro y se atragantaba (porque sí había agua).
Ya había pasado por momentos de ridiculización, pero el punto máximo de lo absurdo llegó cuando vio una fuente y no resistió la tentación de zambullirse y aletear como si fuera un pequeñito pececito rojo, calentándose con el sol de la ciudad en enero, y jugando ella sola a ver cuánto tiempo podía aguantar sin respirar, apostando consigo misma que en cualquier momento las costillas se convertirían en branquias y los pensamientos desaparecerían juntos con sus ganas de volver a sentir el aire pesado.
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