El rey y el Duende de la riqueza

El rey y el Duende de la riqueza

Paola Cano

08/04/2023

En el siglo XIV, en el reino de Dorabell, vivía un codicioso y ávaro rey que tenía infinidad de riquezas: Joyas, oro, piedras preciosas, diamantes y muchas cosas más.

El rey ansiaba tener más, mucho más de lo que tenía, pero nunca lo gastaba, ni siquiera para el mismo, solo se la pasaba sentado en la habitación de sus riquezas vigilando que nadie se acercara a sus preciadas gemas; tal era la obsesión del hombre con sus lujos, que había dejado abandonadas a su esposa e hija solo por cuidar de su habitación llena de joyas.

Un día, el rey desesperado porque no encontraba la forma de conseguir más riquezas, se encerró en su habitación maldiciendo y culpando a todo el mundo por no poder tener más de lo que ya tenía.

En medio de su ira, el rey dijo con total confianza que sería capaz de dar algo importante para su vitalidad y salud a cambio de tener más.

Dicha afirmación trajo la presencia de un pequeño y aterrador duendecillo, feo y regordete con una voz insoportable que luego de darle un gran susto al rey, le aseguró que podría cumplir su deseo de darle más piedras preciosas.

El rey sorprendido y feliz, aceptó de inmediato, diciendo que daría lo que fuera por obtener más oro y piedras preciosas.

Fue así como el duendecillo le pidió al rey su mano derecha, mano que el mismo hombre debía cortar.

Con una gran voluntad, el rey tomó un hacha y mutiló su mano derecha, entregándosela al duendecillo, y este le respondió con toneladas de oro puro.

El duendecillo desapareció y el rey bailó feliz en el oro perdiendo litros de sangre, pero fue socorrido por su esposa e hijas que curaron su grave herida.

Conforme pasó el tiempo, la herida restante y mutilada del rey no sanaba, todo lo contrario, se estaba volviendo putrefacta, y dicha putrefacción se estaba extendiendo por todo su cuerpo, lo curioso es que, a medida que el cuerpo del rey se corrompía, sus riquezas aumentaban.

Pasaron 2 años, el rey calló enfermo, la putrefacción había destrozado sus órganos y no había marcha atrás; su cuarto de riquezas se había llenado tanto, que tuvo que separar otra habitación en el castillo para conservar las nuevas joyas que le llegaban por cada parte nueva de su cuerpo que se podría.

El rey falleció, sus riquezas desaparecieron, después de todo, que sentido tenía perder la vida por riquezas que jamás usarías ni siquiera en ti mismo.

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