LEGADO DEL FUTURO
cuento por Luis Caraballo L.W. 05/2022
La pequeña criatura, un
primate de no mas de 3 pies de alzada, se descolgó tímidamente de
la rama y se posó en el suelo, al borde del bosque, con sus cuatro
extremidades. Era de piel oscura y estaba cubierta de pelos hirsutos
en casi todo el cuerpo. Miró temerosa el amplio espacio que tenía
enfrente, donde apenas unos pocos árboles dispersos se levantaban en
un mar de vegetación baja, pajonales y pequeños arbustos que a
duras penas la ocultaban de la vista de sus depredadores. Sin
embargo, ella tampoco lograba verlos si acaso estaban merodeando por
allí. Fuera del abrigo y protección del bosque estaba expuesta. Su
instinto le indicaba que no debía salir de la seguridad de los altos
árboles donde podía eludir el peligro al acecho. Sólo tenía que
hacer lo que aprendió de sus ancestros: trepar rápidamente a las
ramas mas altas que pudiera. Su bajo peso, gran agilidad, sus manos
adaptadas y su experiencia lo permitían. Pero su curiosidad era
poderosa, quería, necesitaba, ir más allá, buscar nuevos
territorios para medrar. Además, adentro, en la selva que conocía,
las cosas no iban bien, unos recién llegados más poderosos, más
fuertes, más violentos, empezaron a presionar por espacio y
alimento, desplazando poco a poco a su especie fuera de los mejores
sitios de alimentación. La sabana frente a ella era enorme y con
suerte estaba casi deshabitada. Con poco esfuerzo logró erguirse
sobre sus patas traseras para observar mejor el paisaje calmo bañado
de sol. Emitió un ligero chillido y, pronto, otros de su grupo
salieron del bosque y se le unieron en la contemplación de la
sabana. Nada, salvo la hierba y los arbustos, se movía al ritmo de
la ligera brisa de esa mañana, de hace 4 millones de años, en el
territorio que conocemos hoy como Etiopía.
La banda de primates,
unos 16 individuos entre machos y hembras, decidió adentrarse hacia
la sabana, en busca de raíces, bayas y agua. Antes de bajar de los
árboles habían vislumbrado una gran charca, a poca distancia de
donde se encontraban. Hacía allí se dirigieron con cierta
aprensión, vigilando constantemente los alrededores. Finalmente,
llegaron al agua. El lugar estaba desolado, así que más tranquilos
se dispusieron a beber y calmar su sed. Además, encontraron plenitud
de cosas para alimentarse: gordas y jugosas raíces, ristras de
frutos de plantas rastreras, olorosas y dulces bayas, gordas larvas
en algunas ramas podridas. Era un buen sitio, sin duda alguna. Tenían
lo necesario para todos y aún no habían visto ningún depredador.
Luego de varias horas medrando por los alrededores de la charca, se
dispusieron regresar al bosque para pasar la noche. En lo alto del
cielo una gran nube les tapó del sol y oscureció el paisaje. No lo
sabían, pero su mundo estaba a punto de dar un giro inesperado. Ya
nada sería como antes. Súbitamente, varios rayos muy brillantes de
una luz azul los envolvió individualmente y sin poder moverse, se
sintieron izados, levantados del suelo. Asustados hicieron una
algarabía, pero no podían librarse del rayo tractor que los elevó
hacia una estructura desconocida, de un tamaño enorme con múltiples
reflejos y luces. Ingresaron por una gran abertura que se cerró tras
ellos, quedando prisioneros en un salón tenuemente iluminado y
brumoso. La nave exploradora, que de eso se trataba, ascendió
silenciosamente con su carga valiosa hacia los cielos, a reunirse con
la nave nodriza. Esta, de un tamaño extraodinario, quizas unas
centenas de kilómetros de diámetro, parecía una pequeña luna y
estaba en órbita a un millón de kilómetros de la Tierra.
La nave estaba habitada
por entidades orgánicas basados en carbono como los seres vivos de
la Tierra. Su apariencia era una resemblanza humanoide, físicamente
tenían ligero parecido con el hombre, aunque ahora estaban cubiertos
por trajes protectores. Eran mas altos, eso sí, poseían una gran
cabeza, extremidades largas y caminaban erguidos. Eran un mundo
errante. Tenían una eternidad deambulando por el Universo, miles y
miles de años, visitando sistemas estelares. Millones de
generaciones habían surgido y perecido en ese mundo ambulante.
Venían de un planeta ya extinto, hacia milenios lo habían
abandonado después de depredar sus recursos y contaminarlo al
extremo. Además, su estrella, semejante a nuestro Sol, miles de años
después lo había engullido en su proceso de convertirse en una
gigante roja. Ese destino ya lo habían vislumbrado sus ancestros y
durante cientos y miles de años se esforzaron en desarrollar las
tecnologías necesarias para convertirse en viajeros estelares. Así,
lograron dominar los enormes retos de los viajes interestelares,
sosteniendo velocidades increibles y domeñando los saltos
dimensionales. Su avanzada tecnología se basaba en el acopio y
aprovechamiento de la energía de las estrellas. También, lograron
desarrrollar ecosistemas artificiales sustentables que mantuviera sus
medios de vida. Su nave era como un pequeño planeta. Pero, su propia
evolución los llevaba a convertirse tarde o temprano en entidades
cibernéticas. De hecho, muchos de ellos eran más máquinas que
orgánicos y sabían que su futuro era hacer la transformación
completa hacía máquinas plenas e inteligentes. Pero, ahora, su
misión era otra: Aportar sus genes a nuevos mundos antes de perder
sus últimos lazos con la vida orgánica. Ya lo habían logrado hacer
en otros sitios de este mismo planeta azul, al igual que en otros
mundos y sistemas estelares donde se habia sembrado la semilla de la
vida hacía miles de millones de años. Esperaban acelerar la vida
evolutiva en ellos, desde sus bases, introduciendo ligeros cambios
genéticos para que, en un futuro, se desarrollaran seres
inteligentes que alcanzaran, finalmente, civilizaciones tecnológicas
avanzadas como ellos. Se parecerían a ellos.
Los pequeños homínidos
capturados, adormecidos para su estudio, fueron llevados a un gran
salón equipado con toda clase de aparatos y equipos, evidentemente
médicos. Sin causarles daño fueron evaluados, medidos, escudriñados
y a las hembras se les inseminó después de alterar ligeramente sus
óvulos. Ahora sus células reproductivas estaban equipadas con
cambios en sus mitocondrias y algunos cambios genéticos. Sus
descendientes serían cada vez mejores fisicamente, más capaces, más
inteligentes, más resilientes y más adaptables. Después de un
período de recuperación, consideraron que estaban listos para ser
regresados a su ambiente, donde fueron abducidos, no sin antes
alterar sus recuerdos recientes. Olvidarían lo que les había pasado
en ese día, pero el recuerdo persistiría y la memoria quedaría
impresa con él, como una vaga reminiscencia, un pensamiento
brumoso. Algún día afloraría de la memoria colectiva de la
especie. Quizás se parecería a los recuerdos de las otras especies
abducidas y transformadas por los extraterrestres. Ya se vería, tal
vez. Los viajeros del espacio dejarían ahora que la naturaleza
siguiera su curso y esperaban regresar en un lejano futuro para
constatar la deriva de su intervención en la vida de este mundo
azul, el tercer planeta orbitando esa pequeña estrella. Por lo
pronto, volvieron a descender a la Tierra con su preciada carga,
depositándola suavemente sobre las hierbas de la sabana, antes de
ascender a su nave principal para continuar su camino a otros
sistemas, a otros mundos.
Más de tres millones de
años después, un grupo de individuos humanos arcaicos de mayor
talla, gran cerebro, caminando erguidos, algunos portando en las
manos una especie de garrote, otros algunas herramientas y otros
cargando grandes pedazos de carne, deambulaban buscaban un lugar
propicio para protegerse del gélido clima. Habían estado cazando
entre las profundas nieves de las hondonadas, donde una manada de
animales parecidos a bueyes mastodonticos medraban buscando hierbas
secas y bellotas. El frío era inclemente, no podían saberlo pero
estaban en medio de una larga Edad De Hielo hace casi 250 mil años
en los bordes de la actual Turquía y apenas esta especie se estaba
adaptando a esos ambientes. En unas colinas pedregosas avistaron unas
oquedades y cuevas, mediante señas y gruñidos se dirigieron al
abrigo. Una caverna de alta cúpula cubriendo un salón,
relativamente grande, que podría acomodarlos facilmente a todos. La
boca de la caverna, alargada y algo estrecha, era ideal, estaba a
sotavento, lo cual evitaba la ventisca directa. Estaban de suerte,
definitivamente, no parecía que esta cueva tuviese otros ocupantes,
por lo que decidieron hacer de este sitio su morada permanente. Una
vez instalados, colocaron la carne en unas estacas y con filosas
lascas de obsidiana cortaron pequeños trozos para comer. No conocían
el fuego. Eran unos 35 individuos, una especie de clan familiar, con
diferentes generaciones, unos niños, otros jovenes, dos o tres
´ancianos´ de 35 a 40 años, el resto, machos y hembras de edad
adulta, entre 20 y 30 años. Los hombres, con gruesas barbas y
melenas; las mujeres sin pelos en la cara, pero con largas
cabelleras; todos cubiertos con acogedoras pieles de animales, aunque
toscas. Los mamutes, por su piel gruesamente velluda, daban las
mejores vestimentas.
Aún no lo sabían, pero
estaban siendo observados muy atenta y cercanamente. En el nublado
cielo, una máquina, ocupada y operada por otras máquinas robóticas,
se desplazaba suavemente, mientras escaneaban la superficie debajo de
ellos. Seguían y vigilaban al grupo de semihumanos desde hacía
varios días ya. Habían decidido que este grupo en particular
serviría para sus propósitos. Aplicaban los designios que habían
recibido de sus ancestros orgánicos, sus creadores. Con su ultra
avanzada tecnología se habian mantenido ocultos del grupo, quienes
ni siquiera llegaron a sospechar de su presencia; no se mostrarían
hasta que llegara el momento. Y ahora, estaban listos para
intervenir, quizás por última vez.
La luz del sol se colaba
timidamente dentro de la caverna ocupada por los humanos ancestrales.
Pronto, el grupo se desperezaba y se preparaba para hacer una nueva
incursión por su coto de caza. Un lote de mastodontes y megaterios
había sido avistado algunos días antes. Con suerte, algunos
animales, cansados o debilitados por la migración, serían más
fáciles de cazar. Había que preparar trampas y dirigirlos hacia
ellas, o quizás dirigirlos hacia un acantilado, un despeñadero de
poca altura donde podrían cazarlos con menos peligros. En semanas
pasadas varios miembros del grupo habian muerto, atropellados por una
estampida y no querían que volviera a pasar. Finalmente, salieron de
la cueva y se dispusieron a bajar al valle, en la cueva sólo
quedaron los ancianos, los niños y alguna hembra. Todos los demás
hacían falta, unos para la cacería y otros, principalmente hembras
y machos jovenes, para rebuscar o recolectar alimentos, mientras
aquellos cazaban. Se movían en silencio, pesadamente, tratando de
evitar la nieve profunda, pero igual se hundían en la nieve fresca.
Un zumbido sordo les detuvo en seco. Frente a ellos unos individuos
de apariencia extraña, metálica, parados sobre una plataforma que
sobresalía de una máquina luminosa les cerraban el paso.
Confundidos, asustados, dudaban si huir o enfrentar a los extraños.
Sin embargo, un sonido suave y melodioso que provenía de la nave los
envolvió y los tranquilizó. Inmóviles, entraron en un estado de
trance y soltaron las armas y herramientas, sólo veian la luz y
sentían una agradable calidez. Sin emitir ningún sonido, los
visitantes de las estrellas los dirigieron hacia la plataforma para
subir a la nave. Una vez con todos embarcados, la nave se movió
zumbando bajo, dirigiéndose hacia arriba, hasta desaparecer
rápidamente en las nubes bajas.
Volvieron al día
siguiente cuando el disco solar ya estaba alto en el cielo. El grupo
de terrícolas despertó poco a poco en el valle cercano y
descubrieron, casi a su lado, dos o tres mastodontes recién muertos.
Con gran destreza y emitiendo fuertes sonidos guturales, sin
recuerdos ciertos de como llegaron allí y como habia pasado la caza,
se concentraron en destazar los animales. Tomaron toda la carne que
pudieron, ensartadas en largas varas, para llevarlas a su caverna.
Mañana volverían a recuperar lo que pudieran, especialmente las
pieles, si es que los carroñeros dejaban algo. El grupo que estaba
en la cueva, esperando, no se preocupó por la tardanza de sus
compañeros. Estaban acostumbrados a sus largas correrías y
ausencias mientras cazaban. En ocasiones, pasaban varios días hasta
que los volvían a ver. Con alguna alegría, recibieron a su gente
cuando regresaron cargados de grandes trozos de carne fresca.
Tendrían alimentos para varios días y eso siempre era motivo de
alegría. Sin embargo, algo había cambiado en los cazadores. Su
mirada era diferente de alguna manera. También su actitud. Además
de la abundante comida, trajeron algo más. Un tiempo después, uno
de ellos, tal vez el jefe del clan, había recogido varios pedruzcos
oscuros en la entrada de la cueva. Empezó a reunir ramas y hojas
secas, yescas de paja y pelo, las colocó al abrigo entre una piedras
y repentinamente, comenzó a golpear dos trozos de piedra sobre la
materia seca, después de varios intentos unas chispas empezaron a
saltar. Con gran asombro de su grupo, entusiasmado golpeó las
piedras más fuerte, más rápido hasta que, Oh!, un penacho de humo
acompañado de una pequeña llama prendió la yesca. Sus compañeros,
con ojos desorbitados, emitían gruñidos, mientras asustados y
sorprendidos se retiraban temerosos alejandose del fuego. Arrimó más
madera, pero la llama se apagó. Sin desanimarse, repitió la
operación muchas veces, ese día y muchos días a partir de allí.
Finalmente, varios soles después, lo logró! Una luz trémula y
oscilante ahora alumbra el interior de la cueva, calentando los
cuerpos, creando sombras de si mismos en las paredes. Las carnes
puestas al rescoldo de los leños en brasa eran más sabrosas y más
fáciles de masticar. Tenían el fuego, podían crearlo a voluntad y
les facilitaba la vida.
Tiempo después, el jefe,
sentado en una roca, empezó a hacer unos signos en el polvo del
piso: un ser humanoide cubierto de grandes rayos, montado en una
especie de trono, con su brazo extendido entregaba un madero en
llamas a un hombre. Miles de años después, en algun lugar de
Europa, una escena similar fue dibujada en una cueva por uno de sus
descendientes. Su mundo era otro, ellos lo estaban transformando,
poco a poco. Y tenían en su memoria que fueron ayudados de alguna
forma, pero no sabían cómo. Miraron hacia el cielo, observaron las
estrellas y pensaron que allí estaba la respuesta a todo. En varios
sitios, por milenios, ocasionalmente brotaron recuerdos de esos seres
del cielo, luminosos, sabios, poderosos, de apariencia humana o
humanoide, que viajaban por los cielos en grandes carros llameantes,
derramando sus conocimientos sobre los hombres; eran sus dioses, sus
creadores, sus benefactores y fueron adorados.
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