Aunque Vds. no lo sepan todavía, yo, soy un libro.

Para ponerles en antecedentes he de decir que nací en Barcelona en marzo de 2012, en una imprenta que obviamente no recuerdo. Sin embargo, yo prefiero una fecha del mes de junio que está madrileñamente manuscrita en mi portadilla, junto a la cariñosa dedicatoria de mi añorada madre a mi primer lector.

En realidad, mi madre me había concebido un par de años antes siendo ya una escritora de prestigio y yo, edición de bolsillo, soy fruto del éxito de la novela original que recorre mis hojas, que se reprodujo (y se seguirá reproduciendo) en diversas ediciones y formatos a lo largo de muchos años.

Al principio, mi joven lector me llevaba a todas partes y así aprendí por qué me llamaban de forma tan curiosa, me acostumbré a viajar por las profundidades de Madrid y conocí los más hermosos parques de esta hechizante ciudad, pero lo más importante fue que me descubrí a mí mismo cuando sus ojos iban absorbiendo una por una todas las palabras que mi madre había depositado en mi interior.

Por desgracia, cuando acabó mi lectura me dejó en un estante anónimo de una abigarrada librería que empezaba a deformarse con sigilo y así aprendí en hoja propia que las cosquillas y las caricias de los dedos acaban cuando llegan a tu última página y que raramente vuelven a empezar, tal y como el erudito marcapáginas que se movía dentro de mí me había repetido sin descanso.

Prefiero no decir cuántos años pasé olvidado en aquel sufrido mueble al que siempre respeté por acoger con cariño a tantos libros que, en especial cada mes de junio, llegaban a dormitar en posiciones asimétricas cada vez más imposibles de describir. Tantos fuimos que, tras el equinoccio de primavera, una noche de viernes con luna llena la librería se derrumbó mansamente y con su muerte nos dio nueva vida.

La mayoría acabamos en un destartalado puesto de la soleada y eterna Cuesta de Moyano. Allí volví a sentirme vivo al recibir las efímeras cosquillas de los dedos de las personas que hojeaban mi cuerpo de 729 páginas con curiosa rapidez, pero también extremadamente triste cuando una fría mañana de domingo del mes de noviembre oí que mi madre acababa de fallecer.

En este lugar tan singular conocí a mi segundo lector, que tenía una recia y anciana barba que añadió una nueva variedad de caricias que me llenaban de placer. Mi hogar era ahora una austera mesilla de noche que compartía con una minúscula lámpara y un vetusto reloj de bolsillo.

Este lunático permanecía casi todo el tiempo en casa enfrascado en la lectura obsesiva de viejos pergaminos y códices digitalizados por algunas de las más gloriosas bibliotecas repartidas por todo el planeta. Me leyó con desorden, como buscando datos que confrontaba con los de otros documentos y que después marcaba en una línea de tiempo aderezada con datos geográficos que había dibujado en la larga pared del pasillo que atravesaba todo el piso. Tuvieron que pasar varios años hasta que, tras el equinoccio de primavera, una noche de viernes de luna llena saltara de gozo al descubrir con sus inverosímiles conjeturas el sitio exacto de una puerta del tiempo y sin saber yo la razón me llevó con él.

Si tuvo éxito o no en su intento, sólo él puede decirlo. Yo solo sé que aparecí solo en un banco calentito de un parque que me resultó familiar. Las animadas conversaciones en voz alta de los transeúntes mostraban su gran satisfacción por el traslado de nuestra fiesta a sus instalaciones, lo que confirmó mis primeras sensaciones.

Dirán Vds. que no es posible lo que estoy narrando y que seguramente me lo he inventado, pero sólo refiero lo que de las bocas oigo y lo que viví al final de aquel día, créanme si les digo que si fuera posible me habría hecho llorar.

La tarde se iba y ya pensaba yo, edición de bolsillo, que pasaría la noche en aquel banco amigo cuando una princesa de siete u ocho años se sentó a mi lado, me cogió con dulzura y al darme la vuelta para verme de frente noté que sus suaves manos temblaban y que eran incapaces de mirar en mi interior. Y aún sin ojos, pude reconocerla y sentir que todavía no me había concebido.

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