Sin amigos uno discurriría sin latido. Y es que, de alguna forma, son los que nos palpitan en el espacio-tiempo. A veces por todo lo alto celebrando, otras sin que nada suceda sucediendo todo. ¿De qué hablamos cuando nos repetimos? Entonces se produce el milagro de los panes y las risas. Porque el que tiene un amigo no tiene un tesoro, sino que se tiene a sí mismo en todas sus versiones, la oculta y la cumbre. De ahí el verbo perdonar, envejecer juntos, única ley no escrita de esas cosas que hacen los humanos que se quieren en la diferencia.

Y las angustias se dividen, un poco menos las cuentas. Será porque la amistad es rara, se valora poco y renace en los pétalos de las clavelinas, flor perdida en los veranos de enero. Tiene que ver con que los amigos sonríen si te va mejor, con el empleo de silencios cuando el ruido emborrona los plazos y la vista. Ahí estamos, somos, y por eso seguimos tejiéndonos en el fragor de los abrazos. Curan, demuestran lo invisible, dan y dan.

Siempre terminamos recurriendo a su certeza. A veces por estar lejos y en la misma ciudad, otras cuando abren su hombro sin querer nada más que querernos. Bueno, uno siempre es nada, menos si faltan. Con ellos las plantas del salón están a buen recaudo; siempre, como siempre están. Al final sale mejor tener amigos que irse de viaje y hacer fotos. En su piel nos vamos descubriendo, en sus ojos vemos el reflejo de una vida juntos. Son patria.

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