Cuando decide el corazón

Cuando decide el corazón

Serafín Cruz

21/04/2022

                               

                                      CUANDO DECIDE EL CORAZÓN


El negro asfalto parecía emanar vapor hacia el cielo como si de un rescoldo de leña a medio quemar se tratase. Hacía calor, un asfixiante calor que, acompañado de una humedad salitrera, enrarecía el aire hasta dañar la vista si no se protegían los ojos, aunque fuera con la mano abierta sobre la sien a modo de visera. La carretera se perdía en una monótona recta que impregnaba de tedio y aburrimiento al conductor más avezado, y conducir durante casi seis horas sin tomarse al menos una breve pausa de descanso fatigaba, en el mejor de los casos, al más atrevido. Al menos en el sonido, la radio acompañaba y se convertía en una fiel aliada, aunque el dial se había visto alterado demasiadas veces en lo que llevaba de camino; todas las veces que fueron necesarias para volver a sintonizar una nueva cadena que mantuviese la emisión. El sol no mostraba el más leve ápice de compasión y manifestaba toda su fogosidad contra todo ser viviente, fuera este una escurridiza lagartija aclimatada a la zona, un avispado zorro apoderado de la ridícula sombra que le ofrecía cualquier pequeño arbusto, un negro escorpión amparado bajo una roma piedra o, por supuesto, el Mercedes que, solitario, circulaba bajo el asfixiante manto de una calima propia de un inhóspito desierto. Aun así, ante tanta contrariedad, el cuentakilómetros del vehículo sumaba número tras número, engordando la ya exagerada cifra de aquel delatador marcador que, a pesar de los años, mantenía la rigurosa precisión de fábrica.

Los pensamientos afloraron, tal vez como consuelo no solicitado, tal vez porque su cabeza no estaba para nada más, e hicieron de medio de transporte de un viaje que tenía como punto de llegada álgido –para él– momentos de su vida. Y aparecían las principales protagonistas, la élite del reparto de una obra solo ya posible en su memoria: Gloria, de eterna sonrisa en una boca tan grande como preciosa, con oscuros y penetrantes ojos, causa de muchos días de fascinación; y Paola, su dulce y encantadora hija de nueve años que hacía, durante todo el trayecto, o hasta que el sueño la vencía, inútil el funcionamiento de la radio del coche por su constante curiosidad. Dos personas amadas que lo habían sido todo en su vida. Gloria le había hecho conocer el amor, con ella llegó a sentir la verdadera empatía y la magia de sentirse ilusionado por alguien. No fue su primera novia, pero sí su único y verdadero amor; Paola le convirtió en padre, algo que le transformó y le convirtió en mejor persona, pues sus más humanos sentimientos, aletargados algunos hasta entonces, afloraron hasta la exageración en algún que otro caso, como el día que dejó de comer y no pudo contener alguna lágrima, más tierno que un flan y visiblemente emocionado, porque había pedido cordero lechal para comer y se percató, en aquel mismo instante, en que eso era carne de un tierno animal que se amamantaba. Fue causa de contagiosa risa entre los comensales que compartían mesa con él, pero el asombro abarcó a todos, incluso a él.

Ir al volante de su Mercedes y hacer kilómetro tras kilómetro sin más compañía que aquellos tiernos recuerdos que le dejaban absorto era una empresa acometida casi sin voluntad propia más que una necesidad, pues no necesitaba adentrarse en solitarias carreteras para abstraerse en unos recuerdos que le devolvían la sonrisa, ya casi desaparecida de su rostro, y le transportaban al pasado, aunque cierto es que era en esas circunstancias donde más veces ocurrían tales vivencias. Y era un alma de doble afilado filo, pues tres eran a bordo en aquel cómodo coche el día que tomó la curva sobrepasando la línea continua, al igual que, por no esperar tras dos ciclistas que circulaban en paralelo, hizo el conductor que venía en sentido contrario. El choque fue brutal. Las pérdidas fueron drásticas: Gloria y Paola.

Una lágrima humedeció parte del ojo antes de que comenzara a resbalar por la mejilla. Sirvió de medio de transporte para sacarlo del ficticio mundo en el que estaba viviendo, donde, ora su esposa ora su hija, las imágenes iban y venían entre risas que hacían de banda sonora en escenas imaginarias. El crudo mundo carnal y material no se correspondía con la ficción de su mente, que no podía ser más que una utopía. El aviso de la lágrima fue suficiente para que abandonara aquella fantasía y volviera a la realidad, aunque matemáticamente ya no había forma posible de enmendar el desastre que se avecinaba. Y las ruedas del Mercedes dejaron de rodar por el asfalto para seguir por la arena y los guijarros, allí donde el suelo, en pocos metros, desaparecía para dar nombre al acantilado.

Tardó en abrir los ojos con normalidad, pus toda vez que lo intentaba aparentaba amenaza de abandonar sus órbitas. Así de exagerado lo hacía. Se encontraba en…, «¿una casa?», dudó. Amedrentado, dio dos cortos pasos a la vez que escudriñaba con esperanzas de encontrar algo que le tranquilizara o, al menos, que le diera una pista para saber dónde se encontraba. Nada. Todo era desconocido. Dio otro par de cortos y desconfiados pasos, como si pisar pudiera conllevar desgracia. No era hombre que se considerara cobarde, pero reconoció su miedo. Solo una débil luz se filtraba por el quicio ofrecido por una puerta mal cerrada. Asió el romo pomo y tiró hacia él. La débil luz se volvió cegadora, tanto que tuvo que apartar la mirada por temor a la ceguera. También alzó el brazo libre a modo de visera. Una vez habituado a la nueva claridad, apartó el brazo y comenzó a vislumbrar con cierta calidad. Oyó, o le pareció oír, una risa infantil, propia de un infante que juega correteando de acá para allá. Eso le provocó agrado. Y quedó expectante, dando prioridad al sentido del oído y deseoso de volver a oír la música celestial con la que asimiló aquella risa. Y ocurrió, pero esta vez pudo saber su procedencia, por eso dirigió la vista a su flanco izquierdo. Una niña tenía clavada su mirada en él. Estaba junto a una mujer, vestida con un vestido blanco con falda de vuelo, que le daba la espalda. Frente a ella solo había luz.

–¡Paola!–, exclamó.

La niña volvió a reír, esta vez dedicando una cómplice mirada a la mujer.

–Paola, Gloria–, avisó a ambas y dio por hecho que la mujer que todavía no se había girado era su esposa. Su alegría fue mayor que su asombro, y todas sus ganas se centraron en caminar hacia aquella pequeña charlatana y en la mujer que no ofrecía su rostro. Quiso avanzar, pues estaba ávido de ganas por abrazar a aquellas dos personas que tanto amaba, pero notó que algo le sujetaba del brazo. Eso le impidió el avance. Extrañado, giró la cara para ver qué o quién le imposibilitaba caminar. Un hombre alto, vestido con visible elegancia con traje de chaqueta adornado con palomilla negra, tocado con sombrero borsalino y apoyado con una mano a un bastón de haya con cabecero en forma de caballo, fue lo que vio. Quedó mudo, asombrado por no entender la escena.

–¡Quieto! No te interesa ir hacia allí –ordenó aquel extraño ser que había aparecido de la nada.

–¿Quién es usted? –quiso saber Ángel. –Así se llamaba nuestro protagonista–.

–Si vas hacia ellas te dirigirás directamente al infierno –explicó el otro sin responder a la pregunta.

Ángel, ante tan extraño consejo, mostró su asombro con un alargado «¿quééé?».

–En estos momentos te debates entre la vida y la muerte. Si das un paso más porque piensas que esas dos de ahí son tu hija y tu mujer, morirás y conocerás el infierno.

Los ojos de Ángel nunca se abrieron tanto como en aquel momento y recordó, instantáneamente, los últimos momentos vividos antes de perder el control de su vehículo y despeñarse por el acantilado. Las palabras de aquel hombre tomaban sentido para él y, por tanto, aquella risueña niña y la mujer en la que esta se apoyaba no podían ser más que fantasmas.

–¡Estoy a punto de morir! –Exclamó con tan lánguida voz como tenía el ánimo en aquel momento–. Pero son mi hija y mi mujer.

La mujer, por fin, despreció seguir mirando aquello que la embobaba y dirigió su mirada, además de una cómplice sonrisa, a su esposo.

–Tengo que ir con ellas… Quiero ir con ellas –dijo.

–Si lo haces te arrepentirás –insistió el elegante hombre sin soltar el brazo de Ángel–, yo solo trato de impedir que sufras innecesariamente.

La niña, como oposición a las palabras que salían por la boca del que trataba de doblegar la voluntad de su padre, sonreía.

–Otros, antes que tú, se han visto en esta misma situación. Merced a mi don de convencimiento se libraron de perecer y sufrir eternamente en un abismo infernal en el que no es posible el retorno.

–Pe… Pero, ¿cómo puedo dejarlas ahí y volver? Yo era ya un cuerpo sin vida antes de llegar aquí. No quiero una vida sin ellas. Me da igual lo que ocurra después. ¡Suéltame! –Pidió enfáticamente Ángel a su opositor a la vez que zarandeó con vigor su brazo, consiguiendo así zafarse de las garras del que le impedía el paso.

Una voz alarmada que repetía «¡Ha despertado! » le trajo de vuelta al mundo de los vivos.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS