La chica (versión extendida)

La chica (versión extendida)

Fernando Aiduc

19/05/2022

“…cielo despejado y vientos provenientes del cuadrante sur sudeste, con velocidades de hasta treinta y cinco kilómetros por hora. Hace mucho frío, ya estamos bajo cero, y el pronóstico extendido indica que la temperatura seguirá descendiendo, así que, si salen a la calle, ¡a-bri-garse!. Y ahora, como todas las mañanas, las noticias del ámbito político con nuestro amigo y colega Jorge Giac…”


Juan apagó la radio y se quedó un rato adentro del auto, con el motor en marcha. Quería disfrutar un poco más de la calefacción y agradeció en silencio que la humedad no fuera una de las estrellas principales del pronóstico del clima de ese día. Sus huesos lo agradecían. Pensó en encender un cigarrillo, pero decidió dejarlo para después. Apagó el motor, quitó la llave del arranque y abrió la puerta. Una oleada de frío intenso se coló dentro del habitáculo y llevó a su mente la imagen de algo color azul pálido con vetas blancas y brillantes. Bajó y cerró la puerta. Pulsó un botón en el centro de la llave y la alarma se accionó con un suave pitido y un destello triple de las luces de estacionamiento. Se arrebujó dentro de su abrigo y cruzó la calle con pasos cortos y rápidos.

Generalmente daba una vuelta completa a la plaza y, a veces, cuando el clima acompañaba, pasaba algunos minutos sentado en uno de los bancos que estaban en el centro, debajo de un árbol muy alto y de tronco grueso. Le gustaba mirar a las personas que había a su alrededor y jugar a imaginar cómo serían sus vidas. En ocasiones dejaba que sus pensamientos volaran libres y miraba sin ver, sumido en recuerdos de años anteriores. Ese era otro de sus rituales. Él era un hombre de muchos rituales. Casi todos habían comenzado como simples costumbres hasta que, poco a poco, habían ido transformándose en su manera de hacer las cosas.

Esa plaza le recordaba a otra de su niñez, que ya no existía. Había sido una mucho más modesta, con un tobogán de madera, dos subibajas, un arenero y una calesita de metal. Sin embargo, a pesar de que la plaza de su recuerdo nunca había tenido máquinas eléctricas, robots hidráulicos ni castillos inflables, las risas de los niños que había escuchado en aquellos años, y de las que él había formado parte, eran iguales a las que a veces escuchaba en esta otra plaza, cuando la visitaba los fines de semana.

Esa mañana no había niños ni risas porque era lunes y época de colegio. El sol colgaba de un cielo límpido y cristalino, veteado de nubes blancas y alargadas, pero era poco lo que sus débiles rayos podían hacer para calentar el ambiente. El aire estaba saturado de aroma a jazmines que se mezclaban con los olores típicos de la ciudad. Juan miró la hora en su reloj pulsera y se levantó. No quería estar afuera más de lo necesario.

Caminó por un sendero de lajas grises que cruzaba la plaza en diagonal y, al llegar al otro extremo, cruzó la calle y se paró frente a un edificio antiguo que se encontraba en la esquina. Se acercó a una puerta de doble hoja, de madera dura y lustrada, y tocó el timbre. Miró su reloj otra vez y comenzó a contar. Pasaron cuarenta y cinco segundos exactos hasta que alguien respondió.

¿Sí? —dijo una voz femenina a través del parlante. El portero eléctrico la hacía sonar dura y robótica.

—Soy Juan —respondió él, con la boca cerca del micrófono.

La cerradura zumbó y la puerta se abrió de manera automática. Juan entró, cerró despacio y caminó por un zaguán de paredes estrechas y techo alto. Al final del corredor lo esperaba una mujer. Era una anciana menuda y flaquita de ojos azules y cabellos de color plata.

—Hola Helena, ¿Cómo estás? —dijo Juan, mientras se agachaba para darle un beso en la mejilla. Ella lo miró y sonrió, pero en sus ojos había tristeza. Juan conocía bien esa mirada.

Helena era la hermana de Joaquín y él le había conocido una mirada muy diferente, cuando las cosas iban un poco mejor.

—Hola Juan.

—¿Cómo está nuestro gladiador hoy?

Ella dudó. Hizo una mueca con los labios y mantuvo la sonrisa.

—No está bien, aunque él lo niegue, pero sabemos cómo es esto, ¿no?

Juan iba a decir que sí, que lo sabían, pero no hacía falta. Algunas cosas no necesitaban ser nombradas para estar presentes y ocupar todos los espacios.

Pensó en quedarse a charlar con ella un poco, pero, en cambio, le puso una mano en el hombro, le sonrió otra vez y avanzó por el corredor. Helena cerró la puerta del zaguán y desapareció por un pasillo que daba a la cocina.

Juan llegó hasta una puerta que se encontraba al final y a la derecha del corredor. La puerta estaba abierta y, desde allí, podía ver una porción de pared y una ventana que daba a la calle, cubierta con cortinas color crema. Respiró hondo sin hacer ruido, dejó pasar algunos segundos y entró.

Al ingresar a la habitación lo recibió un olor familiar. Allí dentro siempre olía a madera, libros y perfume importado. Otro recuerdo se coló en su mente, el del día en que su amigo había comprado esa casa, muchos años antes, y los dos la habían recorrido de punta a punta, maravillados por el decorado, las habitaciones amplias, los techos altos y el patio del fondo, que tenía una parra y un aljibe.

Joaquín estaba apoyado contra el respaldo de la cama, sobre dos almohadas grandes y mullidas. Sostenía un libro entre sus manos. Tenía la mirada fija en la ventana, como si su cuerpo estuviera en allí, pero su mente se encontrara en otro lugar. Cuando lo escuchó entrar, regresó de donde fuera que se había ido, giró para mirar en dirección a la puerta y sonrió al verlo. Era una sonrisa linda, auténtica, que contrastaba con el rostro demacrado y las ojeras que la acompañaban. El tiempo había pasado para ambos, pero la enfermedad de su amigo lo había llevado un poco más allá en la carrera de la vida. A Juan le costaba reconocerlo en ese cuerpo viejo y delgado que hasta no hacía mucho tiempo, y a pesar de la edad, todavía era fuerte.

Acercó una silla a la cama y se sentó. Se inclinó hacia delante y le palmeó la pierna a modo de saludo. Sintió como si golpeara un tronco flaco y demasiado frágil.

—Hola viejo choto, ¿Cómo estás?

—Viejo y choto —respondió Joaquín, mientras se enderezaba un poco—. Más choto que viejo, pero qué se le va a hacer ¿no?

Juan sonrió y asintió en silencio.

Ninguno de los dos dijo nada por varios minutos. Después de casi cuarenta años de amistad podían hacer eso: estar juntos sin hablar, como un matrimonio que llevara en su haber bodas de oro, esmeralda y diamante.

—Falta poco —dijo Joaquín rompiendo el silencio.

Juan no entendió a qué se refería.

—¿Qué?

—Que falta poco para que me vaya y no tengas que venir más a mostrar esa cara de caballo que tenés —respondió Joaquín con una sonrisa—, aunque seguro vas a extrañar la plaza. Pero la plaza no se va a ir a ningún lado, ¿no?

La broma sobre su cara y que mencionara a la plaza al principio lo confundió, pero después entendió a qué se refería su amigo. Protestó, pero una parte de él sabía que detrás de aquellas palabras se ocultaba una verdad cruda y demoledora.

—¡Callate, querés, no seas boludo!

Joaquín sonrió un poco más y Juan pudo ver el brillo gemelo de los ojos de Helena. Era como ver un cielo cargado de nubes negras en el que, por escasos segundos, se abría un espacio que dejaba ver un sol lleno y radiante, estampado sobre un celeste puro y cristalino.

—Es verdad y lo sabés, los dos lo sabemos, pero está bien —dijo Joaquín con afabilidad—. Setenta años es un buen número. Lo del cáncer no tanto, pero bueno, así son las cosas y de alguna manera es lo mejor.

Otra verdad. Otra certeza que Juan intentaba ocultar negándola, como si de esa forma pudiera hacerla desaparecer y torcer el curso de las cosas.

—Sí, lo sé —respondió Juan—. Igual jode, che. Uno se pasa la vida pensando en cómo será cuando llegue el momento y al final, cuando llega, te das cuenta de que no estás preparado; que todo lo que reflexionaste durante tanto tiempo no sirve de nada —Se recostó contra el respaldo de la silla e intentó sonreír—. Hablemos de otra cosa mejor, ¿querés?

—Está bien —dijo Joaquín.

La muerte nunca había sido un tema tabú para ellos. La veían como algo bueno, una especie de liberación. Compartían la creencia de algunas culturas que consideraban a la muerte como un nuevo principio y no como el final de nada. Morir era pasar a otro estado de existencia, a uno mejor, la continuación de un viaje interminable y asombroso. En ese momento, Juan pensó que era una filosofía maravillosa cuando uno tenía veinte años y la muerte era solo eso, una idea abstracta, una realidad que estaba a miles de años de distancia. Pero cuando la tenías enfrente, tirada en una cama y mirándote a los ojos, la percepción era muy distinta.

—¿Sabes en qué pienso? —dijo Joaquín—, ¿en qué pensé toda la semana?

—¿En qué?

—En la chica.

—¿La chica? —preguntó Juan. Al principio pensó que era otra broma de su amigo—. ¿Qué chica?

—La chica, la chica —dijo Joaquín, elevando la voz con impaciencia, como si fuera más que obvio a quién se refería. Hizo una pausa para toser y tomar aire y repitió—: ¡En La chica, boludo!

—¡Ahh! ¡Esa chica! Sí.

—Sí. Y en la teoría.

—La de los cinco minutos.

—Exacto.

La teoría de los cinco minutos de Joaquín era simple en su argumento, pero compleja en sus consecuencias, si hubiera sido posible probarla. La había desarrollado leyendo sobre otra teoría, la de los universos paralelos. Le fascinaba investigar sobre esos temas y tenía cantidades de libros que trataban sobre la energía, la mecánica del universo, la reencarnación y todas esas cuestiones que iban más allá de la realidad aparente. En su biblioteca había un lugar especial para El Kybalión, los libritos de metafísica de Conny Mendez, las obras completas de Phillip K. Dick y ediciones raras de Un mundo Feliz, 1984 y Snow Crash en su idioma original.

Joaquín era abogado y un tipo práctico y racional cuando hacía falta, pero también era curioso por naturaleza y nunca había estado muy cómodo con la idea de que lo único que había era lo que se podía ver, oír, oler y tocar. Tampoco estaba de acuerdo con que después de morir no había nada, y se había decepcionado mucho al escuchar decir esto a Alejandro Dolina, uno de sus personajes favoritos, en el programa de Luis Novaresio.

Era un lector incansable y también tenía escritos propios, aunque la mayoría eran ensayos o cuentos cortos. Su única novela, La luna de Andra, era una obra de ficción que le había llevado casi diez años terminar y que nunca había publicado. Juan la había leído dos veces y, en cada una de esas ocasiones, había quedado maravillado por la profundidad de pensamiento y la magia narrativa de su amigo.

Sin embargo, lo que más fascinaba a Joaquín eran los misteriosos mecanismos del universo. Estaba convencido de que, además del libre albedrío de los hombres, había algo más, una especie de fuerza invisible que controlaba las vidas de las personas y llevaba a cada uno en la dirección correcta. Creía, o quería creer, como le había confesado en varias ocasiones, que existía una misión para cada ser humano, algo que “debían” hacer y que terminarían haciendo, por mucho que se desviaran del camino, casi como una especie de predestinación, aunque a Joaquín esa palabra no le gustaba demasiado.

Fue masticando estas ideas que desarrolló la Teoría de los cinco minutos. Trataba sobre la infinita cantidad de posibilidades que se presentaban a cada segundo en las vidas de las personas, y que sólo necesitaban de un mínimo gesto para manifestarse: Una palabra de más o de menos; elegir una calle en lugar de otra; bajar por el ascensor y no por las escaleras. Cualquier pequeño cambio en las rutinas establecidas, en apariencia insignificante, podía cambiarlo todo. El efecto mariposa en su máxima expresión. Y la voluntad del universo, claro. El cambio, latente y a la espera, dependiendo únicamente de un sencillo proceso de elección para revelarse. Apenas cinco minutos que podían cambiar las cosas para siempre.

Juan era ingeniero y encontraba difícil creer a ciegas en todo eso, aunque el entusiasmo de su amigo era contagioso y, en más de una ocasión, se había sorprendido a sí mismo confesándole a Joaquín que, si las cosas eran como él las pintaba, eso sería fascinante y atemorizante a la vez. Joaquín lo miraba con una enorme sonrisa en el rostro y le decía que ese temor, que la mayoría de las personas tendrían, desaparecería si todos entendieran que el universo era mucho más grande y muchísimo más complejo que las voluntades individuales y las construcciones de la mente humana, que era imperfecta y estaba condicionada por las limitaciones del cuerpo que la contenía.

Más allá de las improbables explicaciones que pudieran darle al funcionamiento del motor universal, ambos coincidían plenamente en algo: La energía más poderosa a la que los seres humanos tenían acceso era el amor. Y esto era así porque Joaquín había desarrollado su teoría principalmente por una chica, pero no por una cualquiera, lo había hecho por una en especial, por La chica.

La había descubierto una tarde de verano, hacía ya muchos años, cuando él era joven y las oportunidades todavía se veían como algo concreto y realizable, y nunca había podido olvidarla.

Se cruzaban casi en el mismo lugar y a la misma hora, cuando Joaquín regresaba a su casa del trabajo, y para él ese momento tenía algo de místico, como si por algunos segundos tuviera el privilegio de ser testigo de algo mágico.

Ella se destacaba sin esfuerzo del resto de las personas. La envolvía un aura de misterio y de su interior parecía emanar una luz especial que la rodeaba y le daba el aspecto de un ángel.

Era hermosa y elegante, como una princesa cósmica.

Joaquín había tomado la costumbre de ir siempre por las mismas calles para poder verla, aunque sólo fuera por esos escasos segundos en los que pasaba junto a ella. Caminaba con la vista fija hacia adelante, buscándola entre la multitud, expectante. En ocasiones ella no aparecía, a veces por semanas enteras, y él continuaba su camino con una especie de tristeza que después le costaba mucho trabajo quitarse de encima, y cuyo origen le era imposible descubrir.

Cuando se encontraban se reconocían, o al menos así le parecía a él. Pasaban uno junto al otro, se lanzaban una única mirada furtiva y continuaban su camino. A veces él se volteaba para mirarla hasta que ella desaparecía en la distancia, perdiéndose en la multitud.

Durante esos escasos segundos en que la distancia entre ellos se reducía al máximo, una especie de energía parecía surgir de la nada, flotar en el aire y envolverlos como si fuera un halo mágico e invisible, que desaparecía después, a medida que se alejaban el uno del otro. Joaquín se preguntaba si ella también pensaría en ese encuentro fugaz con la misma expectativa, con la misma curiosidad y con las mismas ansias que él.

Esos breves y esporádicos encuentros continuaron por bastante tiempo, casi siempre en el mismo lugar y a la misma hora, hasta que Joaquín comprendió que debía hacer algo más. Pensaba en esa chica todo el tiempo. Recordaba sus ojos, su rostro, el color de su pelo, que ella cambiaba de vez en cuando, y no quería ser un simple testigo de lo que podría pasar en su vida. No quería vivir de imaginaciones y de sueños, quería tomar las riendas y hacer que realmente sucediera. O al menos intentarlo.

Decidió que tenía que acercarse, saludarla y hablarle. No se le ocurría qué podría decirle, pero ya pensaría en algo. O improvisaría, a veces eso era lo mejor. Después, si ella accedía, podría invitarla a tomar café o a cenar, si conseguía reunir el valor necesario para atreverse a ir tan lejos.

Se imaginaba esos encuentros de mil formas distintas. En algunos, ella simplemente seguía caminando sin prestarle atención y nunca más volvía a verla. En otros, la chica se detenía, le sonreía y le preguntaba por qué había demorado tanto tiempo en acercarse y hablarle. A veces, en su mente reemplazaba las palabras habladas por las escritas. Le escribiría una carta, la guardaría dentro de un sobre y la llevaría con él hasta el próximo encuentro. En ese momento la detendría, le entregaría la carta y esperaría a ver su reacción. ¿Qué tenía que perder? ¿Qué era lo peor que podía pasar? Nada tan grave como el hecho de no hacer nada, dejar que pasaran los años y arrepentirse cuando ya fuera demasiado tarde.

Sólo necesitaba cinco minutos para cambiar su vida, quizá menos.

Estaba decidido a enfrentar sus miedos y hablarle. Había escrito una carta, que llevaba encima todos los días, y que pensaba entregarle a modo de regalo. En esa carta le confesaba sus sentimientos, lo que ella generaba en él aún sin conocerla, y le proponía un encuentro en el que podría decirle más. Ella vería después qué hacer con todo eso.

Nunca la volvió a ver. Parecía como si de un día para el otro ella se hubiera desvanecido en el aire. Joaquín la buscó desesperado todos los días, variando apenas la hora, a veces más temprano, otras un poco más tarde, pero ella nunca más apareció.

Los días se hicieron semanas y después meses enteros, y Joaquín veía repetirse la escena una y otra vez: él, parado en la calle, buscándola entre la gente, con la carta en la mano y el corazón entristecido. Al cabo de un tiempo, terminó por resignarse y la dejó ir.

Ella desapareció de la calle y de su vida, pero nunca de su recuerdo y ahora, muchos años después, cuando estaba al borde de la despedida final y los recuerdos que llegaban a su mente eran los que verdaderamente importaban, Joaquín sólo pensaba en ella, en la chica a la que había admirado de lejos y a la que nunca se había atrevido a acercarse.

Cinco minutos se decía a sí mismo, si me hubiera tomado cinco minutos una de aquellas tardes; si hubiera tenido el coraje de hablarle, tal vez todo podría haber sido diferente.

Pero no.

No lo hizo y ahora sólo le quedaba el recuerdo de ese rostro hermoso y sin nombre. Y sus ojos de ángel.

La chica y la teoría de los cinco minutos.

—Nunca supiste nada de ella, ¿no? —preguntó Juan, aunque sabía la respuesta. Lo hizo porque también sabía que a su amigo le gustaba hablar de ella. Era como si de esa manera pudiera recuperar algo de lo perdido. Hablar era recordarla, transportarse al pasado y encontrarla otra vez en mitad de la calle.

—No, no tenía cómo —dijo Joaquín—. Tendría que haberle hablado antes, tardé demasiado… fui un tarado. Quién sabe qué podría haber pasado, ¿no? Cuán diferentes hubieran sido las cosas.

—Sí —dijo Juan—, ella hasta podría estar acá ahora, con nosotros.

A Joaquín se le iluminó el rostro ante esa idea y después pareció entristecerse un poco más. Juan se arrepintió enseguida de lo que había dicho, pero ya era tarde. Sabía lo que esa historia significaba para su amigo y lo acompañaba en esos viajes al pasado con mucho entusiasmo, pero sabía también que el recuerdo de esa chica era una herida en su alma que nunca había sanado, aunque Joaquín se empeñara en hacerle creer que le importaba más la discusión filosófica sobre su teoría, que graficaba con esa historia en particular, que la persona de carne y hueso que la había inspirado.

—Sí, claro…—dijo Joaquín en tono de reproche—, ella podría haber estado acá si yo hubiera hecho algo más que mirarla de lejos y soñar.

—Necesitabas cinco minutos —dijo Juan.

—Cinco minutos, sí señor, tan sólo cinco minutos.

Guardaron silencio y quedaron cada uno sumido en sus propios pensamientos. La tarde se iba transformando en noche y las sombras, como brazos delgadísimos y grises, entraban por la ventana y trepaban a las paredes.

Joaquín había tenido razón al decir que quedaba poco tiempo. Dos días después de su última visita, Juan recibió la noticia, tarde, de madrugada. No lo sorprendió, ambos lo esperaban y estaba agradecido de haber podido pasar con su amigo esos últimos momentos.

El timbre del teléfono lo arrancó de un sueño pesado y confuso y demoró en atender. Cuando lo hizo su voz sonó grave y pastosa.

—Hola.

—Hola Juan, papá ya se fue.

Era Clara, la hija de Joaquín. Se la oía tranquila. Era una muchacha hermosa y siempre había sido fuerte, como su padre. Todavía sin despertar del todo Juan sopesó varias respuestas, pero se decidió por la más sencilla. A fin de cuentas ¿qué otra cosa podía decir en ese momento?

—Lo lamento mucho, nena.

—¿Vas a venir mañana?

—Claro que no, voy ahora mismo.

—Bueno, gracias.

Cuando terminó la llamada, Juan dejó el teléfono sobre la mesita de luz y se quedó mirando hacia adelante, con la vista fija en el vacío de la pared desnuda. Pensaba en Joaquín y en su teoría de los cinco minutos. Segundos después, a esa increíble velocidad con que se desplazan los pensamientos, su menté voló de la filosofía abstracta hacia algo más concreto: su propia vida.

Él también había tenido una chica, su chica, y también había sido un cobarde. La historia no era como la de Joaquín, pero el resultado había sido casi el mismo. El encuentro, el deseo que se manifiesta y crece hasta convertirse en urgencia, y después la duda, la piedra en el camino que se vuelve casi imposible de esquivar y obliga a decidir. Y el tiempo que avanza, y la pérdida inevitable.

Sonrió sin darse cuenta de que lo hacía. La idea llegó a su cabeza sin esfuerzo, suave como la brisa en una tarde de verano. La duda surgió otra vez, pero en esa ocasión sin fuerza suficiente como para impedirle avanzar. Recodó lo que había dicho Joaquín tantas veces: ¿Qué era lo peor que podía pasar? La respuesta era sencilla: Nada.

Joaquín ya no estaba, pero él sí, y tal vez no fuera demasiado tarde. Además llevaba ventaja, él tenía un nombre para el rostro de su chica. Y algo más.

Sin preocuparse por la hora, tomó el teléfono y marcó un número de memoria.

Escuchó sonar tres veces y atendieron.

—¿Hola?

—Hola, soy Juan.

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