Estuve quieta, apenas daba unos pasos, de un lado a otro por si acaso llegabas. Fui inventando todos los posibles «por si…» y los fui guardando en el cajón de la mesita de noche. Cada día escribía uno nuevo.
Una mañana los repasé y el: «Por si vienes…» lo coloqué encima de «por si nos invaden los extraterrestres y te asustas.»
… Mientras seguía en esta disciplina de crear situaciones, donde el tiempo y el espacio nos colocaran en el mismo lugar, fumé el cigarrillo más triste, espié horizontes y huí por encima de los árboles.
Por aquellos días, el polvo de mis zapatos era tristeza; mi espera era tristeza, el rumor de mi mente y el andar en círculos era tristeza, una taza de café era tristeza y lo era mi cabeza gacha. Abstraerme por calles, que sabía desiertas, era una necesidad. Como lo era la necesidad de alimento que me gritaba el estómago y al que yo hacía oídos sordos o lo engañaba con agua.
Qué triste me parecía entonces masticar.
Pero una mañana dejé de sentenciar aquellos «Por sí», no fuera a ser que alguno se cumpliera, porque ya empezaba a entrar en ese capítulo en el que no sabes si eso es lo mejor o prefieres esperar a que el tiempo te lo diga. Pasaron los días, lo cotidiano fue ganando peso de tanto comer dudas y no quedó sitio para lo inesperado. Mi intuición que es insomne y seguía tus huellas, me desveló algunas noches para revelarme entre susurros por donde andaban tus caricias y tus besos. Escuché, inmóvil, el detalle de tus andanzas y porque no morí vi los amaneceres más tristes.
De eso, ya hace algún tiempo y aunque a veces sigue la tristeza cepillándome el pelo, los labios ya me alcanzan para una sonrisa, y tengo el mar.
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