Arranqué un trocito de papel y traté de escribir una nota.

Tenía tanto que decir, que me colapsé y al final la dejé en blanco.

Lo peor de aquel día no fue el transcurso de aquella abrupta conversación, sino haber dejado que el desenlace fuera demasiado precedible y nos dejáramos llevar por las emociones tan irracionales del momento.

Habría sido mucho mejor tomar agua y tratar de arreglar algo que hacía años ya estaba roto en mil pedazos. Pero no fue así.

El ruido sordo en mis oídos aún me invadía por completo y la congoja de mi interior impedía las pausas de mi respiración.

Era incapaz de asimilar que todo había terminado de manera tan dramática y que nada volvería a ser igual.

Los consuelos a mi alrededor me caían con resbalo. Como el agua de la lluvia punzante sobre un chubasquero.

No era consciente, ni tenía la fuerza ni el ánimo para enfrentar otro nuevo reto. Sólo sentía pena, decepción y el duelo en mis venas. Como si realmente hubiese fallecido alguien importante para mí.

Y realmente lo había perdido para siempre.

Alguna vez hace muchos años, las cosas no eran así, o tal vez no tanto como ahora y no nos dimos cuenta. Solo recuerdo que en mi bendita ignorancia éramos felices y todo era normal, o lo parecía.

Luego no se lo que pasó. Solo sé que en este caso, el tiempo no curó las heridas, sino que las empeoró y ahora estamos donde estamos.

Cada cual por su camino. Empezando de cero tras una conversación rota y llena de resentimiento, e intentando olvidar que todavía me duele esta despedida.

Por eso no me sale qué escribir en esa nota y la mejor respuesta es dejarla en blanco.

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