DESDE LA CRUZ

DESDE LA CRUZ

Por Omar Tisocco

Desde la cruz mayor de este cementerio lo vemos todo. Aquí se nos permite una particular forma de existencia. Invisible para los que aún se encuentran vivos pero absolutamente real para nosotros.

Mi amigo Sebastián y yo tomamos mate al atardecer. Porque en este plano, en el cual nos encontramos, nos place conservar ciertas costumbres propias de nuestro estado anterior.

Otros, trepan a los árboles aprovechando la liviandad de la que gozan ahora, pues carecemos de peso. La fuerza de gravedad no tiene efecto sobre nuestros cuerpos.

Una vez al año asistimos, como testigos involuntarios, al ritual de una mujer que conocemos desde que era niña pues vive en el mismo pueblo del fuimos oriundos todos los sepultados en este cementerio.

Cada año, pero en distintas fechas, ella viene a depositar una pequeña maceta que contiene una flor. Tan solo una. Al pie de la cruz mayor.

Nos gusta mirarla. Es una mujer muy atractiva. Y su nombre es Mariana.

Nos complace la ofrenda anual que realiza acompañada siempre por ese sacerdote de negra sotana y blanco cuello clerical.

A cierta distancia, en algún lugar de este camposanto, el enterrador cava una tumba donde pretenden depositar el cuerpo de alguien que morirá hoy y será sepultado mañana por la mañana.

A mi amigo, Sebastián, le gustaría hablar con el sacerdote. Contarle al oído a que se debe esa casualidad. Pero el esfuerzo sería inútil. Los vivos no pueden escucharnos. Y si pudieran saldrían corriendo sin oír lo que tenemos para decirles.

La madre de Mariana tuvo dieciséis partos.

Los primeros tres niños que murieron al nacer, despertaron en lo habitantes del pueblo un profundo sentimiento de piedad hacia ella y sus desgracias.

Y le aconsejaron que se detuviera. Que ya no continuara intentando tener hijos.

Pero ella hizo caso omiso de aquellos consejos. No quería ser la única mujer de la aldea que no pudiera concebir un niño sano.

En su interior, culpó a su marido de tal incapacidad. Fue por ello que, para embarazarse una vez más, tomó secretamente al hombre de otra mujer.

Pero cuando, también este niño murió tras las primeras horas de haber nacido, la piedad del pueblo se convirtió en reproche.

Y eso fue algo que ella no toleró.

Poco tiempo después, usurpó en intimidad al marido de otra mujer del pueblo y tras un nuevo fracaso, ella tomó a otro y luego a otro y así hasta llegar al hijo número quince.

Todos muertos al nacer.

Para ese entonces, los matrimonios del pueblo estaban peleados entre sí. Las mujeres del pueblo escupían al paso de esta infortunada mujer y lanzaban improperios sobre su persona.

Porque un pueblo chico es un infierno grande y este pueblo, llamado: “Desde la cruz” no es precisamente una excepción.

Hasta ese entonces, ella había rezado en la iglesia del pueblo procurando despertar piedad por su situación en el señor de los cielos. Le había prometido castidad, pues en realidad no era una mujer promiscua. Le había jurado dedicación absoluta, pues era una mujer de fe. Pero el señor de los cielos no le había concedido su deseo; un hijo. Tan solo un hijo que perpetuara su existencia y de quien pudiera esperar nietos algún día. Alguien que la llamara mamá.

Tras morir el niño número quince, dejó de rezar al señor de los cielos y entregó su devoción a la madre tierra. Y Ante la cruz mayor de este viejo cementerio rezó desnuda anhelando un embarazo que llegara a buen término. Lo hizo durante todas las noches de un año entero. Y cuando su vientre comenzó a hincharse espontáneamente y sin intervención de varón alguno, continuó haciéndolo con fe renovada en el mismo lugar y sin regresar al pueblo para que las otras mujeres no la volvieran a ver hasta que su hijo naciera. Entonces les contaría que esta vez no había necesitado de ningún hombre para concebir, porque los dioses de la tierra la habían escuchado.

Tras nueve meses de gestación, y durante una desbastadora tormenta de viento y lluvia, la luz de los relámpagos la mostró regresando al pueblo en medio de la noche. Venía empapada de agua y barro. Pero en sus brazos, traía orgullosa a su hija recién nacida: Mariana.

Aquella noche, todas las mujeres del pueblo salieron de sus casas. La lluvia torrencial lavaba la sangre de las prendas que traían puestas así como también la de los cuchillos que empuñaban.

En sus camas, yacían muertos todos los maridos. Porque cada una de ellas había culpado al suyo de inmediato.

Todas, sin mediar palabra ni permitir defensa alguna, participaron del asesinato de la madre de la niña pues juzgaron que aquella mujer, sin duda había yacido con alguno de sus esposos, sino con todos.

Nadie tocó a la recién nacida porque la consideraron inocente y porque presumían que también moriría prematuramente.

Fue el joven sacerdote residente en la capilla de esta aislada aldea quien acudió en ayuda de la bebe, para convertirse de inmediato en su padre de crianza.

Cuando Mariana llegó a la edad de ser mujer, el tiempo se detuvo en ella. Dejó de envejecer. Y comenzó a realizar este ritual, acompañada del sacerdote a quién le toca en turno ocuparse de la iglesia del pueblo.

Cada año, hay un día en que se hace presente ante la cruz mayor de este cementerio y deposita una flor cultivada en una pequeña maceta.

Durante la noche de ese día, fallece una persona del pueblo. Alguien a quien procuran sepultar durante la mañana del día siguiente.

Y eso ha ocurrido hoy una vez más.

Ya ha concluido el ritual de Mariana. El sol se ha puesto por el oeste y se vuelto a levantar por el este.

Desde la cruz, vemos venir caminando la procesión de deudos. Los hombres jóvenes cargan un rústico ataúd de madera fabricado en el pueblo a la antigua usanza. Dentro de él está el cuerpo del fallecido.

La tumba está lista pues ha sido cavada el día anterior y el enterrador se prepara para volver a cubrirla cuando depositen el féretro en su interior.

Nosotros, los espíritus, nos ilusionamos con conocer a nuestro nuevo compañero. Alguien que a partir de ser enterrado se liberará del cuerpo y se unirá a nosotros para compartir la eternidad.

Los vemos venir. Rezan en silencio y se ilusionan con llevar a buen término este funeral.

Los campos que nos rodean otorgan su respeto y condolencia entregando una leve brisa a los penitentes del cortejo.

Falta poco para llegar a la entrada de este cementerio rural abandonado. Apresuran el paso. Ahora casi están corriendo.

Pero no pueden evitar que ocurra otra vez lo que tanto temen.

El ataúd se vuelve negro y comienza a disgregarse junto con el cuerpo que contiene en su interior. Los hombres que lo cargan se niegan a aceptar lo que ocurre y renuevan la prisa por llegar. ¡Esta vez sí! ¡Esta vez debemos lograrlo!

Pero el féretro se evapora poco a poco como el humo negro. Oscuras partículas toman vuelo deshaciendo las formas de la materia muerta mientras dejan vacías las manos que la cargan. Inocuas las plegarias. Callados los llantos fingidos de las plañideras.

Y cuando nada queda del despojo que portaban, elevan sus miradas a ese cielo ennegrecido que se despeja poco a poco invitando al olvido.

Quedan tristes por un momento. Se preguntan: ¿Por qué el creador nos hace esto? ¿Por qué nuestros muertos no pueden ser ofrendados a la tierra y se convierten espontáneamente en volátiles cenizas antes de llegar?

Pero luego. Tan solo unos minutos después, desde el pueblo les llega el llanto de un niño recién nacido. Una vida nueva que ha llegado para reemplazar a la que se ha marchado.

Una trampa eterna mediante la cual los dioses ocultos mantienen siempre la misma población dentro de esta aldea aislada del resto del mundo. Perdida en el tiempo. Olvidada por Dios.

Desde la cruz los vemos regresar al pueblo, donde continuarán viviendo sus vidas malditas hasta que el creador se apiade de ellos.

El sepulturero vuelve a cubrir la tumba vacía. Lo hace con desdén. Sin respeto alguno. Después de todo, es el mismo agujero inútil que cavo el año anterior y que seguramente deberá cavar el año que viene.

Mariana es la última en retirarse. Se sabe inocente pero intuye que mientras ella exista, las personas de ese pueblo no serán reconocidas como hijos de Dios. No llevarán en su interior esencia alguna para liberar después de la muerte.

Y nosotros, los espíritus que todo lo vemos desde la cruz, comprendemos que nunca llegará junto a nosotros un nuevo compañero, pues somos los últimos humanos enterrados en este cementerio.

La vemos retirarse a Mariana. Camina lentamente con su paso sensual de siempre. Qué bonita es. El transcurso del tiempo no la ha afectado en absoluto. ¿Qué edad tendrá ahora? ¿Quinientos,…o seiscientos años tal vez?

FIN

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