El kilo vivo.
Nació obesa. Y envejecida.
La madre jadeaba, tirada en la cama, con las piernas abiertas.
¡Pesa seis kilos trescientos! gritó el médico que la había asistido. La vejez lo había vuelto casi obsceno. Se emperró en contarle lo que le había costado arrancarla. Le describió, como si ella no lo supiera, que tironeó y tironeó y que tuvo que usar los forceps.
Eran mellizas, pero ésta bola de grasa se fagocitó a la hermanita. Mirá, aquí tiene una tercera tetilla. Eso era la melliza.¿ Entendés Zulema?
Zulema no tenía idea que era fagocitar. Su única certeza era el dolor. El terrible dolor que sentía en todo el cuerpo. No le contestó. Se limitó a mover la cabeza, en un gesto torpe, ambiguo. Y cuando escuchó que la bebé casi se come la placenta, preguntó :
¿Pero cómo se va a comer la placenta si no tiene dientes? Pasame un Jockey de arriba de la cómoda, le pidió a la partera.
Sus pechos estaban enormes, dolientes. Un goteo constante le había atravesado el corpiño.
Olfateando entrecortadamente, con sus ojitos cerrados, La Corpulenta se prendió a la teta.
Chupó. Succionó. Vorazmente pero sin morderla. Después de cada trago, abría los ojos y bajaba la cabeza asintiendo.
Su madre fumaba, sin mirarla. Agarró de la mesa de luz un espejito y empezó a arreglarse el peinado; quizás, el rasgo más estable de su personalidad.
Afuera clareaba un día prometedor. A lo lejos, una sirena convocaba a los obreros a la fábrica del pueblo, con el mismo sonido agudo que las campanas de las iglesias pautaban las jornadas en el medievo.
En los meses siguientes y sin dejar de mamar a toda hora, La Corpulenta fué detectando un universo de olores, sabores y texturas. Todos distintos a los de la leche.
Empezó a gatear y triplicó su peso. Devoró hormigas, grillos, moscas. Todo lo que encontraba.
A los ocho meses, ya tenía todos los dientes y las primeras muelas. Su boca no paraba de masticar. Sin que a nadie de la familia le asombre, participaba del menú sentada a la mesa.
Comía solamente lo que tuviera ojos.
Si olía carne oreada , ahí sí que no había caso. Corría gateando a la cocina. Se paraba y la tocaba. Con las dos manos. La boca se le llenaba de saliva al instante. Después se lamía las manos con la lengua. Se chupaba los dedos. Uno por uno. Nada era más gustoso para ella que el sabor de la carne cruda. Con olor a sangre. No había inventado el carnivorismo ni mucho menos, pero su familia entraba en pánico cuando la veían mascar hasta llegar al hueso.
La Corpulenta no parecía pertenecer a ese lugar, con una cocina blanca, armarios bien pintados. Con las cacerolas y las ollas relucientes, las servilletas y los manteles almidonados y planchados.
¡Verduras no! dijo sin balbucear, tirando el plato al piso de un manotazo . Esas fueron sus dos primeras palabras. Nunca verbalizó mamá o papá. Si los necesitaba, los llamaba por sus nombres. Pero el padre, obsesionado, insistía:
A ver, diga pa-pá, repetía como un boludo, exagerando la entonación y el ritmo de sus palabras.
¡Papito, vamos, diga papito, carajo!
La Corpulenta lo miró fijo. Se inclinó y le dijo en voz muy baja: Patético. Sos patético. El padre, aterrado, de ahí en más renunció a encontrar palabras para descifrarla.
Cada tanto doña Plácida, la cocinera, una criolla que estaba orgullosa de sus cocciones pero no de sus orígenes, hervía niños envueltos. Un manjar especial para una niña que se había comido a su hermanita. Y cuando cocinaba puchero o guiso carrero, los hacía muy grasosos. Como le gustaban a La Corpulenta.
Los tiempos de esos gauchos ya pasaron, eran muy brutos. Hacían leña con los muebles, le repetía. Nosotros somos gentes más caté, más finos. Cocinamos de crudo a cocido, de asado a hervido, deliraba, amontonando sin orden las palabras.
La Corpulenta gozaba alimentando bichos. Mordía a los perros que encontraba. Se electrizaba cuando daba de comer a animales que querían comida humana. Masticaba como ellos, con la boca abierta. Cuando los veía tragar, confundida, no sabía quién era más criatura, si el animal o ella que los imitaba.
Sí había que matar un pollo, la encargada era ella, por su pericia en lidiar con vivientes de pluma y cresta. Disfrutaba entrando al gallinero para perseguir a los pavos a los que les gritaba: estúpidos, estúpidos.
A los pescados los engullia de golpe, crudos, devorando todo su cuerpo. Espinas, escamas, ojos, intestino, ano. Absolutamente todo.
Su hambre era insaciable. Se despertaba gruñiendo y todo lo que se le cruzaba desaparecía en su boca: naranjas agrias, moras, chorizos… El dulce de mamón cocinado con cal, le producía adrenalina. Imaginaba que se podía intoxicar.
Dale un poco, es preferible, le indicaba la madre a la cocinera cuando La Corpulenta entraba dispuesta a saquear la despensa o la heladera.
Su cuerpo, distinto a los de la mayoría, tenía que entrar en ropa que no estaba hecha para contenerla a ella. Un cuerpo que exigía y ordenaba.
El placer de la comida le duraba mientras la tenía en la boca.
Su sobrepeso la complacía pero también la sobrepasaba. La llevaba a estar harta de sí misma. A intentar neutralizar esa naturaleza salvaje.
A La Corpulenta, algún día, su melliza le preguntará:
¿Cómo te ves, hermanita?
¿Se verá alta con su metro veinte, orgullosa con su cara regordeta, redonda? ¿Elegante, demasiado elegante para ser eficaz?
Pasó tanto tiempo mirándose el ombligo que ya no conseguirá verlo.
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