En el tiempo en que Dios no distinguía de pieles, una comunidad no esperaba algo que les cambiaría la vida un puñado de flores.
La primavera había echado raíces, era tiempo de que las familias festejaban a la madre; quien les crio y les ayudó a convertirse en lo que eran. Pero la mente de los lugareños estaba en la guerra, en los negocios, en romances rotos y comidas faltantes, no había lugar para mamá siendo que ella siempre tenía un lugar en su corazón para sus hijos.
El nuevo cartero del pueblo, se levantó expectante un día 8 de mayo pensando en que le auguraba un día de trabajo cansado, arduo y hasta tedioso, con cada persona del pueblo enviando detalles a la jefa del hogar acompañados de cartas elocuentes, que obviamente el debía ordenar y entregar. Pero cual sería su sorpresa cuando en el buzón de la panadería no había nada, ni en el del herrero, ni el carpintero, “han de seguir descansando, quizá si vengo más tarde encuentre algo” se decía a si mismo. Continuó hasta los hogares de las familias, pero corrió con la misma suerte, -Es mejor que vuelva a su hogar, aquí no encontrará lo que busca- le comentó un niño que asistía al lechero recogiendo los envases vacíos y cambiándolos por unos llenos, – quizá en su pueblo se estilaba el dar detalles a las madres, pero aquí no hay lugar para ello-. El cartero abrió los ojos cual fondo de botella, no podía creer que en su primer día de trabajo lo que menos tenía sería eso, trabajo.
De regreso a su hogar, se dispuso a revisar los buzones de la zona comercial donde inició su recorrido de la mañana a ver si ahora la suerte le sonreía, pero no fue el caso. En su lugar, pudo observar algo que le robó su atención -Mire buen señor, tengo flores de todos colores y tarjetas para que escriba a su madre- decía una joven al panadero, ella era alta, sus labios gruesos, un cabello con rizos tan lindos que parecían el tejido de una abuela muy dedicada y, sobre todo, llamaba la atención del cartero que fuera de tes negra, – ¡Pero ¿Cómo se te ocurre que le compraré flores a una negra?!, y… ¿tarjetas?, ¿para qué querría tarjetas alguien que no sabe escribir?, vete de aquí antes de que me espantes los clientes-. A pesar de que el panadero había sido tan brusco, la chica no bajó la cabeza ni contestó el insulto, le miró a los ojos, le agradeció su tiempo y se retiró al siguiente negocio.
El cartero creía que tanto el como ella perdían el tiempo en ese lugar, pero se dio cuenta de algo importante “Él dijo que no sabía escribir, ¿será que por eso no hay cartas ni detalles para sus madres?”, se apresuró hasta donde la florista quien ya había avanzado unas cuadras y, con voz agotada, musitó -T…u… a…yu…arme puedes- La chica lo miró de arriba abajo, iba jadeando y casi sin aire, -Buen señor, si lo que usted quiere es asaltarme, déjeme informarle que ya lo han hecho esta mañana, así que lo único que podría robarme son mis flores y lo que llevo puesto. El repartidor se disculpó, le explicó el porqué de su estado, así como de su preocupación y, bajando la mirada, terminaba de hablar cuando la vendedora lo interrumpió, -Yo no he de ser apreciada en este pueblo, pero si algo me quedó al trabajar en el algodón, fue la bendición de aprender a leer y escribir. Si de algo sirve podríamos trabajar usted y yo-. Ante tal oferta el cartero no pudo esconder su alegría, le dejó su bolso y le pidió esperar, al cabo de un rato volvió con tinteros y sus respectivas plumas.
Pero el inicio del trabajo no fue sencillo, un cartero forastero y una mujer de tes oscura no eran bien recibidos en aquel pueblo, entre insultos, ofensas con el más vulgar lenguaje y agresiones fue que salieron del distrito comercial. -Pues ya lo has visto, ni ofertándoles ayuda están interesados- dijo el cartero, pero la vendedora de flores no estaba conforme, desde la cerca de madera donde se limpiaban restos de tomate y carne que les habían aventado, alcanzó a observar la panadería, levantó la mirada y se dispuso a caminar hacia ella.
– ¿Otra vez tu negra?, ¿no entendiste la primera vez?, ahora llegas con ese aspecto desalineado, si ya te he dicho que no me interesa lo que ofreces más de una vez- rugía el panadero agitando una hogaza de pan, -Buen señor, las flores que yo vendo son distintas por muchas cosas; su olor, su color y su aspecto son lo más relevante, pero todas son especiales por algo. Empecé a venderlas porque mi madre las robaba de los campos cuando los jornaleros no se daban cuenta, las llevaba entre las ropas para adornarme los vestidos cuando niña, antes de irme a trabajar- el panadero guardó silencio muy atento, los compradores que tenía en la barra le siguieron – Cuando me arrebataron a mi madre me entregaron una carta que ella pidió a alguien más escribir: “Te amo y deseo que en tu futuro repartas la felicidad que en tu vida vas a recibir”, era lo que decía y desde entonces me dedico a viajar, de pueblo en pueblo, enseñando a leer y escribir a cambio de monedas para comprar flores, para con esas flores entregar los mensajes de las personas, mensajes que hagan sentir lo que mi madre me hizo sentir, que estrujen el corazón y llenen el alma-
De los ojos del panadero brotaron algunas lágrimas, -Madre ya no tengo, pero se que hubiera deseado en vida que le agradeciera por todo y le dijera que tanto la amaba. Te pagaré para que escribas un mensaje, pero necesitaré quién lleve el mensaje hasta su tumba- dijo el panadero y desde detrás de la vitrina del pan dulce se asomó el cartero, -Da la casualidad que yo me dedico a eso de transportar mensajes y detalles, buen señor- agregó sonriendo.
Aquella tarde llegó más gente de lo habitual a la panadería, no buscando alimento, sino buscando a la vendedora y al repartidor con la esperanza de que les hicieran llegar mensajes de agradecimiento con flores a quienes les ayudaron a crecer. Cada carta escrita era decorada con pétalos, pero los restos de las flores caían al vestido de la vendedora, quedándose pegados por las cosas que le habían arrojado horas atrás las mismas personas que ahora le admiraban y agradecían por su trabajo.
Al día siguiente los buzones estaban llenos, el cartero tuvo que llevar dos bolsos para poder con todo y tuvo que regresar a su casa en tres ocasiones para dejarlos. Cuando caía la tarde del 9 de mayo, al atardecer la gente del pueblo vio a una vendedora que les había dado una lección, marchando a otro pueblo con un vestido lleno de flores que hacía juego con la belleza de su piel.
El 10 de mayo cada madre, en cada hogar y cada lápida, recibió un mensaje de agradecimiento y un detalle que les recordaron cuán valiosas eran y seguirán siendo en la vida de sus hijos.
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