Estaba sola. ¿Estaba sola?
Acostada en la cama, la única conexión a otra cosa que no era mi mente era mi espalda sobre la sábana, apenas sintiendo la otra sobre mis pies. Estaba mirando el techo de mi cuarto, pero sin saber dónde estaba mi yo corpóreo a pesar de las sábanas.
Mi otro yo, éste sin conexión, susurrando y gritando era el que mandaba. Era ruido. Una radio vieja sin sintonizar. Un pasillo del liceo cuando el timbre del recreo recién sonó. Una discoteca a la que le apagaron la música. Pero a veces… y muchas más veces de las que quería, la radio se sintonizaba, los alumnos entraban a la clase, y la música y su letra comenzaban a oírse:
“¿Y qué si mi cuerpo es totalmente atropellado por un camión? ¿Y qué si tomo toda la caja de las pastillas que deberían estar reteniendo esto?”. Mi mente, muy imaginaria por cierto, convierte ese ruido en una obra en “loop”, dirigida y protagonizada por mí misma: comienza sintiendo el golpe del vehículo, la sangre cayendo por mi cabeza, el moretón apareciendo en mi muslo; la cortina negra después de las pastillas, pero el piso frío del baño en mi mejilla. En algunas versiones de la obra alguien me encuentra y me salva, en otras siento que la cortina negra es infinita.
Intento cerrar los ojos. Intento poner la mente “en blanco”. Ahora me río: ¿qué significa eso?
Me levanté e hice lo único que esa persona podía hacer en esa situación: agarré dos cuchillas de una Gilette nueva que guardaba en un porta lentes y comencé a cortarme el antebrazo. Mis sesiones anteriores duraban poco tiempo, solo hasta lograr un poco de sangre. Pero esa noche y esas obras y esa radio y ese timbre hicieron que siguiera, que comenzara a llorar y que tuviera que pedir ayuda para poder parar.
No me interesa darle muchos detalles a lo que siguió después: una puerta de emergencia que ya había pisado, pero con un mejor médico, pastillas para dormir y unos días acompañada por mi familia, mensajes de amigos y caras de lástima de otros médicos que desconocían qué hacer con un motivo de consulta así. Está bien, se los prepara para infartos no para intentos de suicidio.
Volví a casa con más pastillas de las que tenía antes pero con otros consejos: estaba bien si no me bañaba, estaba bien si me quedaba acostada, estaba bien que los demás me cuidaran.
Acostada en la cama, pasé días aun sin conexión. Ahora tenía derecho a tenerlos. El ruido seguía separando mis dos partes. Y a mi yo corpóreo y el mundo. El canal de la radio había cambiado un poco y sintonizaba una voz mía desconocida, pero que luego entendí era muy en común en las personas que pasaron por lo mismo que yo: “por qué yo, por qué seguir, qué mierda de persona soy, no me molesten, háblenme…”.
Una mente ruidosa determina, creo yo, una persona callada. Y así era mi yo físico esas semanas. De pantalones negros y cara blanca, de labios finos sin curvas, con monosílabos que se borraban ni bien eran pronunciados o palabras largas pero bajas.
Acostada en la cama el tiempo pasaba lento, pero a veces abría los ojos y trataba de poner los recuerdos de mi internación en un calendario solo para demostrarme que había pasado mes y algo. Mis amigos me preguntaban cómo estaba, pero esas conversaciones solo mostraron dos cosas: que es muy difícil poner en palabras el dolor emocional y que es difícil hablar con una persona que está en otra dimensión. No los culpo, supe ser esa persona. No me culpo, nadie enseña de estas enfermedades.
Una amiga me decía todas esas veces que me escribía que mi cerebro volvería a funcionar como debía. Eran palabras de alguien a la que le costaba hablar con una persona que no estaba ahí y no me consolaron en ese momento, pero pasó: alguna de las pastillas, todas juntas o el azar hicieron que mi cerebro respondiera.
Sentada en una plaza, me reí de nuevo y ahí fue cuando lo supe. Mi dos yo se unieron en algún momento cerca de esa risa, y de repente estaba ahí, sintiendo el pasto, oliendo las azucenas, y pensando que sería divertido encontrarme con amigos esa semana. O hacer ejercicio. O cocinar pan. O volver a trabajar.
No intento ilustrar a todos quienes pasan cerca del polo depresivo o una situación similar. De estas cosas hay mucho descrito para poder diagnosticar a las personas en lo que padecen, y en el orden de intentar arreglarlas y no dejar que desaparezcan en la cortina negra es importante hacerlo. Pero es muy diferente nuestra materia gris. Nuestro pasado. Nuestro presente. Los mensajes que recibimos, los médicos con los que nos encontramos, si tenemos el dinero para pagar las consultas y los medicamentos. Yo sé que me salvó eso y mi cerebro: de alguna manera eligió sintonizar una radio callada, cortando los hilos del titiritero vago que me tenía pegada a mis sábanas.
Acostada en mi cama, abro los ojos y me siento en la cama. Me visto, desayuno, y voy a trabajar. Le pongo play a mi propia lista de reproducción y sonrío porque es un día de otoño, hay sol y ya soy yo.
No estoy sola.
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