I

En el otoño de ese año, los huesos y el corazón del pobre Étienne vagaban sin rumbo sujetos a un trabajoso y malhecho nudo de caña que lo mantenía unido a su hogar. El aguanieve como único testigo de sus pasos, se desvanecería con el sol apenas hubieran dado las doce, y su nariz enrojecida sería sutilmente consolada al igual que sus manos por la única persona en la tierra (hasta ahora) con quien podía contar. Caminaría hacia ella, la miraría en silencio y con una sonrisa tan amplia como sus mejillas congeladas se lo permitieran, correría a abrazarle apenas le hubiera devuelto la vista. 

Un sueño, su sueño, el refugio más cálido que hubiera podido adivinar para los días de lluvia, de tormentas y, ambiguamente, para los días de insoportable calor. Étienne de ella, Étienne que busca consuelo, que encuentra su amor, que despierta del sueño.

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