La chica de la pierna biónica

La chica de la pierna biónica

Javier Vidal

02/05/2022

La busco cada día entre estrépitos de pesas contra el tartán y ese olor a piscina de la piel sudada. En el gimnasio sólo hay hueco para ella, y mis pectorales, claro. Chica de treinta o alguno menos, da igual, pelo de sauce regado hasta unos hombros recios por encima del tejido Thinsulate ™. En la intersección de la camiseta sin mangas, escápula y trapecio, sus alas rojas, marcas derivadas del buen uso de los aparatos. Rutina de gladiadora, viene a eso, a enfrentarse a los leones. De ahí que cuando se gira a beber agua, mi mirada de pervertido o escritor —son sinónimos— se pierde en su culo-diamante, más redondo que la Tierra vista con un catalejo, inalcanzable. Luego está su pierna biónica, la razón por la que siento algo parecido al amor, también deseo.

Y es que observarla tiene algo de fantasía ciborg fieramente humana, como si la falta de un miembro fuera la última pieza del puzzle de esa plenitud física que anhelo. Ella no oculta su exoesqueleto de aluminio con un taco de madera en lo que sería el pie, ahora unas Nike caras. Al contrario, lo muestra con naturalidad, casi orgullo, y el resto ignora la otra pierna, trabajada, de carne y rotundo hueso y, sin embargo, lejos de la perfección de la tragedia convertida en punto de apoyo, ventrículo de la física mecánica.

Así uno olvida la separación y se concentra en los logros de la ausencia. La máscara de la chica del gimnasio es un alma al aire que nos da la pista para encontrar belleza en todas partes, también en los miembros amputados, en la vulnerabilidad como origen de todo lo visible y lo invisible. Resulta que las extremidades omitidas e incompletas son marca de la casa, incluso para los que poseen todos los órganos. ¿Defectos? Sólo la imperfección del que mira sin mirar. Y ella se aleja, inasequible, corriendo a toda hostia.

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