En las primeras horas del alba, un hombre delgado y fuerte lavaba su rostro, refrescando su cara, pasando el agua por su barba y luego por su cuello, apretando los ojos y las mejillas. Se sentía excitado a tal grado como para cambiarse con rapidez. Tomó su camisa, después su chaleco, apretó el cinto y tomó el fusil. Guardó las balas en una de las bolsas del pantalón y respiró con fuerza. Antes de salir de la cabaña se vio en el espejo, reconocía la madurez que había alcanzado; su cabello cubierto de canas y las arrugas marcaban su expresión en el espacio en donde la piel llevaba años resistiendo todas sus experiencias. No dejó que esta imagen lo angustiara y prosiguió su camino.
Afuera, mientras caminaba, recordaba lo que uno de sus amigos le había dicho días atrás: -Entre los árboles de las montañas nevadas se encuentra un zorro como ninguno, su pelaje es maravilloso y toda su fachada supera la de cualquier animal que hayas cazado antes-. Estas palabras le perforaban el interior. Sabía que era el mejor cazador que su pueblo no había conocido en mucho tiempo. Entre sus logros estaban elefantes, leones, osos tan grandes que podían degollar a una persona con solo abrazarla. Cantidad de ciervos que colgaban en la sala de su casa y algunos primates. Sentía orgullo por estos reconocimientos, pero quería tener en su colección a un animal que sea único en su especie. Todo esto le borró su imagen anciana y cansada que antes le había perturbado. En su interior sentía la fuerza de cada una de aquellas criaturas como para no sentir miedo por el mismo.
Cuando se acercó a las montañas, disminuyó su paso; no quería asustar a ningún animal. Tenía que ser sigiloso y conocer el terreno lo suficiente, como para que el zorro que tanto deseaba no pudiera escapar. Volteaba para todas partes, cualquier mínimo ruido lo alertaba. Para evitar la fatiga, decidió acampar debajo de un árbol enorme que le permitiera cubrirse del frío y descansar de la larga caminata.
Esperó un par de horas, mientras limpiaba su arma y afilaba uno de sus cuchillos. Después, recordó las señales que el mismo amigo le había dado: -Lo vi muy abajo, zorros como este no suben grandes alturas. Puede encontrarse en las cuevas de las rocas que están a un costado-. De inmediato cargó su fusil y se la colocó en la espalda, tomó un trago de agua y prosiguió su camino. Justo antes de llegar a las rocas, se perdió en fantasías futuras en donde el éxito por su nueva caza le traería mayor admiración. Sentía como volvía la juventud que años atrás había perdido, ese vigor que solo la valentía y el estupor puede conseguir para levantar un cuerpo cansado.
El frío aumentó y la ligera briza de lluvia cambió a copos de nieve que le generaban temblores en sus extremidades. Sus articulaciones se congelaron y cada paso que daba era molesto. Sacó de su bolsa unos guates y se cubrió los dedos. Su chamarra cubría su cuerpo, pero no lo suficiente, tuvo que apresurar el paso para calentarse. De pronto, vio salir a dos zorros de entre los árboles como si siguieran a una presa y detrás de estos le siguieron otros. Corrían rápidamente alcanzando una armonía que parecía una danza. Esto lo hizo detenerse, tomó su fusil de inmediato y espero ver al zorro que buscaba. No hubo nada. Entonces, se dio prisa para encontrar su madriguera.
Llegó a las rocas, eran enormes como brazos que se estiraban hacia el cielo, algunas ovaladas y otras puntiagudas. Tenía que encontrar el hogar de aquellas criaturas para colocarse cerca y esperar el momento adecuado en donde apareciera su trofeo para dispararle. Subió sin demorarse, la fuerza de los brazos no daba lo suficiente por la temperatura. A pesar de esto, su fortaleza como hombre de la naturaleza aparecía, aunque las tensiones acalambraban sus músculos. Se colocó justo en una pequeña cueva cálida. Ajustó su mira y enfrente había otra cueva que daba a un agujero en el cual se agrupaban los zorros.
Observó detenidamente a la manada que se unía trayendo alimento a los mas cachorros. Todos eran de un color negro con blanco, idénticos. No le importaba ninguno de esto, el quería al que se diferenciaba; al que su amigo le habló con tanta emoción. No sabía como era, no se lo había explicado con detalle. Aun así, su instinto como cazador le diría cual es, este nunca le fallaba.
Contempló por un periodo largo la convivencia de los animales, veía sus particularidades para protegerse. Se unían para darse calor, otros traían comida, la cual era escasa por el clima desolador. El invierno no era noble y necesitaban de constante sacrificio para alimentarse. Fue en esas condiciones, en las que un zorro blanco con una cola larga llegó cojeando; una de sus patas estaba cubierta de sangre, al parecer otro animal lo atacó con tal violencia que en otras partes de su cuerpo tenía rasguños y mordidas. La sangre cubría su pelaje, dándole una apariencia deplorable, como si hubiera sacrificado su vida por otros.
El cazador, se quedó perplejo al ver a todas estas criaturas vulnerables y solas. Estaban ante un mundo devastador que no daba por su vida. Como si esto no fuera suficiente, él estaba por acabar con la vida de uno. Agachó la mirada con algo de indignación hacia el mismo; no podía entender como antes no había conocido las desgracias a las que otras especies se enfrentaban. Estaba como espectador de la fragilidad amarga de seres a los que consideraba tan solo un premio.
Distrajo su atención con otra cosa; el peso de la culpa que podía traer esta situación iba creciendo en el interior del cazador. Quería su trofeo, pero sentía como le demolía la compasión entre tantas sensaciones internas que no lograba definir una a una. Cuando regresó su mirada al lente del arma, encontró frente a él al animal que estaba buscando.
Era una criatura con diferentes tonalidades de naranja, amarillo y rojo. Su cola era muy larga como si una flama la cubriera. Las orejas largas y puntiagudas, erguidas, atentas a su alrededor. Su hocico cubierto de nieve, revelaba algunos colmillos preparándose para cazar. Los ojos, uno de color azul y otro verde, estaban al asecho, vigilando. Su pose presentaba la belleza con el que la creación la había bendecido. Los ojos del mundo no conocían un atractivo tan sublime y único como el de aquel zorro magnífico. Frente al cazador, era una criatura casi mitológica, nada podía derribar su atractivo.
Sintió, de pronto, que sus miradas se confrontaban y fue ahí que presenció la complejidad adversa entre lo bello y lo destructor, como si se rindiera ante algo superior a su propia percepción y si lo destruía, acabaría con la divinidad misma. El animal, se unió a los de su especie y se acurrucó. Vio como los otros zorros lo veneraban, abriéndose para formar un círculo alrededor de el. Mientras todos se compartían el calor, la bella criatura estaba en el centro como un diamante que se exhibe para ser contemplado.
El hombre no había encontrado algo igual, antes todos los animales eran objetos que se obtenían arrancándoles la vida, sin preocuparse de que dentro de ellos había algo palpitante que no solo los hacía especiales, sino que les daba cierta belleza. Lo comprendió sin despegarle la mirada al zorro mitológico y soltó una lagrima.
La noche estaba a punto de cobijar las montañas nevadas y las rocas se empapaban de la nevisca que caía sin detenerse, fría y helada. El cazador se levantó de su escondite y los zorros lo observaron asustados. Todos huyeron hacia el interior de la cueva, uno por uno saltó para introducirse en su madriguera, pero el zorro de múltiples colores se quedó esperando sin incertidumbre, casi retándolo; estaba haciéndole frente, esperando la primera señal de ataque. El hombre no hizo nada, se limitó a verlo por última vez y le agachó su cabeza, rindiéndole homenaje.
Amó a ese animal por un momento y dejó su arma hundirse entre la nieve, bajó las rocas y al alejarse de las montañas las contempló por un momento. Un hecho simple que solo regaló un destello armonioso, le marcó desde adentro. Comprendió como lo bello representa mas que solo una experiencia, es un cambio complejo que se adhiere a uno mismo. Observó sus manos, viejas y fuertes, sintió como el cansancio de antes ya no desgastaba su cuerpo.
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