Emelio tenía solamente diecisiete años, y las propiedades más evidentes de gato cruzado con artista. Su intuición para orientarse en la oscuridad y la destreza de poder caer desde elevadas alturas sin daño alguno y en absoluto silencio, eligiendo trayectorias tan creativas como desafiantes durante el descenso, le ganaron el sobrenombre Minino entre las pandillas de su juventud.
Podía asimismo permanecer inmóvil por largo rato en posiciones imposibles de imitar, disimulado en una esquina de la habitación, o en el diminuto espacio detrás de una puerta abierta, donde había encontrado inesperado refugio. O incluso sobre la baranda del balcón, hasta que la ronda se perdía tras la próxima esquina.
Sin embargo, la juventud de Emelio ahora parecía tan lejos como aquellas pandillas, y él observó en derredor, prestando extrema atención a los sonidos del caserón en penumbras, moviéndose lentamente en dirección al objetivo de su visita: los recursos ajenos.
Minino era un rufián de alcoba, un carterista de zaguanes, un ladronzuelo de tendederas, cazador de oportunidades y muy codiciado por el clásico bajo mundo de las zonas urbanas por sus habilidades y diminuta estatura.
Una noche y abrumado por el peso de esas riquezas inmerecidas, la luz lo sorprendió en la ventana hacia la cual descendía discretamente socorrido por el silencio y la gravedad de la fachada. Perdió el agarre cuando alguien se asomó con alarma, y el brillo del farol lo cegó por tiempo suficiente como para extraviar su legendaria orientación.
Emelio alias Minino cayó sin un quejido, rompiéndose el hombro izquierdo. La pandilla tomó su bolsa y también las de Villadiego, sacrificándolo a los servicios de la ronda.
Él tampoco emitió sonido alguno por los próximos años, destrozándose las palmas abrazadas a la asta del pico y de la pala, entre adultos de carrera también adictos incondicionales a la delincuencia acostumbrada.
Quizás el joven aprendió la lección impartida por su hombro deforme, asimismo convencido de haber malgastado la ocasión con la juventud extinguida a la fuerza en la cruda realidad de las canteras. Sin embargo, la esperanza de volver a su verdadera familia, totalmente extraviada en el pasado, más ahora reducida tan sólo a una tía y al sobrino de tres años, preservó su ánimo en medio de la soledad, el remordimiento y el desencanto.
Después de todo, donde pasan hambre dos, para tres sobra.
Y de esta forma Minino alias Emelio regresó a un linaje que sobrevive de día y codicia durante cada noche, recibiendo de castigo adicional una adultez inesperada. Lo que antes habían sido cualidades pronto fueron descubiertas cual limitaciones que lo retenían firmemente en la miseria.
Pues, ¿qué valor todavía poseen la opacidad de la raza, la diminuta estatura, la legendaria habilidad de permanecer inmóvil o el instinto natural de trepar con habilidad y caer con elegancia, cuando el hambre ciega y la debilidad zumba en los oídos un encanto de desilusión, teñido por el recuerdo de las miradas desconsoladas de su familia, de la cual él constituía único sustento?
Varias semanas duró el suplicio de buscar trabajo en los muelles, en el mercado, y hasta abandonarse a la vergüenza de mendigar dos días bien temprano frente al portón de la iglesia, frecuentada exclusivamente por aquellos más afortunados de entre los fieles.
Hasta que el pequeño Abercio cayó enfermo, la cara se le hinchó del lado izquierdo, y la fiebre ascendió a sus pupilas.
Emelio observó a su primo extinguirse en pocas horas, delirante. No tenían dinero alguno para comida, y aún menos para médico o medicina.
La tía Adalia, madre al fin, gastó y malgastó todos los recursos de los pobres, recurriendo a remedios caseros, paños húmedos, cocimientos de hierbas y hasta rezos inspirados por la ilusión de que un milagro los sorprendería a la siguiente mañana. En vano.
El joven se encontró de vuelta a las calles en el justo momento en que la ciudad se transforma de seducida a seductora, descubriendo una vez más la crudeza inimaginable de sus clamores dispersos, cuando las fronteras sociales se confunden en la indiferencia de sus sombras.
Ya las ventanas no parecían tan altas ni herméticas. Tampoco los prósperos permanecían tan distantes. Nada más que el velo de la ignorancia preserva entonces al ratón del gato.
Retenido por rancias sensaciones de debilidad, enlentecido por el hombro dislocado, pero pleno de energías prorrumpiendo de la desesperación, la necesidad y un afecto recién descubierto por su familia, Emelio trepó hasta la ventana, se escurrió entre el enrejado, y permaneció inmóvil controlando el brío de su respiración. Estaba de vuelta a aquel universo donde raza, pequeñez e inmovilidad reinaban.
Finalmente, la monótona voz de la última ronda de la hora se extinguió con su tono sereno. Y él dio el primer paso dentro del caserón con los ojos ávidos de riquezas más que de luz o iluminación.
Con extremo sigilo alcanzó el patio central, subió las escaleras, y exploró los aposentos, hurgando en armarios y apropiándose de aquellos metales preciados y pesados, hasta imaginar tener suficiente como para garantizar médico y medicina.
Regresaba a la misma habitación por donde había entrado, cuando el pasillo se iluminó bruscamente, y alguien carraspeó del otro lado de la puerta.
El joven quedó inmóvil de pánico por primera vez en su vida. Se sintió tan indefenso como durante el día, comprendiendo que la luz descubría sus intenciones y amenazaba con un futuro semejante a las canteras del pasado plena de lesiones definitivas.
-Ay Jesús, Cristo redentor, ayúdame –dijo una voz femenina desde el otro lado, perseguida por toses y profundos quejidos desesperados.- Salva a mi esposo.
Emelio se volvió en silencio, en busca de un nuevo escondrijo en medio de aquel pasillo desierto de oscuridad. Con los ojos entrecerrados, sumergido en la falsa promesa de las tinieblas interiores y un anonimato fingido, esperó inerte. La puerta se abrió.
-¡Ay, gracias a Dios! –exclamó la voz a sus espaldas.- Ayúdame, por favor, ¡que se me muere mi esposo!
La dama sostenía con desesperación a un anciano, quien apenas podía respirar o mantenerse en pie.
La primera intención de Emelio fue violenta y desesperada, aunque jamás llegó a emerger de su hermeticidad. Simplemente, él recordó a Adalia, el dolor de su primo enfermo y un futuro incierto para todos, pero bastante indudable en desdichas. Y abandonando su propósito, abrazó al anciano y constituyó sus piernas.
El hombro deforme constituyó una comodidad bienvenida, mientras la dama tomaba su mano:
-Gracias, gracias, ángel del cielo –musitó ella.- Ven conmigo.
Emelio no sintió pánico o recelo alguno cuando aquella señora corrió escaleras abajo clamando por ayuda, sino una calma inexplicable. En un instante, un quitrín fue preparado por un sirviente también entrado en años y con más deseos de ayudar de lo que realmente podía.
Y allá se fueron los cuatro, en medio de la madrugada, trotando sobre adoquines por calles muy estrechas.
-Gracias –repetía el anciano, cada vez que su respiración entrecortada y la tos lo permitían:- Gracias.
El destino final fue la casona del médico, quien instantáneamente preparó condiciones para el enfermo, tratándolo con una familiaridad y un entusiasmo exclusivo.
La anciana dama y Emelio permanecieron en la antecámara con las manos entrelazadas de expectación.
-Ay, Dios mío, ay, Cristo –suspiraba ella, la mirada adherida a la puerta que la separaba de su esposo.
Poco a poco el joven comenzó a volver a su verdadera realidad, aquella que cada mañana lo colmaba de angustias e impotencias. Trató de escabullir las manos, pero no encontró fuerzas ni razones para hacerlo, casi desmayado por la debilidad y el pánico.
El médico regresó.
-¿Qué pasa? –susurró la anciana.- ¿Cómo está?
-Papá duerme –dijo él con un suspiro.- Pero si hubieras demorado más… No sé…
-Gracias a Dios… –prorrumpió ella con gran alivio, apretando las manos del joven ratero.- ¡Gracias a Dios que nos envió a este ángel del cielo para ayudarnos!
El médico le tendió la mano. Emelio sintió una profunda vergüenza, y bajó la cabeza entrecerrando nuevamente los ojos.
-Gracias, amigo mío –expresó el doctor.- ¡Estaremos para siempre en tu deuda!
-Ayúdenme –gimió el joven sin poder evitarlo, apretando ahora la mano del médico-. Mi primito está muy enfermo…
-Pobrecito, mi ángel –dijo la dama.- Pues claro que sí.
-¿Qué le sucede?
-Tiene muy hinchada toda la cara, y mucha fiebre… Por amor de Dios, ayude a mi familia, que se nos muere el niño.
El médico preparó su maletín de emergencias, y el quitrín volvió encabritado a las calles de la madrugada.
Adalia se había dormido rezando a los pies de su mayor tesoro, con tanta desesperación que hasta llegó a articular palabras desconocidas que la dejaron totalmente exhausta. Pero la fiebre persistía como una maldición, negándose a abandonar el cuerpecito debilitado por la infección y el hambre.
Un vistazo fue más que suficiente para que médico entendiese.
-Gracias, doctor –no cesaba de repetir Adalia, llorando.- Ay, gracias, gracias, Dios mío y Jesús, ¡salva a mi querubín!
-Necesito unos minutos a solas con el niño –indicó el médico escuetamente.
La puerta se cerró entre ellos. Emelio ahora sostenía las manos de su tía, quien apenas se atrevía ya a albergar esperanzas.
Comenzaba a amanecer cuando la puerta se abrió nuevamente. Aberció estaba sentado en su camita, mirando en derredor con ojos soñolientos.
-¿Mamá? –dijo.
Adalia apretó las manos sobre su boca y exclamó, llorando de alegría:
-Ay, Dios mío y Jesús de Nazaret, ay, gracias… ¡Gracias por responder mis oraciones!
-Amén –contestó el médico, satisfecho.
Ella no se atrevía a moverse del umbral de la puerta por temor a desgarrar el milagro.
-Dios me lo bendiga mucho, doctor… -exclamó, sin dejar de sollozar-. ¿Cuánto le debemos?
-No se preocupe, señora –respondió él. Y añadió enigmáticamente-: Nuestra deuda ha sido pagada.
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